(Publicado en la revista “Avance para la Libertad” en su número de mayo de 2025)
El general, diplomático y político británico, Hastings Lionel Ismay (Lord Ismay), que sería el primer secretario general de la OTAN, señalaría que dicha organización se había creado para mantener a los rusos fuera, a los estadounidenses dentro y a los alemanes bajo control. Pero, más allá de ese ya conocido aserto, en realidad la OTAN se formaría para proteger a los países europeos de cualquier eventual agresión por parte de Rusia, con independencia del que fuera su régimen o denominación (comunista, despótica o neo-zarista).
La manera estrepitosa con la que ha estrenado su segundo mandato el presidente de los Estados Unidos nos ha planteado la pregunta fundamental que nos formulan los convenios internacionales; ¿cumplirán las partes los términos de. Los acuerdos, llegado el caso? O, dicho de otro modo, en el caso de un ataque militar por parte de un tercer país, ¿repelerán los socios esa agresión producida a cualesquiera de los firmantes? Más en concreto aún, ¿lo harán los americanos presididos por Donald Trump?
Seguramente que este es el punto más débil de la cadena que vincula a los países europeos con su seguridad, la defensa de sus valórese de su propio estilo de vida… lo que nos conduce a un debate de carácter existencial. ¿Deberíamos modificar nuestras prioridades?, ¿el proyecto de vida que hasta el momento presente hemos definido y emprendido ya no es válido? , ¿existe o no un efectivo paraguas norteamericano que nos proteja cuando arrecie la tormenta? Y la sucesión de preguntas no acabará con las respuestas que formulemos a esas cuestiones, vendrán otras: ¿cuánto nos costará todo eso?, ¿qué tiempo tendremos para encontrar una alternativa?, ¿esperarán nuestros eventuales enemigos a que estemos finalmente organizados o asestarán algún golpe de gracia en tanto que vamos por ahí corriendo más o menos como pollos sin cabeza?
Más allá del tenor literal del Tratado, es preciso subrayar que el acuerdo atlántico nacía precisamente para no ser aplicado. Es decir, que el potencial militar norteamericano, y el paraguas nuclear derivado del mismo, constituirían un nivel de disuasión suficiente para que otras terceras partes, presuntamente contendientes, no hicieran uso de la fuerza en contra de los socios de la OTAN. Pero hoy, las nuevas declaraciones y medidas propuestas por el inquilino de la Casa Blanca han generado serias dudas en cuanto a la credibilidad de este aserto.
Vayamos al Tratado. Lo que señala el artículo 5 es lo que sigue:
“Las Partes acuerdan que un ataque armado contra una o más de ellas, que tenga lugar en Europa o en América del Norte, ser considerado como un ataque dirigido contra todas ellas, y en consecuencia, acuerdan que si tal ataque se produce, cada una de ellas, en ejercicio del derecho de legítima defensa individual o colectiva reconocido por el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas, ayudar a la Parte o Partes atacadas, adoptando seguidamente, de forma individual y de acuerdo con las otras Partes, las
medidas que juzgue necesarias, incluso el empleo de la fuerza armada, para restablecer
la seguridad en la zona del Atlántico Norte. Cualquier ataque armado de esta naturaleza
y todas las medidas adoptadas en consecuencia serán inmediatamente puestas en
conocimiento del Consejo de Seguridad. Estas medidas cesarán cuando el Consejo de
Seguridad haya tomado las disposiciones necesarias para restablecer y mantener la paz y la seguridad internacionales”.
El texto acordado fue, como ocurre en todos los supuestos similares, fruto de un encuentro basado en un denominador común. Los europeos pretendían una redacción más clara, más rotunda, por lo tanto. Su objetivo era que todos los países respondieran a una agresión militar en los mismos términos proporcionales en los que se hubiera producido ésta. Sin embargo, el Congreso norteamericano prefirió una fórmula más ambigua, que es la que finalmente se incorporaría al acuerdo.
De esa manera, en el supuesto contemplado en el Convenio, cada país respondería al Estado agresor en los términos que considerara oportunos. No se trataría, por lo tanto, de poner soldados en el terreno (boots on the ground), ni siquiera el establecimiento de sanciones en contra del contendiente. Bastaría, incluso, con la remisión de un tweet de condolencia solidaria -algo así como ocurría con los antiguos telegramas de pésame- para cumplir con el texto del Tratado. No es entonces el Tratado lo que fallaría, sino la disposición del más fuerte de los aliados a actuar de manera solidaria, y contundente.
Habría también que diferenciar la Alianza Atlántica del Tratado de la OTAN, de la que éste trae su causa. Así como la Alianza nacía para defender ese elemento de cada vez más difícil definición práctica que es la democracia, el convenio que le seguía tiene un carácter militar. La Alianza, en cuanto tal y respecto de sus objetivos, puede decirse que está herida de muerte -si es que no se dirige con paso acelerado hacia el cementerio. Pero ese no es necesariamente el caso de la OTAN.
Lo cual constituye el nudo gordiano de la cuestión, ¿comparten los Estados Unidos de Trump una visión democrática como la que tenemos los europeos?, (¿la tenemos clara nosotros mismos?), ¿o hemos desterrado definitivamente -americanos y algunos europeos-, por obsoletos, los valores occidentales y la legislación internacional para adorar solamente al becerro de oro de los intereses comerciales?
Convendría que nos aclaráramos pronto de lo que tenemos entre manos.
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