domingo, 29 de diciembre de 2024

La secta de la sangre

 Vivimos en un mundo en el que las posiciones contrarias, los "antis", proliferan y se ayudan, sin solución de continuidad, con los pensamientos pretendidamente "buenistas". Es un ámbito en el que, de modo inevitable, los criterios de cada grupo, clase social, partido... son los válidos, en tanto que los que se les oponen, se ven denostados de manera inevitable.


Y nos instalamos también por lo tanto en la idea de que, determinados defectos que se producen de forma generalizada en algunos lugares, no afectan a otros. España no es un país racista, se nos asegura, como ocurre por ejemplo en los Estados Unidos, en los que a pesar de tantos años transcurridos desde la abolición de la esclavitud por Abraham Lincoln, en 1863, aún sigue siendo cuestión no resuelta.


No es, el racismo, tampoco cuestión que afecte solamente a los blancos respecto de los negros en ese país. En su reciente biografía sobre Martin Luther King, Jonathan Eig narra el episodio del fracasado noviazgo del que sería activista por la conculcación de las barreras establecidas contra las personas de color. Su novia era blanca, y eso perjudicaría gravemente a su pretensión de convertirse en predicador, le objetarían sus padres.


Y no es caso de que España no sea un país racista. Más allá del supuesto de los gitanos -que es también un caso de racismo de doble direccion- existe el que yo me atrevería a calificar como la xenofobia de la "secta de la sangre". Se trata de un comportamiento que apenas se oculta y que anida en determinados sectores sociales, para los cuales, cierto origen social se diría que ofrece amparo suficiente contra las vicisitudes con las que nos vamos a enfrentar a lo largo de la vida. Se trata de una  “cultura" de clase social, fabricada de prejuicios y de artificios, establecida en homenaje tribal a una determinada categoría en la que los apellidos que se conocen, ya que remiten a ancestros con los que se ha tenido relación o a alguien de referencia que ya la tuvo, bastarían para garantizar el éxito de la relación.


Se comprende hasta cierto punto que está tribu de la hemoglobina se establezca en función del interés de los cónyuges o de sus familias. En mi País Vasco de origen no dejaba de resultar frecuente que determinadas familias unieran sus relaciones a las de otras, anudando o estableciendo de esa manera intereses comunes entre las industrias siderometalúrgicas, navieras o financieras, convirtiendo en económicamente inatacable -y políticamente invencibles- esas alianzas. Pero eso ocurría en el siglo XIX y en los primeros años del XX. Hoy esa región de España se parece poco a lo que fue y resulta preciso superar el filtro de Sabin Etxea para medrar siquiera un poco. No falta mucho para que sean los de Bildu los que dominen la economía y no sólo…


Desaparecido el ámbito del interés, se mantiene sin embargo el componente sanguíneo que integra la secta. Y no sólo en el País Vasco, ni siquiera a nivel nacional, la escala se eleva a otros países y a otras culturas. Es el inevitable recurso al "nosotros" que es equivalente al "no-a-otros".


Debido sea reconocer que los matrimonios de conveniencia se practican porque funcionan. En la India, por ejemplo, es habitual que sean los padres los que acuerden las parejas de 

sus hijos, lo hacen siguiendo los criterios que igualan las condiciones de una con el otro. El amor se ve sustituido así por el respeto, y quién sabe si a lo largo de la vida del matrimonio surgirá algo más -¿el amor?- en algún momento. Pero ya sabemos que la India es el paradigma de la sociedad de castas; vale decir, de tribus, de sectas. Los baluartes que separan una situación social de otra son infranqueables y la condición originaria persigue a sus integrantes como una losa a lo largo de toda su vida.


Pero si algo hemos resuelto, aunque sea con carácter provisional -todo en estos tiempos se ve sujeto a revisión- es la supremacía de la persona sobre el grupo. Es el individuo el objeto principal de las sociedades occidentales libres -o más o menos libres-, es el ciudadano el sujeto de derechos -y obligaciones también, aunque este último asunto se nos pasa por alto en demasiadas ocasiones, y el sujeto que, junto con el resto de sus iguales, integra la soberanía nacional. Y aunque soy bastante consciente de que todo lo que expreso se encuentra en fase -espero que no irreversible- de decadencia, se trata de un paso fundamental de la civilización éste del imperio de la persona respecto del grupo.


