Llegan a España. Nos hemos acostumbrado a verlos en las imágenes que los medios de comunicación y las redes sociales nos muestran de las gentes que se hacinan en los cayucos y que acceden finalmente a nuestras costas, o que en otras ocasiones simplemente se hunden antes de conseguirlo. Llegan también por medios legales y pueden permanecer entonces hasta 90 días en nuestro país, pasados los cuales se convierten en irregulares.
Vienen con la esperanza de un futuro mejor para ellos y los familiares que de ellos dependen. Y vienen dispuestos a entregarnos lo que tienen, su trabajo, tantas veces su cariño, y a contribuir a que nuestros mayores se encuentren atendidos, a servirnos en los restaurantes, a que nos lleguen los pedidos a casa, nos atienden en los hoteles y en las tiendas que frecuentamos, a construir o reformar nuestras viviendas, a recoger los productos del campo que ellos mismos nos venden en los supermercados…
España se vendría abajo, simplemente, si no fuera por ellos. Porque apenas nada de lo que ellos hacen lo queremos hacer nosotros. Y además, en afirmación común de los economistas (un 84%, según la Fundación de las Cajas de Ahorros, FUNCAS), el crecimiento económico del que nos ufanamos procede del trabajo y el consumo de esas personas que ya están integrándose en nuestro mercado laboral.
Y, sin embargo, aumenta en nuestro país la desconfianza respecto de su presencia entre nosotros. Estamos dispuestos a que cuiden de nuestros mayores, pero no queremos verlos en las salas de espera de las consultas de la Seguridad Social. Y, por supuesto, aceptamos que continúen en la economía sumergida, por aquello de que un contrato laboral resulta en exceso oneroso. Queremos que nos cuiden, pero no queremos cuidarlos.
Es preciso advertir que existe una hipocresía en el tratamiento de la emigración. Una reacción que hasta cierto punto no tiene su origen en nuestro país, sino que ha sido importada de otros, que cuentan con problemas diferentes -y más graves- que los nuestros. El caso de Francia o Bélgica, por ejemplo, que a una entrada de extranjeros, culturalmente distintos a sus nacionales, han unido una desatinada política de concentración de estas gentes en barrios segregados; o el supuesto de los Estados Unidos, en los que una determinada tendencia política ha atizado el descontento de los sectores populares de clase media-baja y aún trabajadora, que observan cómo existen gentes dispuestas a realizar su trabajo a cambio de menores ingresos, con la amenaza existencial consiguiente; o el caso del Reino Unido, que apela a los más bajos instintos del inveterado aislamiento británico, con la promesa de que el cierre de las fronteras a la entrada de emigrantes procedentes de otros países de Europa mejoraría las cuentas de la Seguridad Social, y así les va, por cierto.
Existe, en efecto una importación ideológica que procede del populismo de derechas que se soporta simplemente en el temor al cambio, en la inquietud por el acento diferente que advertimos en nuestras calles, en el diferente color de la piel, en una pretendida identidad conculcada… cuestión, esta última difícil de comprender en un país que ha hecho de las singularidades diferenciadas una especie de mantra.
Un temor también al supuesto deterioro de la seguridad, debido al incremento delictivo provocado por los inmigrantes. Una afirmación respecto de la que no se han aportado datos contrastables.
Lo ha esgrimido Vox como lema principal de su ideario político. Pero el PP también parece haber sucumbido a esa ola extremista. En su reciente modelo inmigratorio asume el partido que se reclama de centro y liberal -además de democristiano y otras hierbas ideológicas diversas- algunas de las propuestas de la nueva corriente antiextranjerizante. Junto con alguna posición a mi juicio correcta, como lo es el combate a la picaresca de los mayores de edad que quieren hacerse pasar por MENAS, o la coordinación de las políticas en el marco de las políticas europea.
Sorprenden, sin embargo, algunas de sus propuestas.
Vincular el empadronamiento a la preexistencia de un contrato de trabajo, con el inconfesable fin de negarles las prestaciones médicas, niega el recorrido que es habitual en estas gentes: empiezan a trabajar en la economía opaca para después legalizar su situación, su empleo y su contribución a la sociedad. Son muy pocos los que llegan a España con un contrato de trabajo.
Por lo mismo, debiera proponer el PP una mayor identificación con los valores constitucionales y la cultura de nuestro país a los españoles de origen antes de exigirla a los emigrantes. Que nuestra Carta Magna haya sido demeritada es responsabilidad de todos los que a lo largo de sus casi 50 años de historia han intentado abolirla a tiros, despreciada desde los escaños parlamentarios y sorteada desde los despachos gubernamentales. En un país en el que son tantos los españoles que no quieren serlo sería paradójico exigir a quienes no han nacido en nuestra tierra que sean… más españoles que muchos españoles previos a ellos.
Quizá el PP debiera elevar el orgullo de pertenencia nacional ejerciendo una oposición más afortunada y una gestión más adecuada de las crisis que asume. Cuanto mejor se cumple con el servicio público, más satisfechos estaremos de nuestra nación y de nuestra condición de nacionales.
Pero corren, por lo visto, malos tiempos para los emigrantes si medidas como éstas se llevan a los textos legales. Pero que nadie se llame a engaño, no correrán mejores tiempos para nosotros. Porque, como han venido, también se pueden marchar. Y entonces ya veremos quién atenderá a nuestros mayores, quien nos servirá el café en el bar, quién recogerá la fruta…
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