viernes, 1 de abril de 2011

Intercambio de solsticios (157)

Habían tenido la oportunidad de asistir a una representación de la obra de Chejov “El jardín de los cerezos”. Una especie de sala experimental, con sillas incómodas y una obra quizás demasiado larga para que en ella no ocurriera casi nada, desde principio a fin.
Una señora perteneciente a una rancia familia aristocrática rusa vuelve con su séquito de París, donde pese a conocer una situación económica prácticamente límite, la señora desperdicia los restos de su fortuna en exorbitantes propinas.
El lugar al que llegan en esa primavera es una espléndida finca, con su casa solariega que da a un gran jardín donde están ya floreciendo los cerezos. Pero si no se toma ninguna determinación, en el próximo mes de agosto deberá venderse todo en subasta pública. Un empresario, que procede de un nivel social modesto ofrece a la familia la solución: hay que vender el terreno y trocearlo para construir viviendas unifamiliares para los veraneantes. Eso supondría destrozar el jardín y la señora se niega de forma digna y resuelta.
Pasan la primavera y buena parte del verano. La casa que antaño sólo recibía las visitas de gente del mismo nivel que la familia propietaria, ve aparecer ahora visitas de nivel muy inferior: el cartero, el jefe de estación, el empresario soez… Se organizan fiestas sin dinero siquiera para retribuir a los músicos…
En el final de agosto se vende la finca. La compra el empresario que sigue dispuesto a emprender su viejo proyecto, ahora como propietario. La familia debe abandonar la casa de la que procedía su estirpe. La señora volverá a París a dilapidar lo que queda de su fortuna. Nada ha cambiado para ella. Siempre ha conocido su situación, pero ha actuado como si esta no existiera.
“El jardín de los cerezos” es una historia que ha ocurrido muchas veces en España. Quizás porque en nuestro país la nobleza tradicionalmente había despreciado siempre el trabajo como algo degradante e incompatible con su condición ilustre. No ocurría así con la aristocracia alemana, por ejemplo, que en buena medida se abría al mundo de la industrialización poniendo su capital en la empresa del acero y pactando con la ascendente burguesía. Los nobles españoles fueron perdiendo su preeminencia social y el dinero cambiaría de manos.
Ha pasado el tiempo –como a la señora del jardín- y hoy sigue existiendo ese rito del mirar hacia el otro lado en tanto que los días van agotando el escaso capital que les quedaba. Como en la canción de nuestro inefable Julio Iglesias, “la vida sigue igual”.
Pero hay también quienes siguen viviendo de las glorias perdidas en otros terrenos. Sucede también en la política. Observan cómo todo ese mundo placentero que les rodeaba se viene abajo, pero son incapaces de advertirlo. Creen que los malos tiempos son un paréntesis y pretenden que todo el mundo les crea. Hay también quienes –como el empresario vulgar del teatro- les advierten que no se trata de una nube pasajera, que no escampará necesariamente, que la lluvia puede transformarse en un diluvio que puede llevárselo todo por delante.
El jardín de los cerezos es una anécdota de algo que pervive en la historia de la humanidad. Y no hace falta que miremos muy lejos de nosotros para advertir que todo eso sigue ocurriendo entre nosotros.

2 comentarios:

Sake dijo...

Querido y Admirado D. Fernando, éste escrito es para Premio Nobel. No he conocido mejor argumento sobre la transversalidad que éste.
Un Abrazo :) .

Alcides Bergamota dijo...

Precioso artículo. Llega un momento en que faltan fuerzas o capacidad para seguir luchando. A veces el exceso de refinamiento, la hiperestesia incapacitan para la vida práctica, sólo permiten observar como las cosas cambian sin que uno sea capaz de actuar sobre ellas. Pero es que no siempre hermosura y belleza casan con acción. En otras ocasiones se produce lo contrario, la vagancia y la vanidad conducen al embrutecimiento, caso este muy español también. Finalmente, podría pensarse en una tercera categoría, aquella en que la lucha o la vida que mantener el jardín de los cerezos supondría simplemente no compensan. Se opta por vivir sin más, se opta por otro proyecto, que según el caso incorporará o no la esencia de lo que materialmente se abandona.

En definitiva, todo esto es el tema de la vida misma, y de ello, a veces de manera central, directa, a veces al pasar, se han ocupado Chejov y mucha literatura. Sin salir de nuestro ámbito cultural más próximo, un maravilloso ejemplo del primer caso (que mi definición esquematiza y simplifica en exceso) es el libro Bearn, de Lorenzo (o Llorenç) Villalonga en el que el señor de Bearn, Tonet, que ha dado ya la vuelta a todo, le dice a María Antonia su mujer, que le parece que su mundo es tan hermoso que le gustaría que durara al menos un poco más… El mismo autor tiene otro libro que podría ser ejemplo de la segunda categoría, Muerte de una dama. Libro de juventud en el que, retratando la lenta y más bien tranquila agonía de doña Obdulia, pinta una sátira feroz, aguda y muy divertida de la Mallorca decimonónica. Uno de los personajes de los Pazos de Ulloa (el señor del Pazo, precisamente) es buen representante también del hidalgo provinciano que se embrutece. Un caso distinto, de estirpe que se extingue, que se extingue a la vez que decae la ciudad levítica en la que viven, es el extraordinario hidalgo que retrata Pío Baroja en El mayorazgo de labraz, personaje que en lo personal está a la altura del primero de su estirpe y viene a ser la quintaesencia de la nobleza bien entendida. Es ciego y pasará página sobre ese pasado abandonando la ciudad, rompiendo con ese pasado y esa tradición a los que paradójicamente encarna.
Finalmente y por no aburrir, un ejemplo de la tercera posibilidad podría ser Carlos, el protagonista de Los gozos y las sombras de Gonzalo Torrente Ballester. Vuelve al solar familiar, conoce a su tía depositaria de la tradición, lucha, da la batalla, y finalmente decide que no es esa su vida, que su vida es Clara Aldán, y se marchan juntos. Pero quizá el libro, de los que yo he podido leer, que con mayor sutileza y hermosura se ocupa de esta cuestión sea La ilustre casa de Ramires, del extraordinario José María Eça de Queiroz. Su protagonista, vive preocupado, incluso atenazado por el contraste que percibe entre su linaje histórico, inseparable de la historia portuguesa y peninsular, sobre el que investiga, y la sensación de su propia inutilidad, de su falta de valía y sentido práctico. La historia la resuelve Eça de Queiroz de una manera extraordinaria y luminosa, que nos reconforta frente a tanta decadencia.
En fin, como decíamos, el tema de la vida misma. Gracias de nuevo por tu sugerente artículo.