Por eso reivindico la idea de que uno no establece relaciones con un grupo o una clase social. Lo hace con las personas que los integran uno. Uno no es amigo -enemigo o indiferente- respecto de una clase, de una tribu, o de una secta... lo es de una persona, que tiene sus virtudes y sus defectos, y que está dispuesta a compartir con él algún momento, quizás una vida entera. Reivindicar a la persona constituye, a mi modo de ver, la mejor de las maneras de establecer el vínculo que nos aleja de la frustración de la soledad no elegida, que nos permite integrarnos de la única de las maneras que conozco con una sociedad como elemento que aglutina las diversas individualidades.


Parece inútil advertir que uno no se une en un desayuno con toda una clase social, y no tiene que discutir si prefiere en éste el té o el café, la tostada con aceite de oliva o con mantequilla, el zumo de naranja, una pieza de fruta o nada de eso... y así con el resto del día y la noche que le sigue. Ya resulta bastante complicada la vida, si al sumatorio agregado de las familias de los seres que con nosotros comparten sus vidas es preciso integrar esos que separan la sociedad entre las agrupaciones que no son de nuestra sangre -sin perjuicio, desde luego del RH que tengan- y las que lo son y, por lo tanto, no hay quien las mejore...


Por supuesto que, en la era de la globalización y de las becas Erasmus, los hijos se nos presentan a veces con parejas cuyos antecedentes familiares ni siquiera nos atreveríamos a indagar. Y es que la “secta de la sangre” -al igual que otras pretendidas certezas que algunos mantenían contra viento y marea- no cuenta con muchas posibilidades de supervivencia en los tiempos que corren,.


domingo, 22 de diciembre de 2024

Ríen à jetter

 

Cuando oí por primera vez esta canción de Georges Brassens me quedé -como resulta lógico- con su estribillo. En aquellos años en que maduraba el siglo XX resultaba habitual plantear cuestionarios a través de cuyas preguntas cabía inferir la personalidad del entrevistado. En alguna de ellas se formulaba la inevitable cuestión acerca de las tres cosas que la persona que atendía la conversación se llevaría a una isla desierta. Con frecuencia las respuestas eran prácticas, a veces ingeniosas, hasta provocativas en otros casos. La del poeta y cantante francés me parecía la más sensata entre las que yo había conocido hasta entonces: es muy sencillo, a una isla desierta hay que llevárselo todo. Y no deja de ser cierto, ¿por qué tenemos que prescindir de tantas cosas que nos son necesarias o útiles, de personas o de objetos con los que nuestra vida cotidiana se ha ido dotando y cuya prescindibilidad nos plantearía un disgusto cierto? Más valdría al entrevistador preguntar sobre qué cosas no se llevaría uno a esa isla, porque seguramente uno tiene más evidencia de lo que le sobra, le fatiga o le produce pereza -cuando no lo odia, simplemente- que de las cosas que de forma directa o indirecta le son necesarias.


Pero la lectura del poema que da contenido a la canción dice otra cosa diferente. Y es que, siendo el objeto del amor una persona de características tan maravillosas como las que describe Brassens, ¿cómo vamos a rechazar una sola de éstas?


Todo es bueno en ella, nada hay que arrojar -señala el,estribillo-, a la isla desierta todo hay que llevar. Y es que esa isla del poeta es -somos- nosotros mismos, nuestra soledad, cuando hemos renunciado o nos ha sido impuesto el régimen de clausura. Entonces nos ocurre que en el caso de que te encuentres con esa maravillosa persona, tanto que de nada de ella te podrías desprender, esa isla, por fortuna ocupada ya, no es susceptible de renunciar a cualquier cosa que de ella proceda.


