Un informe basado en cruces de encuestas y de datos que supone una aproximación muy significativa a la realidad, señala que la principal preocupación de los jóvenes españoles -en contra de lo que parecen advertir otros sondeos- no sería la vivienda, el acceso al mercado laboral o las relaciones personales. No, la principal inquietud de los jóvenes radica en la salud mental. Se trata de datos que, de alguna manera, se ven confirmados por otros estudios. En el Informe #Rayadas: la salud mental de la población joven -realizado por Fundación Manantial junto con Kantar Public -se afirma que “la salud mental ha sido señalada como una de las principales preocupaciones de los jóvenes entre 16 y 24 años en nuestro país”. En ese mismo estudio se recoge que las cuatro preocupaciones que más afectan al bienestar emocional de los jóvenes incluyen la inestabilidad económica (82,5 %), el desempleo (72,8 %), el acceso a la sanidad (66,7 %) y “como preocupación muy o demasiado” el bienestar emocional.
Lo había escrito, recientemente, Jonathan Haidt, que es doctor en Psicología Social por la Universidad de Pensilvania, y en la actualidad es profesor de Liderazgo Ético en la Stern School of Business de la Universidad de Nueva York.
En su libro -publicado en el año 2024- “La generación ansiosa”, sostiene Haidt que las cohortes más jóvenes (especialmente la Generación Z, es decir, quienes entraron en la adolescencia después de 2010, están experimentando una crisis de salud mental -más ansiedad, depresión, autolesiones- que no se explica bien atendiendo sólo a factores económicos o sociales tradicionales, sino que tiene una causa tecnológica clave: la rápida adopción de los smartphones y las redes sociales, lo que denomina el citado autor como el “Gran Recableado de la Infancia”.
Antes de esta recableación, la infancia se caracterizaba por el juego libre, el contacto social presencial y la exploración en el mundo real. Haidt sostiene que ese modo de crecer se ha erosionado: los jóvenes pasan mucho más tiempo frente a pantallas, con menos juego al aire libre y menos interacción física.
Deriva, por lo tanto, esta carencia de comunicación efectiva -paradójica en la llamada era de la comunicación- en una suma de trastornos emocionales que son reconocidos como tales por los jóvenes, con independencia de su tratamiento posterior.
Se trata, también en este caso de un nuevo salto generacional. Que los componentes de la Generación Z son diferentes a la nuestra -el que escribe este comentario ha cumplido 70 años- era asunto bien conocido. Las dolencias físicas constituían un imponderable que a nadie avergonzaba (con la excepción segura del mal francés, napolitano, polaco, español… esto es, de todos los países, con las que se calificaba a las enfermedades venéreas) y su terapia se situaba en la más absoluta normalidad.
Herederos de quienes padecieron la guerra civil y sus devastadoras consecuencias, los boomers recibíamos también de nuestros padres la herencia de la fortaleza emocional, el autocontrol, la estabilidad familiar -una creencia que mutaría de manera inevitable a lo largo de nuestra vida- y el trabajo, aunque fuera éste duro. No puede extrañar entonces que la ansiedad o la depresión se asociaran con la idea de la debilidad o del fracaso personal. A la consulta del psiquiatra o del psicólogo había que entrar por la puerta de atrás.
Pero la Generación Z nos enseña que, de nuevo, la adaptación a la vida normal constituye un fenómeno difícil. Están nuestras existencias presididas por estímulos las más de las veces opuestos: la socialización y la soledad, la actividad y la pereza, el carácter animoso y el taciturno, el valor y la cobardía, la generosidad y la tacañería… características todas ellas, que conviven en una misma persona. No es extraño entonces que eso que calificamos de normalidad se convierta muy pronto en su contraria, y que el camino hacia el trabajo o el lugar que elijamos para nuestro ocio, deba hacer un alto en un gabinete médico.
El recableamiento de que nos hablaba Haidt, junto con la inmediatez de la información y el acercamiento entre las gentes nos está deslizando por un vertiginoso túnel cuyo desenlace, además de incierto, puede muy bien desquiciarnos. La recuperación de la vida de relación, la abolición de la omnipresente apelación a los móviles y la constricción personal de las Redes Sociales deberían convertirse en una práctica más habitual. Una buena conversación en una cafetería, la lectura ordenada de una noticia o un artículo de opinión en un medio de comunicación o la lectura de un libro, constituyen actividades insustituibles en nuestra azarosa y compleja vida. No resolverán, por supuesto, nuestras contradicciones, pero puestas en contraste con las de los demás, nos ayudarán a sobrellevarlas.
Y en cuanto a la información, estoy convencido de que cuanto más elaborada sea ésta, menos enfrentados nos veremos contra nuestros contrarios, seremos más libres y estaremos menos polarizados.
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