lunes, 13 de abril de 2009

Intercambio de solsticios (10)

HABÍA DECIDIDO PASAR SOLO AQUÉLLA NOCHE DE FIN DE AÑO. SÍ, SE TRATABA DE una rara decisión, quizás, desde luego poco habitual en el común de la gente; quien más quien menos podía quejarse de la Navidad, de los trajines que comporta, de los gastos que exige, pero todos acababan organizando las cenas y las comidas y comprando regalos como si de verdad les hubiera tocado un buen pellizco del sorteo de la lotería; y eso de divertirse porque tocaba, vestirse de estricta gala, ponerse unos ridículos gorros de papel chillón, arrojar serpentinas a los amigos, soplar afanosamente los matasuegras y atiborrase de cava para así destrozar los estómagos a fuerza de gases a los que se les daba luego difícil salida; y reír, reír como si les hubiera alcanzado a todos el duende maligno de la locura y desearse a pleno pulmón “¡feliz año!”, como si no supieran que el nuevo año resultaría lo mismo de impresentable que el anterior, que muchos de los previos y de los que aún admitirían sus calendarios particulares; pero él no, no estaba dispuesto a realizar esa última concesión a la norma establecida, y eso que le ofrecían una velada –convencional y familiar- en casa de su madre y con algunos de los hermanos y sobrinos que caían de nochevieja en nochevieja y de tarde en tarde por el que fuera antaño el hogar familiar y del que, al cabo, sólo quedaba el vestigio de una señora de ochentaidós años, su madre, a quien también le daba una pereza infinita la Navidad y no le insistía en que fuera a su casa; así que declinaba la oferta, visitaba a su hija, ingresada desde su nacimiento en un hospital, hasta que ella decía mostrarse cansada –se cansaba muy pronto: el jaleo de los hospitales puede con cuidadores y pacientes- y encerrarse después; encerrarse, sí; que él tenía una profesión peligrosa, peligro que provocaban más bien los intransigentes, los intolerantes que aún existían en este rincón de Europa, en este principio de siglo: parlamentario vasco de un partido constitucionalista y los escoltas le dejaban en su pequeño apartamento hasta la hora de recogida del día siguiente; siempre así las cosas; no, no aceptaba cenar con su madre y sus hermanos, sus cuñadas, parloteando sin cesar estableciendo una especie de extraña competencia entre ellos, ¿quién había llegado más alto?, ¿quién había demostrado ser más?, y eso sí, para variar,, felicitándose el año como si... como si hubiera algo real de lo que felicitarse; no, él lo estaba pasando lo suficientemente mal como para compartir su tristeza; su mujer se moría de un infarto en los días anteriores a la pasada Navidad y desde entonces, el concurso de su situación profesional de político amenazado y de su condición de viudo-con-una-hija-que-vivía-en-un-hospital le hacía convertirse en una especie de solitario huraño, una suerte de eremita de los nuevos tiempos -¡ay, como tantos otros, que aún no se atreven a contar sus tristes historias-; una soledad que se convertía para él en una especie de segunda piel, grato envoltorio, al cabo, donde morar sus pesadumbres; porque cuando uno está de verdad triste no existe más consuelo que el que proporcionan tus propias lágrimas; no hay amigos, familiares, alcohol ni psiquiatras; las capas de soledad fabricadas de esa pena que se va precipitando en forma de agua mansa de tus ojos y, cuando eso acaba, queda el recurso de un buen libro o una buena película, cuando no la posibilidad –poco útil, por cuasi-definitiva- de un tubo de somníferos con los que iniciar un largo, larguísimo sueño hacia el olvido, que diría Borges; Elisabeth, su mujer, ¡pobre!, ¡pobre de él!, que ella ya estaba descansando en ese lugar en el que te invade un color negro de paz; Elisabeth, su mujer por casi veinte años, la chica de las ocurrencias, de las locuras, de los despistes, de los momentos felices, de la tragedia, también; Elisabeth, tan lejana, pero tan presente esa misma noche, noche de sentimientos encontrados, los recuerdos de tantas otras noches como esa, en las que celebraban el cabo del año porque, entonces sí, pensaban todavía que el año próximo acudía a escena cargado de posibilidades; para pasar esa velada abría una botella de rioja “gran reserva”, procedente de