Agradecimiento a la Sociedad El Sitio, a su Junta Directiva y a sus socios, y a todos los asistentes.
El premio Gregorio Balparda merece una incursión en el personaje. Una visita a un hombre y a una época, que -tanto hombre como época- son muy diferentes de las actuales. Algunos dirán que mejores, yo prefiero quedarme en que son distintas. Pero son ustedes los que tienen que opinar.
Bilbao tenía en 1935 -pocos meses antes de que Balparda fuera asesinado el último día de agosto de 1936-, 170.000 habitantes. Hoy cuenta con 345.000. Seguramente que la extensión del municipio no era la misma que ahora, y ya sabemos además, que Bilbao no es sólo una localidad, sino que forma parte de una conurbación (lo que en su día se llamaba “Gran Bilbao”, y que como consecuencia de los orígenes históricos del término, vinculados con el régimen dictatorial anterior, sería abandonada).
Y es que, como decía Unamuno, “el mundo entero es un Bilbao… más grande”.
Eran tiempos -ya digo- muy diferentes de los actuales. La gente moría de sarampión o de viruela, por lo que apenas llegaban a advertir los síntomas de las enfermedades cardiovasculares o del cáncer. ¿Y qué decir del COVID ‘19?, todavía los chinos no preocupaban ni ocupaban la menor atención de los bilbainos.
Y el mapa político de Bilbao era también muy diferente del de hoy. En los finales de la época de la Restauración -que es lógico situar entre los años 1876 -fecha de la Constitución canovista- y el golpe de estado del general Primo de Rivera de 1923-, el debate político o la confrontación electoral se producía entre monárquicos -Liga de Acción Monárquica-, socialistas -PSOE- y nacionalistas -PNV-. Hoy se podría decir que son dos las fuerzas políticas que contienden por el apoyo principal de los electores, las dos nacionalistas -PNV y Bildu-, con dos partidos políticos adjetivos -PSOE Y PP-, adjetivos aunque no necesariamente marginales.
Bilbao había vivido una eclosión económica e industrial que carecía de parangón en otros lugares de España. Resuelta la quiebra del Crédito de la Unión Minera -entre otras cosas por la mediación del Rey Alfonso XIII con el Banco de España- que se produjo en el año 1925, Bilbao y Vizcaya pasaban por ser consideradas un polo de referencia para el mundo de los negocios. Los apellidos y las empresas bilbainas no sólo se hacían sentir en su espacio local, sino que llegaban a financiar obras de envergadura en otros lugares de España, como ocurría en el Metro de Madrid.
Hoy, a pesar de que la industria constituye el sector económico de su actividad -por encima del 20% de su PIB-, han aparecido con fuerza el sector servicios, con especial avance del turismo -por encima del 5%-. Y ya la industria no se concentra en la construcción de acero o de barcos, los sectores industriales más fuertes de la economía vasca son la maquinaria, la aeronáutica y la energía.
Y tampoco la vida cultural de Bilbao le iba a la zaga. Además de la Sociedad El Sitio, que, como todos ustedes conocen era una sociedad recreativa y cultural, eran muy conocidas las tertulias del Lyon D’Or (traducción más o menos afortunada de la expresión francesa “le lit on dort”, por su cercanía a la estación del Norte, que hoy se llama de Indalecio Prieto). Por la tertulia de esa importante cafetería, presidida por don Pedro Eguillor, salvajemente asesinado en los Ángeles Custodios, también el año 1936, acudían gentes del pensamiento de Bilbao, como el Doctor Areilza, De la Quadra Salcedo o el propio Gregorio Balparda.
También convendría anotar la iniciativa de don Lorenzo Hurtado de Saracho en el año 1922 para la creación del Museo de Arte Moderno de Bilbao, en colaboración con la Diputación y el Ayuntamiento. Hoy se nos conoce más por el Guggenheim o por la A.B.A.O.
Es cierto que la crisis económica que se producía en los Estados Unidos, y a la que se calificaría como el “crack” del 29, tenía una larga cola que afectaría a España, y que en Vizcaya la organización sindical de la UGT producía conflictos laborales en defensa de los intereses obreros y a veces de los políticos del PSOE. Pero lo que impregnaba de manera más complicada la convivencia civil era la política.
La eclosión de la industria del acero, la construcción naval, y la creación de unos instrumentos de mediación financiera que consolidaron el crecimiento económico, no permitía olvidar que detrás de todo eso había quedado una sociedad tan aturdida por los cambios producidos que apenas se reconocía en lo que estaba advirtiendo. Al carlismo que protagonizaría los dos asedios que sufrió la Villa de Bilbao, le tomaría el testigo el nacionalismo vasco, que sería precisamente -diríamos ahora- un mix entre el carlismo histórico y el auge del nacionalismo catalán que Sabino Arana había conocido en su viaje a Barcelona.
