Joaquín Romero se lo decía, a través de una confesión dirigida al público, pero referida a él, en la sala de un hotel de Valladolid. “Estoy de acuerdo en eso con Kavafis, lo importante no es Ítaca, lo que de verdad importa es el viaje…”
Es el viaje, en efecto. Y, para algunos, el viaje está formado por paisajes y edificios y obras de arte… o de la fealdad de los barrios inhóspitos, de los estercoleros y del mal gusto en general… o de vivir la vida para el famoseo, el servicio a los demás, la endogamia, quizás.
Pero más allá de todo eso, el viaje está formado por la gente que frecuentas a lo largo de tu vida, y las decisiones que adoptas en relación con ellas: el matrimonio, por ejemplo.
Y entre esas decisiones se encuentran los amigos que vas adquiriendo -y que te adquieren también-. Les tratas durante un tiempo, más o menos prolongado, y, aunque la intensidad del contacto recurrente se desvanece, subsiste aún el recuerdo grato de los tiempos pasados, de la confianza y de la confidencia. Y basta con que alguna excusa -o sin necesidad de ella- provoque de nuevo el contacto para que en muy pocos minutos todas las estructuras de la relación pasada emerjan de nuevo, como si el tiempo apenas detenido, volviera a marcar la misma hora entre ellos.
Todo eso recordaba Joaquín Romero cuando Juan - se trata de un nombre fictigurado- cerraba su comunicación con él porque ya la voz no le permitía articular palabra.
Juan padecía de una extraña enfermedad, contraída al parecer en uno de sus singulares viajes de reportero de guerra. Un malestar que se ponía de manifiesto a través de unas toses tan profundas que le cortaban la respiración y le obligaban a cesar su actividad, reclinando la cabeza, hasta que se recuperaba y, con su afabilidad habitual, volvía al punto en el que lo había dejado antes de la crisis.
“Cualquier día me moriré de esto…”, comentaba Juan, como si estuviera jugando a la lotería con la muerte. Porque lo hacía. Practicaba el submarinismo muy cerca de los tiburones, -sabe distinguir a los escualos más peligrosos de los que lo son menos- y a pesar de que es consciente que, si le sobreviniera un ataque de los referidos en esas circunstancias, podría perecer como consecuencia de un nuevo brote de su enfermedad o de una arremetida del cetáceo depredador, en ese mismo momento concluirían sus azarosos dias.
“De no ser porque mi hijo me ha encontrado inconsciente en mi lugar de trabajo, ya no estaría hablando contigo…”, asegura Juan a Joaquín Romero, “Pero no creas. No se sufre ninguna angustia. La muerte es algo muy dulce”.
Romero apenas consigue articular las consabidas palabras de ánimo, más que nada de aliento en este caso del ahogamiento que se había cernido sobre su amigo. Ese “te necesitamos” suena como un eco vacío ante las palabras de un hombre que ha aceptado ya que, el juego de esconderse cesa cuando la señora de la guadaña te da alcance, y no queda más remedio que entregarte a sus designios.
Y quizás confiar en que resulte un tránsito dulce. Como el de la mujer de Juan, que situada ella también en un trance irreversible, no quería regresar al mundo de los vivos. “Decía ella que está muy bien allí”, relataba Juan a Joaquín Romero en otra ocasión.
Será dulce, se estará incluso muy bien allí… pero el viaje sigue en todo caso. Y en tanto que dure no queremos que nuestros amigos nos abandonen. Estamos siempre dispuestos a renovar el contacto y a recordar los viejos tiempos o a emprender nuevos proyectos y oportunidades de relación con ellos.
Quizás porque la Ítaca de todos nosotros se corresponde necesariamente con ese momento dulce que refería Juan a Joaquín Romero. Juan, que ha aceptado llegar a su destino aunque en la primera oportunidad de que disponga se le vea embutido en su traje de submarinista y se dedique a nadar entre tiburones, que se parece bastante a jugar al escondite con la muerte,
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