Publicado en el número de noviembre de 2025, en la revista Avance para la libertad
En el ensayo que lleva por título, “Extremo Centro” (2021), Pedro Herrero y Jorge San Miguel afirman: “La izquierda ha detectado que enfrente no existe ninguna resistencia cultural, filosófica o social ante las operaciones de derribo que ha iniciado. Lo único que se han encontrado es un conjunto de trabajadores muy listos que han decidido estudiar carreras muy difíciles para ganarse bien la vida, pero que no presentan batalla alguna por el espacio público. Hay quien empieza a repetir la monserga de que ‘las televisiones y los grupos mediáticos están en manos de la izquierda ‘, pero lo cierto es que si mañana entregáramos las televisiones y todos los grupos de comunicación a la no izquierda, ésta no sabría con qué contenido cultural llenarlas. Cada vez que la derecha ha llegado al Gobierno, ha renunciado a crear, o no ha sabido, instituciones culturales acordes con su supuesta visión del mundo y ámbitos de prescripción en defensa de sus valores”.
Debo comenzar por fuerza a manifestar mi desacuerdo con la calificación que hacen los autores de las posiciones de centro-derecha como de “no izquierda”. No ayuda demasiado a reforzar la necesaria capacidad alternativa de ésta respecto de su rival izquierdista una definición que se refiere sólo a que no comparte semejante ideología. Además, ¿dónde quedarían, por ejemplo, los movimientos populistas de la extrema derecha -o de la extrema izquierda- en el espacio político-ideológico que no es el de la izquierda?
Formulada esta discrepancia previa, y siendo muy juiciosas las apreciaciones transcritas, tiendo a pensar que los autores de esas líneas ofrecen además un cierto beneficio de la duda a la derecha española, y también a la continental europea, en la que todavía el eje del debate lo preside el viejo esquema izquierda-derecha y no el nuevo signo de los tiempos que refiere la controversia pública al populismo -de izquierdas o derechas- contra las ideologías de centro-izquierda y centro-derecha, y que obliga a quienes pretenden evitar el retroceso de la sociedad hacia los esquemas del proteccionismo tribal a reagruparse en torno a las banderas más posibilistas, aunque sean éstas escasamente atractivas. Buena parte de la sociedad francesa, por ejemplo, a pesar de su disgusto con las políticas de Macron, se ha visto obligada a votarle y así eludir un gobierno anti-europeísta y nacional-proteccionista; como decía el lúcido periodista e historiador Indro Montanelli: “Votaré a la DCI (Democracia Cristiana Italiana), pero tapándome la nariz”.
Ofrecen los autores el “beneficio de la duda” al -digamos- centro-derecha, porque considerar a estas alturas que este sector político no haya sabido presentar una alternativa institucional cultural alternativa al modelo de sus opuestos, supone conceder al espacio político liberal y conservador una posibilidad más que remota de combate, porque esa batalla no cuenta -nos podríamos preguntar si ha contado alguna vez- con ejército de tierra, mar, aire o procedimientos híbridos que presentar contra la izquierda, dicho sea en términos pacíficos y dialécticos.
La actual derecha española sólo parece considerar factible la conjugación de dos factores para su regreso al poder: la necesidad imperativa -higiénica, incluso- de desplazar de la Moncloa a su inquilino, y la presumible buena gestión en el terreno de la economía. Sin embargo, deberemos por fuerza considerar que el segundo de los citados argumentos -su probada excelencia en la administración de la cosa pública- debería sujetarse a revisión. No en vano, la experiencia del mandato por mayoría absoluta de Mariano Rajoy, nos demuestra que la deuda pública española aumentaba en 427.000 millones de euros, consecuencia de la generosa liquidez concedida por el BCE (el “whatever it takes”, “lo que haga falta”, de Mario Draghi), que aliviaría nuestras necesidades crediticias y financiaría nuestro desmedido déficit público; todo ello unido a un ajuste de caballo a modo de castigo a nuestras ya suficientemente mortificadas clases medias. A lo que habría que añadir que ese escenario parece definitivamente clausurado: el BCE dejará en breve de comprar deuda pública y la que emitamos tendrá que pagar un interés; lo que hasta ahora no ocurría, ya que sorprendentemente nos pagaban por prestarnos dinero.
La consecuencia de aceptar el marco cultural de la izquierda, a la que nos viene acostumbrando la derecha, supone aceptarse a sí misma como un paréntesis -generalmente breve- entre los más amplios periodos de gobierno de sus rivales; además de reducir su equipaje político a lo que en términos militares ocurre con el valor, que se le supone a cualquier soldado, por lo mismo que la eficaz gestión de la economía se le debería presumir a cualquier partido político (una y otra cualidad no siempre son ciertas, como ya conocemos sobradamente).
Pero no cabe atribuir a la derecha la entera responsabilidad por esta evidente deficiencia. Como también advierten los citados escritores, la renuncia es ante todo y sobre todo consecuencia de una sociedad que prefiere recorrer otros caminos antes de comprometerse, siquiera en corta medida, en contribuir a la formación del espacio público: una sociedad que no es civil porque evita organizarse y que considera que la democracia consiste únicamente en votar los días en que se abren los colegios electorales.
Pero la ciudadanía es otra cosa, no simplemente el nombre que adjudícanos a las personas de una comunidad que cuentan con el derecho de voto. La ciudadanía, organizada en grupos cívicos (asociaciones, fundaciones, centros de opinión, ateneos… y por qué no, también partidos políticos), es a la que incumbe buena parte de la responsabilidad de ofrecer esa alternativa cultural y exigirla a nuestros políticos.
Un compromiso que tenemos con la sociedad de la que formamos parte. Una tarea que -siquiera no resulte jurídicamente exigible- no admite dispensa de su obligatoriedad moral.
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