domingo, 23 de julio de 2023

La mayoría de edad europea

El profesor Timothy Garton Ash ha escrito recientemente en la revista Foreign Affairs un artículo titulado “How the War in Ukraine Is Transforming Europe”. En él afirma:


“La mayoría de los europeos retroceden ante el término ‘imperio’, considerándolo como algo perteneciente a un pasado oscuro, intrínsecamente malo, antidemocrático y antiliberal. De hecho, una de las razones por las que los europeos han estado hablando más sobre el imperio recientemente es el surgimiento de movimientos de protesta que piden a las antiguas potencias coloniales europeas que reconozcan, y reparen los males cometidos por sus imperios coloniales. Por eso, los europeos prefieren el lenguaje de la integración, la unión o la gobernanza multinivel. En The Road to Unfreedom, el historiador de Yale, Timothy Snyder, caracteriza la contienda entre la UE y la Rusia de Putin como ‘integración o imperio’. Pero la palabra ‘integración’ describe un proceso, no un estado final. Contraponer los dos conceptos es como hablar de ‘viaje en tren versus ciudad’; el método de transporte no describe el destino”.


Más allá de las posiciones que mantengamos los europeos de hoy en relación con nuestro pasado colonial -cuya consideración merece seguramente un comentario específico- no deja de resultar sugestiva la opinión del profesor británico. ¿Qué quiere ser Europa, un imperio? Desde luego no un proceso, como sugiere acertadamente Garton-Ash. La integración no puede constituir más que un medio para conseguir una finalidad, como le ocurrió a los condados y principados alemanes, que sólo convergerían en un único país en el año 1872; o al Reino de Italia, que fue el nombre asumido el 17 de marzo de 1861 por el Estado surgido tras la unificación nacional italiana, después de un proceso iniciado en 1848.


De manera que la formación de las unidades territoriales descritas, y de otras, basadas en una lengua y una historia que forjaría lazos comunes, tendría un propósito definido: la creación y consolidación de una unión nacional que tuviera la suficiente consistencia y fortaleza para ser respetada en el concierto de las naciones, en el que hacer oír su voz en la defensa de sus intereses.


Europa -como repite a menudo mi amigo, el profesor Sosa Wagner- no pretende ser una nación, y ninguna falta hace que lo sea; tampoco una nación de naciones, como algunos preclaros dirigentes políticos quieren que sea España; y tampoco, desde luego, un imperio dispuesto a colonizar territorios anclados en costumbres ancestrales, desconocedores de las tecnologías modernas y que se expresen en lenguas nativas que sólo ellos y algunos estudiosos conocen. No, no lo quiere porque, entre otras cosas, resultaría, además de anacrónico, irrealizable.


Europa es un artefacto raro, un “objeto político no identificado” -que decía Jacques Delors-… pero se trata de un artilugio establecido para organizar la paz entre sus miembros, basada ésta en el respeto a los derechos democráticos y en un razonable estado protector del bienestar social. Su influencia exterior se concreta en un poder blando susceptible de convencer por el ejemplo de sus actuaciones a las gentes de otros países a través de un comercio justo que hunde sus raíces en los mismos principios que forman sus señas de identidad.


Por supuesto que esa situación ha sido amparada históricamente por el paraguas de la seguridad establecida por los Estados Unidos a través de la OTAN. Sin embargo, los movimientos políticos de nuestro socio protector al otro lado del Atlántico nos advierten de que nuestro modo de entender la convivencia debería depender más de nosotros que del gigante americano. Y no se trata sólo del advenimiento del populismo trumpista, ya desde hace tiempo preocupa a nuestro potente socio más la amenaza de China que la que pueda llegar del este de Europa, por mucha agresión de Ucrania que estemos atravesando.


De manera que a ese actor global que pretendemos llegar a ser no le es suficiente con declamar el papel que le dicten los guionistas de Bruselas, inspirados siempre en la “bona fides” de quienes andan por la vida con la cara de no haber roto nunca un plato. Como decía Gabriel Celaya, “maldigo la poesía de quien no toma partido/partido hasta mancharse”.


Porque quizás le haya llegado al proyecto europeo -cualquiera que sea su identidad, importa poco con qué nombre la bautícemos- el momento de “mancharse” en los escenarios internacionales defendiendo nuestros intereses. Protegiendo, en el este, a los países que recuperaron su independencia del oso soviético, en especial en el caso de Ucrania, toda vez que el futuro inquilino de la Casa Blanca pueda mudar de la Trump Tower o de Mar-a-Lago a la señorial residencia de Washington. Y en su vecindad sur, donde el Magreb amenaza constantemente con el envío de pateras o con la exportación de terrorismo yihadista.


Una política de seguridad -e internacional- deberá ser el principio de la consumación del proyecto europeo y la base fundamental de las propuestas de los partidos europeístas en las próximas elecciones de 2024.


Llamada a madurar, Europa debería asumir la nueva situación geoestratégica y su papel insustituible en el escenario internacional. No es posible ni deseable confiar siempre en el paraguas norteamericano, sin perjuicio, desde luego, que nuestra política atlantista no deba ponerse en cuestión, con los acentos propios que consideremos necesarios.


Más allá de la preocupación más o menos compartida por el pasado colonial e imperial de los países que componen la actual Unión Europea, creo que ha llegado el momento de acelerar la consolidación de ese actor global, que disponga de voz propia y que esté dotado de una defensa que nos permita ser identificados como una comunidad que se hace respetar.


Quizás en eso consista nuestra mayoría de edad.

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