El Bilbao liberal que había padecido y superado valerosamente los dos Sitios, se dividiría, tanto a la conclusión del uno como del otro. Hubo quien pretendió ofrecer algún argumento a los asediadores ofreciéndoles como compensación un Concierto Económico -que luego elevaría a rango legal don Antonio Cánovas del Castillo- y quienes prefirieron militar en un liberalismo auténtico, que pretendía que nada de lo que había quedado derrotado en el campo de batalla, en especial, los fueros medievales, debía quedar vivo.
Los primeros liberales -esos que podríamos calificar como fueristas- no sólo actuarían en el debate político como gentes que se aprovechaban de la situación para recuperar el ámbito fiscal singular que ambos conflictos habían derrotado, es que tampoco querían repetir las desastrosas consecuencias de los asedios sobre la Villa, que no sólo mataban a las gentes y perjudicaban la economía, es que rompían las familias y los vecinos de una sociedad tan pequeña como era la bilbaina.
En esta contraposición entre liberales, contraposición que resulta -forzoso es reconocerlo- muy habitual en este espacio político, emerge con una extraordinaria importancia la figura de Gregorio Balparda de las Herrerías. Un abogado encartado, de Valmaseda, que tuvo una primera idea tradicionalista de la política, pero que muy pronto abandonaría para engrosar el campo político liberal.
Balparda no sería sólo un activista político, se ocuparía también de estudiar la que él mismo pondría por título “Historia crítica de Vizcaya y de sus Fueros”, que se publicaría en tres volúmenes, el último en 1945, cerca de diez años después de su asesinato.
En el debate político, su conocimiento del asunto sería incontestable. Y así, cuando Indalecio Prieto intervenía en el Congreso de los Diputados sobre asuntos que hacían referencia a la historia de Vizcaya le pasaba notas a Balparda, explicándole que había preferido no entrar en la profundidad del asunto, ya que él -Balparda- conocía mejor la cuestión.
Convendría quizás realizar en este momento un apunte respecto de las relaciones entre el socialismo vizcaino y las derechas de esta provincia. Habría que señalar que existía un pacto no escrito entre unos y otros que sólo hemos visto recientemente en el País Vasco en abril de 2001 entre Jaime Mayor y Nicolás Redondo. Por este acuerdo, los socialistas no presentaban un candidato de envergadura por la margen izquierda-cuya circunscripción era la de Valmaseda-, en tanto que las derechas hacían lo mismo por Bilbao, favoreciendo así respectivamente las victorias de Balparda y de Prieto.
No se trataba, sin embargo, de un escenario totalmente pacífico, pues los nacionalistas intentaban en vano quebrar un acuerdo que se producía en su contra. Sota, que se había hecho con el control del PNV, utilizaría toda su influencia en dividir el voto entre las derechas y los socialistas, que eventualmente podría haberles beneficiado.
Era una época en la que el episodio de la compraventa de votos estaba presente en todas las convocatorias electorales. En Guernica, por ejemplo, las derechas invertían cantidades muy importantes con este objeto. Y donde no existía precio por el voto existía lo que se llamaba la “partida de la porra”, que significaba que a los electores que podían poner en peligro el éxito de las candidaturas -socialistas, en este caso- con mayores posibilidades en la circunscripción, según aparecían en el colegio electoral estos votantes se les advertía de las consecuencias que sobre su integridad física se les alcanzaría en el caso de ejercer libremente su derecho de voto.
Los medios de comunicación de la época han llegado también a registrar los opíparos menús que se ofrecían a los agentes electorales en aquellas jornadas, bastante más copiosos desde luego de los refrigerios que se adjudican a los apoderados e interventores en el día de hoy.
Para Gregorio Balparda el abandono de los liberales de lo que habían constituido sus valores de siempre, establecidos en los dos Sitios, y en buena medida arrojados en la cuneta, iban de la par con la industrialización y el arraigo del socialismo pero los liberales bilbainos habían abandonado el núcleo primitivo “para acabar vendiendo su primogenitura por el plato de lentejas de una mina de Somorrostro o un solar en el Ensanche, además, por miedo al socialismo se habían engrosado las filas del partido bizcaitarra, ‘híbrido engendro del carlismo hojalatero y la plutocracia antibilbaína’, y con la connivencia ‘del liberalismo antisocialista’, la tradición se había ido extinguiendo; forzados a acogerse a los partido extremos ‘los hombres de ideal, aquella masa media, antes enamorada de los destinos de su pueblo, orgullosa de su historia’ había devenido ‘una triste comunidad de enamorados del becerro de oro, por cobardía y por codicia’”.