alguna cesta de Navidad que le regalaba algún empresario agradecido, una lata de ventresca de atún y otra de anchoas que prometían un magnífico pasar en su estómago; y, con eso, conectar su DVD e introducir allí una película de Kubrick, “2001: Una odisea del espacio”, de forma que a los sones de los violines de los Strauss pudiera dejar pasar esas viejas horas del viejo año; no, en su caso no tenían razón los de Meccano, que él no era de esos españolitos que “por una vez/hacen algo a la vez”, porque no sonaban para él las campanadas de la Puerta del Sol, sino los angustiosos estertores del ordenador de la nave espacial, cuando lo desconectaban; ya hacía tiempo que había concluido su particular cena fría, y recogía la botella de Chivas del año pasado, en realidad nunca bebía solo, en casa, y se servía generosos vasos de ese apetecible líquido, pero eso no le causaba excesivo efecto, ¿se habría perdido graduación alcohólica con el paso de los meses?, lo cierto es que él se encontraba bastante sereno; y hacía “zapping” por entre las distintas emisoras de televisión, canturreaba una canción de Julio Iglesias, hacía “karaoke” con el “velero llamado libertad” de Perales o se reía de un chiste viejo de “Chiquito de la Calzada” o de un imitador suyo... ¡vaya usted a saber!, y entre trago y trago, chiste y chiste, canción y canción, recibía mensajes de texto en su móvil, que contestaba puntualmente; “los amigos son como las estrellas –decía uno- no siempre hablas con ellas, aunque sabes que están allí”; muy bonito –pensaba- pero es “repe” de la nochevieja pasada; o aquél trasunto de novia catalana que se descomponía ante la realidad como algunos cohetes cuando se introducen en la atmósfera terrestre; o Pepe, el imprevisible bruselense de adopción, funcionario europeo, amigo de promoción, de cuando corrían delante de los grises –a-toda-leche- y organizaban huelgas estudiantiles; o de su primo Íñigo, de Madrid, que antaño compartía con él sus veranos en Las Arenas y en la piscina del Golf, y que le guardaba las revistas de “Tintín” ante uno de los desproporcionados y habituales castigos de su padre –los castigos de los padres resultan siempre desproporcionados-; el móvil era un buen invento, se decía, sigues viendo la “tele” y hablas con Juan, te ríes del chiste y contestas a Pedro, te tomas un trago y piensas en todo eso que eres o que no eres, esperando al próximo soniquete anunciador de un mensaje.
Al otro lado de la sala, en una repisa de la librería, ese monumento al teléfono que era su aparato fijo, o monumento a Internet, que sólo lo usaba para desconectar la clavija e introducir la del ordenador. Sonaba, con ese ruido estridente que te hacía batir el corazón hasta-el-borde-del-infarto-¡caramba! Bajó el sonido de la televisión. Mejor aún, la apagó. Y se llegó a ese teléfono, cuyo número ni siquiera conocía ya, de no proporcionarlo a nadie.
- ¿Si?
- Jorge, guapo. ¿Qué tal estás?
Sonaba muy lejana esa voz. Tanto que parecía surgir de las mismas entrañas de su propietaria. Pero aún conservaba, en su dicción, en sus matices, alguna de las características habituales de que disponía entonces.
Pero-no-podía-ser. Era absolutamente contrario a lo razonable.
- ¿Si? –repitió: “¡jodido whisky este, que me está haciendo perder el juicio!
- Jorge. Te llamaba para felicitarte el año...
- ¿E-Elisabeth?
- Sí. Soy yo. ¿Estás bien?
- B-bien, sí –“¡qué chorrada. Ahora no se le ocurría nada que decirle, y eso que se había pasado todo el año pensando en que si alguna vez se produjera esa oportunidad, le diría que... que las noches eran interminables sin ella, pero que las mañanas, antes del trabajo, no lo eran menos; que su hija estaba bien, después de todo; que si era verdad que había ese cielo en el que ella creía, él menos, desde luego, bastante menos.
- Me alegro mucho, Jorge. Te quiero.
- Y-yo t-también.
- Ahora tengo que colgar –e hizo el ruido que producía ella al besar por teléfono, “beso de aña”, decían. Antes de hacer “clic” su aparato.
- Elisabeth... ¡Elisabeth!!
Pero ya nadie contestaba. Y entonces, tal vez sentado otra vez en el sofá, notaba cómo se le hacía un nudo en el estómago, y que, con esa tranquilidad que acostumbraban, rodaban por sus mejillas unos gruesos lagrimones.