Dicho del modo castizo y rural como lo expresaban los aldeanos de mi tierra originaria -y les pido perdón por adelantado en el caso de que moleste alguna sensibilidad en ustedes-, “el cerdo es como la Virgen, no tiene desperdicio…” Tampoco lo tiene la musa de Brassens.


Pero vayamos a la canción en la versión traducida y en la original.


Sin sus cabellos que vuelan

Tendría, con seguridad,

Dificultades sin cuenta

Para saber por donde el viento va..


Todo en ella es bueno, nada hay que arrojar

A la isla desierta, todo hay que llevar.


Me pregunto yo qué hacer

Sin sus mejillas preciosas

Siempre prestas a ofrecer

Las manzanas más prodigiosas


Todo en ella es bueno, nada hay que arrojar.

A la isla desierta, todo hay que llevar.


Sin su cuello y su almohada,

Mi cabeza, al caer,

Yacería en la nada,

¡Qué incómodo debe ser!


Todo en ella es bueno, nada hay que arrojar

A la isla desierta, todo hay que llevar.


Sin sus fuertes caderas,

¿Cómo sostenerme mañana,

Si al perder mi equilibrio,

No me sostengo en nada?


Todo en ella es bueno, nada hay que arrojar.

A la isla desierta, todo hay que llevar.


Tiene mil cosas más,

Que me son fabulosas,

Mas no me es posible mostrar

Esas partes tan hermosas.


Todo en ella es bueno, nada hay que arrojar,

A la isla desierta, todo hay que llevar.


De los encantos suyos

Prefiero no alardear,

Lecciones de anatomía

Mejor buscad en otro lugar.


Todo en ella es bueno, nada hay que arrojar

A la isla desierta, todo hay que llevar.


Y su orgullosa debilidad 

Toda entera la mantiene 

Y jamás permitirá 

Aun en trozos se la frene.


Todo en ella es bueno, nada hay que arrojar

A la isla desierta, todo hay que llevar.


Es ardiente, como la hoguera

Aunque sensible al detalle,

Hay que tomarla entera

O dejarla que estalle.


Todo en ella es bueno, nada hay que arrojar.

A la isla desierta, todo hay que llevar.


Sans ses cheveux qui volent

J'aurais, dorénavant

Des difficultés folles

À voir d'où vient le vent


Tout est bon chez elle, y a rien à jeter

Sur l'île déserte il faut tout emporter


Je me demande comme

Subsister sans ses joues

M'offrant de belles pommes

Nouvelles chaque jour


Tout est bon chez elle, y a rien à jeter

Sur l'île déserte il faut tout emporter


Sans sa gorge, ma tête

Dépourvue de coussin

Reposerais par terre

Et rien n'est plus malsain


Tout est bon chez elle, y a rien à jeter

Sur l'île déserte il faut tout emporter


Sans ses hanches solides

Comme faire, demain

Si je perds l'équilibre

Pour accrocher mes mains


Tout est bon chez elle, y a rien à jeter

Sur l'île déserte il faut tout emporter


Elle a mille autres choses

Précieuses encore

Mais, en spectacle, j'ose

Pas donner tout son corps


Tout est bon chez elle, y a rien à jeter

Sur l'île déserte il faut tout emporter


Des charmes de ma mie

J'en passe et des meilleurs

Vos cours d'anatomie

Állez les prendre ailleurs


Tout est bon chez elle, y a rien à jeter

Sur l'île déserte il faut tout emporter


D'ailleurs, c'est sa faiblesse

Elle tient ses os

Et jamais ne se laisse-

Rait couper en morceaux


Tout est bon chez elle, y a rien à jeter

Sur l'île déserte il faut tout emporter


Elle est quelque peu fière

Et chatouilleuse assez

Et l'on doit tout entière

La prendre ou la laisser


Tout est bon chez elle, y a rien à jeter

Sur l'île déserte il faut tout emporter



domingo, 15 de diciembre de 2024

Un reloj para las ocasiones

 Conozco a Enrique desde hace algún tiempo, pero no demasiado. Y he de decir que no se cumple con él esa norma general de la vida que nos advierte de que los amigos se hacen en los primeros años, y lo que viene después son sólo gentes que se distinguen del resto por su mayor conocimiento y aprecio. Se diría que la amistad florece en el desinterés y se ahoga en su contrario.


