domingo, 19 de abril de 2009

Intercambio de solsticios (11)

Era un martes de marzo, igual que otro martes de cualquier mes de marzo; Madrid amanecía resuelto en luz y el sol de la mañana proporcionaba una agradable sensación de tibiedad que confortaba los músculos y calentaba los huesos.
Jorge Brassens se dirigía a la oficina municipal de Fuencarral. Se iba a empadronar. El motivo de aquella decisión era más bien prosaico: una vez que había elegido Madrid como ciudad en la que vivir, quería disfrutar allí de los servicios de la sanidad pública; concluyendo así su interminable vagar por los centros médicos privados para solicitar en ellos los más diversos análisis o teniendo que costear personalmente los gastos farmacéuticos.
El motivo era prosaico. No sería por eso más español que antes ni sentiría esa satisfacción que dicen sienten los emigrantes que viven en los Estados Unidos cuando, alcanzados los requisitos legales, obtienen el preciado pasaporte americano. Ese empadronamiento no le cambiaba la vida, pero debía reconocer que le producía una íntima satisfacción.
Por su imaginación pasaban las imágenes de su ilustre bisabuelo, que partía de la isla de Mallorca para iniciar sus estudios de Derecho en la capital; la de su abuelo, nacido allí y que se desplazaba a Bilbao para cursar la misma carrera en la Universidad de Deusto y quedarse allí hasta su violenta muerte.
Jorge Brassens realizaba de esa manera una especie de regreso a Itaca de su estirpe familiar. Su bisabuelo hacía en Madrid carrera universitaria y política; 3 generaciones después -salvadas todas las distancias- su biznieto hacía en Bilbao sus estudios universitarios y sus 25 años de actividad política bajo el marcaje liberticida del terrorismo y la intransigencia.
Y Madrid siempre en el cruce de caminos de sus excursiones liberadoras de ese ambiente de sombras opresivas que todos los días se cernían sobre él: la de una vida reducida en la protección de los escoltas, la de otra vida triste que se miraba en los ojos vidriosos y la expresión vacilante de su mujer y la de su tercera y limitada vida acostada en una cama de hospital o recostada en una silla ortopédica.
Pero todas esas vidas concluían en el espacio de apenas 6 años: su mujer se iba, diciendo adiós a una existencia que hacía tiempo que había dejado de serlo, en el año 2.002. Su vida pública -o una parte de ella- concluía cuando dejaba su escaño en el Parlamento vasco para asociarse a un proyecto político diferente a finales de 2.007 y su hija exhalaba el último suspiro de unos pulmones que no podían respirar más en 2.008.
Y Jorge Brassens, con 53 años, sólo en la vida, capaz -como decía- de viajar a Dharamsala a ofrecerse al Dalai Lama en su lucha contra los chinos, se iba para Madrid a comenzar una nueva vida. Y la había encontrado en esa chica de melena morena y larga, movimientos precisos y rápidos y delgadez esbelta y atlética.
Así que en el calor reconfortante de aquella mañana de marzo, Jorge "Nuevohombre" Brassens recibía un bautismo especial que no sabía de religiones, pero que contenía los ritos iniciáticos de los espacios vitales que son presagio de las cosas que duran, porque están fabricadas del material con que están hechas las cosas verdaderas.

1 comentario:

Sake dijo...

La vida cuando somente a duras pruebas, está cumpliendo los requisitos que continuamente recomiendan las Religiones. "El mundo es para sufrir y luego como premio viene la otra vida". En ocasiones, no hace falta privarse de placeres y evitar los esfuerzos. Es la vida sola con sus circunstancias las que te procuran los méritos suficientes para ganar el Cielo.