3 comentarios:

Sake dijo...

Estupendo relato de la Soledad, de la nostalgia. De la huida de los ambientes, normales de la gente. Creo que en ésos casos, el alcohol, puede hacer menos efecto del que creemos. Creo incluso que a veces, sin hacer uso del alcohol, u otro estimulante, podemos alcanzar estados emotivos similares. Y nos preguntamos ¿que hariamos, sin el auxilio del alcohol?¿que hariamos los humanos sin nuestras drogas?. Quizás, al final y con determinadas presiones y circunstancias, ni siquiera las necesitemos, pero ¿de donde sacar fuerzas?¿cómo huir de la soledad?. Dificil pregunta y con dificil respuesta.

Antonio Valcárcel dijo...

Estimado Fernado:

Queda clara tu gran humanidad existencial.
Es triste la soledad cuando emana del alma; y dulce la soledad de los monacatos cuando el fraile decide su enclaustramiento. Hay un dicho extremeño que dice "Carajitos con miel saben bien" Pero el vacío de un espacio ocupado por un/os seres queridos que quizás ya, nunca volverán a ver. Es esa soledad la que pide ser ahogada en etílicos contenidos en vidrios opacos; y verás la vida del color del líquido alcohol a través de su botella. Hay veces que es necesario huir de los lugares que en un momento de nuestras vidas fueron lugares de amor y sofás confortables: " Hogar dulce hogar" donde los recuerdos de antaño martillean nuestras sienes de recuerdos que torturan en soledad: ver sus fotos de bodas, el nacimiento de los hijos, los padres, los suegros...Son aguaceros que calan las tejas del hogar y anegan nuestra última, quizás morada. Miras la botella casi vacía, los somníferos llenos, las fotos te laceran el alma... ¡No esperes más amigo busca ayuda!
Llora en el hombro ancho de aquél que al apretar su mano crujió la tuya, si puedes. Besa la pintura plática de la habitación de donde el éter del amor aún puede que esté impregnada, no laves las sábanas de su lecho y besa su aroma como de olor de las rosas se tratara.
¿COMO PODREMOS VIIVIR EN SOLEDAD CUANDO NACEMOS ENCADENADOS A UN CORDÓN UMBILICAL? -Somos seres que dependemos de otros seres- o la soledad del ermitaño-.

Al final solo las fuerzas de nuestro interior en combate con nuestra alma despojada del yo nos dará la victoria final, en el encuentro del yo existencial.

Carla dijo...

Rilke habla mucho sobre la soledad en sus "Cartas a un joven poeta":

Es complicada la traducción porque "schwer" en alemán no sólo significa difícil, sino también "pesado":

"Sabemos poco, pero que debemos atenernos a lo difícil es una seguridad que no nos va a abandonar; es bueno estar solo, porque la soledad es dificil; que algo sea dificil tiene que sernos una razón más para hacerlo."