El peligro no era entonces el socialismo. Para Balparda, el peligro de que ‘si no se conseguía hacer evolucionar al bizcaitarrismo, los beneficios que se le hiciesen con esta esperanza favorecerían su triunfo’ y es que, ‘al compás de las distinciones y mercedes’ que el Gobierno le había dispensado, junto al ‘efecto desconcertante y desmoralizador’ de tratar el nacionalismo en Vizcaya ‘con los honores de un partido de gobierno’, se había generado ‘una relajación, una crisis profunda del patriotismo en Vizcaya’ ‘no es posible ir más allá’ -aseguraba-, las llaves de una plaza que habían costado ‘tantas ruinas y la sangre de tantas generaciones’, no podían ser entregadas ‘a los enemigos de la dinastía, de la Libertad y de la Patria’ y si aquella estrategia continuara, ‘no podría llamarse ya política de atracción, sino política de traición’. Balparda finalizaba su discurso haciendo un llamamiento a la unidad liberal: ‘el enemigo es fuerte y tenemos la obligación de aunar nuestros esfuerzos’, y abogaba por ‘una organización común en que, sin que los republicanos dejéis de ser republicanos, ni los monárquicos dejemos de ser monárquicos, nos demos la mano por encima de esas diferencias en las formas de gobierno’.
Gregorio Balparda era un hombre vehemente. Dispuesto a contar sus tesis y a cantarles las cuarenta a quienes estuvieran o no dispuestos a escucharlas. Así, no dudaba en atravesar la calle Gran Vía -él vivía enfrente de la Diputación- cuando observaba que por esa parte de la avenida pasaba un egregio nacionalista. “Usted es un nacionalista y yo un liberal, nunca llegaremos a entendernos”, le espetaba a su atónito interlocutor.
Concluido el periodo de la Restauración y producido el golpe de Primo de Rivera, cuando en la Sociedad El Sitio se valoraba la posibilidad de ofrecer un homenaje al dictador, señalaría Balparda que, si así se hiciera, la Sociedad seguiría siendo una sociedad recreativa, pero dejaría de ser una sociedad liberal.
Gregorio Balparda rechazaría incorporarse a los políticos que actuaron a lo largo de los cinco años en los que permanecería vigente la República española, a pesar de los ofrecimientos que se le hicieron en este sentido, como en su día me contaba José María Areilza. Pero su actividad como conferenciante no se interrumpió.
Mantendría una severa distancia Balparda con respecto a la autonomía del País Vasco, que el texto de la Constitución de 1931 amparaba, Para él, la Tierra Llana de Vizcaya había mostrado su deseo de no depender de un poder intermedio, sino de la Corona directamente; en el ámbito económico, la siderurgia del hierro y el puerto de Bilbao, elementos fundamentales, señalaban la "interdependencia y estrecha colaboración de Vizcaya en Castilla y con Castilla, luego con todas las Españas de ambos mundos" una trayectoria de "españolidad, castellanidad, universalidad", que el proyecto estatutario podía quebrar, creando "fronteras no sólo morales sino económicas", y convirtiendo "el centro mercantil e industrial más importante de todo el norte de España en un arrabal de ese artificioso 'Estado Vasco'". Balparda, al igual que el maurista Lequerica, consideraba que el régimen liberal y el Concierto Económico constituían el mejor “statu quo” para los vascongados de la época, una idea que también el monarquismo vizcaino había defendido históricamente a través de la publicidad y de la movilización social en torno a la renovación del Concierto.
En una conferencia acerca de las autonomías que pronunció Balparda a finales de 1932, abandonaba la perspectiva local para enmendar la plana al nuevo régimen por su gestión del problema; tras preguntarse sobre los efectos que podría tener "el retroceder en una integración nacional milenaria, obra espontánea y progresiva de la ingénita tendencia de todas las sociedades humanas a crecer en círculos más amplios", consideraba que "la opinión que había traído a la República deseaba (...) volver al régimen de libertad política, de justicia social, de orden en los negocios públicos, de prosperidad creciente, de engrandecimiento nacional", que, con no pocos contratiempos y quebrantos, se había alcanzado gracias a la Revolución liberal; completar la labor de ésta constituía -en su opinión- la aspiración de la República con sus compromisos, "pero sin derogar las conquistas liberales".
Distanciado ya de la actividad política pública, Balparda vería con enorme desagrado la evolución de los acontecimientos. Y cuando se produce un nuevo golpe de estado, el del general Franco, su preocupación por la deriva de una República que ya las izquierdas largocaballeristas han periclitado como antesala de un cambio de régimen que conduce de manera inevitable al socialismo, Balparda cede ante lo que considera un mal menor. Y cuando se le solicita que actúe como fiscal en un procedimiento abierto contra un general sublevado en San Sebastián, se da de baja como miembro del Colegio de Abogados de Vizcaya y se queda aguardando lo que deba ocurrir.
Detenido durante siete días en los bajos de lo que luego sería Instituto Público de Enseñanza de Bilbao, sería conducido más tarde a uno de los barcos prisión requisados con ese objeto, el Cabo Quilates. El otro era el Altuna Mendi. Los dos fondeados en la ría de Bilbao. El 31 de agosto de 1936 sería asesinado, el primero de los que acabarían sus vidas en ese barco. Una cruz blanca a la altura del municipio de Erandio se erige en recuerdo de lo que allí ocurrió. Más hacia la desembocadura en el Abra, está la cruz que recuerda a los asesinados del Altuna Mendi.
Alli quedó este hombre liberal, de una pieza, insobornable, bilbaino y español.
Muchas gracias.
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