lunes, 19 de junio de 2023

Líderes que unen, dirigentes que separan

Han existido en la historia dirigentes políticos que apelaban en sus discursos a cautivar a la gente apelando a sus sentimientos, ya fueran éstos los que corresponden a su bonhomía y su espíritu solidario, o, por el contrario, y lo que es bastante peor, al odio, al victimismo o la venganza.

Edward Achorn (“Every drop of blood”) describiría al presidente republicano, Lincoln, como un orador que se refería a los valores compartidos por los ciudadanos estadounidenses, y al poder moral que emanaba de los principios expresados por la Declaración de Independencia. El citado presidente estaba convencido -siempre según el citado autor- de que la mejor manera de persuadir a las gentes era respetar sus ideas propias y reconocer así que podrían tener razones justas para estar en desacuerdo con él.


El respeto, la cortesía, la educación… constituyen, desde luego, las mejores maneras con las que un político debería dirigirse a los ciudadanos. Un tratamiento que excluye cualquier apelación al instinto, evocando, eso sí, los valores que nos hacen teóricamente superiores a otras especies: la solidaridad, la justicia, la libertad y la sujeción a la ley.


“Si quieres ganar a un hombre para tu causa, -decía Lincoln en el año 1842- primero convéncelo de que eres su amigo sincero”.


Los tiempos políticos han cambiado mucho. Hoy en día, los dirigentes que nos animan a que depositemos nuestra confianza en ellos no lo hacen generalmente con el afán de unirnos en una empresa, en un objetivo común; se producen, en lugar de eso, desde la descalificación del contrario, erigiendo una barricada enfrentada contra él. El nosotros entonces, engloba sólo a la parte de la sociedad que representa -o dice representar- el orador de turno, a la que instiga en contra de la otra: esa actitud conduce de manera irreversible a la polarización política y a la imposibilidad de crear posiciones intermedias que moderen el radicalismo que está inserto en un paisaje político de extremos.


Todo vale entonces para allegar recursos al particular convento de los dirigentes populistas, que lo son porque han edificado su singular imperio a bases iguales de respuestas sencillas y de enfrentamientos ciudadanos. Captada así la consideración y la influencia sobre los suyos, no sorprenderá, entonces, que la imputación delictiva de un candidato aflore en la ampliación de recursos para su campaña, o que la obscena exhibición televisiva de documentos presuntamente secretos en el cuarto de baño de un expresidente, a los que tendrían un fácil acceso los amigos que reciba éste en su residencia de Mar a Lago -según informa el semanario británico The Economist-, unos convidados que no han debido seguramente de pasar ningún control, no le supongan, sino al contrario, reducción alguna en sus expectativas electorales.


Remontarse a la mejor tradición del Partido Republicano no es sólo evocar el poder persuasivo y racionalista de Lincoln, es también recordar, más recientemente, el espíritu integrador de Reagan o la profesionalidad y la experiencia de Bush padre. Y es criticar el auge del populismo y de sus nuevos representantes en la escena política. Porque, además de estos arrogantes dirigentes, hubo otros que pretendían devolver el protagonismo a una América fuerte, la lucha sin desmayo contra la corrupción que supuestamente corroía a la ciudad de Washington DF (donde las tres “b”, beefsteak, bourbon, & blondes, imperaban), y la representación de la gente común y corriente, desplazada por el sistema. Se trataba de Andrew Jackson y fue el séptimo presidente de los Estados Unidos.


Por supuesto que el sistema democrático produce este tipo de elementos, pero también genera sistemas reactivos suficientes para curar estos excesos. Si el liberalismo representativo perdura es precisamente porque, junto a dirigentes divisores, existen líderes integradores, y, además de unos y otros, existe una sociedad civil potente que vigila los comportamientos de los políticos. Ya Alexis de Tocqueville se asombraba de su pujanza y describiría sus características en su obra seminal, “La Democracia en América” (1835).


Es verdad que muchos sociólogos y ensayistas en general nos vienen advirtiendo del progresivo debilitamiento de la conciencia cívica organizada, pero la suma de think tanks, clubes de opinión, asociaciones y otros se encuentran a una abismal distancia de la atomizada organización social que vivimos, por ejemplo, en España. Aquí existe muy poca gente que esté dispuesta a entregar una parte de su tiempo libre en el apoyo de iniciativas que promuevan el bien común o pretendan advertir a la política de la mejor manera de ordenar la convivencia y encarar los objetivos que son comunes a todos.


Además, el margen para la política resulta bastante estrecho. Sujetos a la negociación permanente con instancias de las más diversas intensidades y procedencias (asesores del partido, la institución en la que se encuentran, las superiores nacionales y europeas, los medios de comunicación, las redes sociales…), los representantes públicos deben afanarse en gestionar la contradicción hasta tal punto que el nivel de éxito muchas veces nada se parece a lo por ellos pretendido, y eso sí se consigue. La melancolía y la frustración son las respuestas que generalmente reciben.


Dicho lo cual, es preciso permanecer atentos a las incidencias políticas, apoyar los aciertos y criticar los yerros. Y, sobre todo, contribuir a que se establezca un ámbito político de unión y no de confrontación y polarización. Y esa tarea no debería admitir excusa.



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