sábado, 13 de julio de 2024

De los extremos

En un acto celebrado en Madrid este mismo verano de 2024, cuando el termómetro aún respetaba a nuestros organismos, escuché la distinción entre los extremos políticos que formulaba una joven panelista. Según ella, aceptando que los dos son extremos, hay unos que defienden derechos, los otros los conculcan.


Es cierto que, en lo relativo a la opinión, cada uno puede establecer quién le cae mejor y quién peor en el debate público, y que tampoco es necesario que siempre esté en el centro la virtud -aunque pienso que la mayoría de las veces ocurre así-. Otra cuestión son los extremos, que se parecen bastante en su intransigencia, su sectarismo y su pretensión de que la verdad les es siempre atribuible.


Es posible además que la tesis defendida por la panelista en cuestión se haga buena por obra y gracia del ejemplo que nos ha suministrado la segunda vuelta de las elecciones francesas, dado que ha sido el mismo centro político el que ha ofrecido la victoria a la extrema izquierda. Paradojas de la vida... la polarización conduce a resultados insospechados, el centro, llamado a representar la voluntad mayoritaria de la ciudadanía, se convierte en un aliado de uno de los extremos. Por supuesto que no cabe desligar este hecho puntual de la realidad de un sistema polarizador en sí mismo -como es el fundado por el general De Gaulle para quien la máxima principal era el "o yo o el caos", y el medio para confirmar su poder era la democracia directa, los referendos -lo que Mitterrand denominara "el golpe de estado permanente".


Salvados los casos -más propios de las circunstancias- que la lógica nos señala como inverosímiles pero la realidad nos devuelve como ciertos, queda la formulación de la teoría como un elemento apriorístico que conviene no olvidar; algo así como nos ocurría en nuestra ya antigua formación pre y universitaria, en la que la teoría apenas tiene utilidad aplicable en la práctica, pero conviene tenerla siempre, por lo mismo que uno no advierte los cimientos de una construcción cuando contempla el edificio, pero su solidez tiene siempre su base en aquéllos. 


Y la teoría nos dice que no hay extremos buenos. Los habrá -eso sí- algunos que sean más peligrosos que otros, según las circunstancias; aunque al cabo, todos devienen en un peligro para la convivencia. Llevan consigo el estigma del autoritarismo y, con frecuencia, pueden derivar hacia posiciones totalitarias. 


Su instrumento de acción más propio consiste en la conculcación de los procedimientos de control democrático. Anulan primero al propio gobierno, convirtiéndolo en simple emanación del líder; desdibujan después al parlamento, haciendo de él una simple correa de transmisión del ejecutivo; colonizan al poder judicial, con personas de la obediencia ciega del partido; amenazan a los medios de comunicación díscolos, en tanto que ofrecen cobertura logística y apoyo financiero a los afines; y continúan con su tarea de anular la eficacia de cualquier institución de control que no esté disciplinadamente alineada con ellos.


No importa mucho que detrás de esas prácticas se encuentre un discurso xenófobo o antiliberal -o ambos- porque en los dos casos sus emisores se sitúan en contra de los derechos civiles y de la democracia. Además, no es cierto que unos declaren derechos y otros lospretendan eliminar, porque los derechos emergen de las demandas sociales y son reconocidos por la misma sociedad, mucho antes de que la clase política advierta -generalmente a través de sondeos de opinión- que existe una determinada demanda no satisfecha aún.


Los derechos de unos deben quedar vinculados siempre a los derechos que también asisten a otros. El derecho a la diversión, por ejemplo, debe reconocer el correlativo derecho al descanso. 


En lo que se refiere a las actitudes xenófobas que se vienen produciendo en España y en buena parte de los países de Europa, conviene precisar que, si bien está lejos de quedar demostrado que el fenómeno migratorio suponga un incremento de la delincuencia, lo que debería explicarse es, por una parte, que la aportación de esa población resulta esencial para nuestra economía (según un estudio de la Fundación La Caixa de 2019, supone cerca de un 10% de aportación a nuestro PIB) y las pensiones del futuro; y que, en todo caso, es deber de las autoridades la garantía de la seguridad de toda persona que se encuentre en nuestro país. La inmigración no pone en peligro entonces ningún derecho, es más, garantiza a corto, medio y largo plazo, el funcionamiento del sistema. Que en algunos países no hayan podido/sabido integrar al conjunto de la población en un proyecto común no es algo que se deba reprochar únicamente a esa parte de la ciudadanía.


No son más importantes los derechos de unas minorías que los de otras, al menos en la percepción que de ellos tengan los sectores afectados. Es misión de la política -de la buena política- cohonestar los derechos de unos y de otros, integrando en su respuesta, en lo posible, todas las sensibilidades.


Por eso, volviendo al ejemplo francés, quizás no ocurra que Marine Le Pen sea peor que Mélenchon, sino que su partido tenga mayor unidad y determinación que las heterogéneas huestes del Nuevo Frente Popular. Veremos como resuelve Macron esa papeleta...

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