No ocurre eso, por lo tanto, con Enrique. A pesar de lo relativamente reciente que fue nuestro primer encuentro, he encontrado siempre en él la lealtad incondicional de los amigos antiguos, a la que se une una conversación siempre estimulante y una atinada visión de los asuntos que a todos nos afectan -esos de lo público, que tantas contrariedades nos proporcionan.


Resulta inevitable que incorporemos en nuestros encuentros el relato de nuestras respectivas familias. Y en él está siempre el del menor de sus hijos que, pese a su corta edad, ya va pasando por la vida dejando una impronta que va adquiriendo un carácter imborrable.


Empezarían las confesiones de Enrique sobre su hijo (al que adjudicaré provisionalmente el nombre de David) con la anécdota del reloj que le regalaban sus padres. Aunque el chico ya tenía uno, seguramente más convencional, David quería otro. "¿Para qué otro?", le preguntaron. Y el muchacho contestaría muy convencido:


- Este que os pido es para las ocasiones...


Las "ocasiones" de David han sido -según me cuenta su padre y yo alcanzo a entender- las de sumergirse en la vida como si se tratara de una piscina en un día de calor, dejándose empapar por el agua, disfrutando de cada uno de los días que te ofrece... 


Y David ha sabido -con un conocimiento que no resulta en absoluto común- que la vida que importa son los demás, la gente que sufre en silencio y la que canta y ríe. Y por eso ha aprendido a ser solidario, porque la mayor felicidad es la que siente el que ofrece, el que no pide nada a cambio de lo que hace por los otros. Advierte que una amiga está concibiendo pensamientos autodestructivos y discurre la manera de hacérselo saber a sus padres sin que ella se entere; y vigila la eficacia de la acción paterna, desde la distancia, por si en algún momento tiene que recuperar sus gestiones.


Y a David no le ha sido necesario practicar un curso para descubrir los métodos imprescindibles para hacer las cosas por sí mismo. Poqué él ha autogestionado sus grabaciones de música rap. Y lo ha hecho todo: letras, música, interpretación, producción de vídeo y emisión en las redes sociales. Y yo, que no soy un experto en este tipo de música, les puedo asegurar que el producto final es notablemente estimable.


David juega con sus compañeros. Y no hace distingos de raza, nacionalidad de origen, ni de clase social. No hace falta que nadie le lea la declaración de los derechos del hombre para saber que todos los hombres son iguales, ni conocer la historia de Martin Luther King para comprender que el color de la piel no genera derechos ni proporciona desventajas por sí mismo. Y cuando llegan sus vacaciones se integra en un equipo de fútbol en el que juegan todos, compiten todos y se divierten todos en esa amalgama de identidades varias en la que también se ha convertido Alemania. 


David es un joven de nuestro tiempo. Vale decir que es un hombre de los tiempos que han de llegar, que en realidad están ya entre nosotros. De un país -de unos países- que, si se mantienen vigentes, lo será por el mestizaje de culturas y de la diversidad de opiniones. De una España que necesitará de personas como David, que hayan aprendido a aglutinar a un conjunto heterogéneo de individualidades proyectadas hacia objetivos comunes y compartidos por la gran mayoría. Gentes que no hayan bebido del caldo de cultivo de la polarización sino de la fértil copa de la fusión.


Necesitamos a muchos como David. Los necesitamos para sustituir a unas gentes que viven en una burbuja esterilizadora y que dicen representarnos políticamente, una clase política clientelar y extractiva que pretende perpetuarse de manera permanente. Gentes como David que viajan a Valencia armados con sus palas, calzados en sus botas de goma y que enarbolan su voluntariado allá donde las instituciones y quienes las encarnan se baten en retirada.


No me extrañaría que, en nuestro próximo encuentro, Enrique me informe de que David se encontraba en esa leva de voluntarios que han viajado a Valencia... porque ese reloj "para las ocasiones" se ha empeñado en dar la hora sólo en Paiporta.