domingo, 4 de junio de 2023

Cuando se caen los sistemas informáticos

Jorge Matas es un paciente al que le fue extraída una parte del esófago como consecuencia de un tumor. De eso hace ya dos años. La operación resultó bien, al menos en lo relativo a que no encontraron ningún rastro de células malignas y, por lo tanto, no fue necesario el tratamiento de quimio ni radioterapia. Otra cosa sería adentrarse en la sintomatología gástrica del ya largo posoperatorio. Pero éste no es el asunto que motiva el presente comentario.


Dos años parece ser el periodo estimado para que el organismo, sometido al duro trance de una intervención de estas características, se recupere por dentro, como manifestación de la capacidad adaptativa de que el ser humano -tanto en su cuerpo como en su mente- dispone. De modo que Matas ha sido finalmente llamado a la consulta. Ha pasado hora y media después de la hora de la cita médica, y él y su mujer están aburridos y cansados de una incómoda y larga espera en los duros asientos del hospital. De manera que se dirigen a la puerta donde les espera el médico con una expresión de contenida satisfacción.


Hagamos un breve paréntesis respecto de los tiempos que deben aguardar los pacientes en los establecimientos de la sanidad pública. Hay quien opina que se trata de una medida del mal funcionamiento del sistema público de salud español, pero es preciso formular dos salvedades a esa opinión: la primera, que el sistema privado -a decir de alguno de sus usuarios- no funciona mejor; la segunda, que convendría que algunos partidarios del mercado libre en materia sanitaria visitaran los procelosos mundos de la prestación de estos servicios, por ejemplo, en Estados Unidos. Allí, un médico tiene que distribuir su tiempo de trabajo en -al menos- tres ámbitos: el propio de su profesión, en la atención de sus enfermos; el correspondiente a la lucha contra las compañías privadas de seguros para que les autoricen cualquier clase de análisis o intervención que se sitúe algo más allá de lo estrictamente común y habitual; y, finalmente, la no menor lucha en contra de los abogados que persiguen cualquier descuido en su actuación, en el habitual conchabamiento entre leguleyos y familiares de los pacientes. Y debo agregar que este comentario me fue ofrecido por un médico español, padre de médico a su vez, que ejerce en Miami. No debo ofrecer más datos al respecto por no pecar de indiscreto.


Y volvamos a Matas. Ya ha entrado en la consulta. Le atiende una médico que tiene estampados sus ojos en la pantalla del ordenador. Hace preguntas que Jorge contesta. A continuación, la galeno mueve la cabeza haciendo una señal de descontento, lo que alimenta las dudas del paciente. “¿Qué ha podido ver en el aparato, si nadie me ha solicitado análisis ni pruebas de seguimiento de la intervención en estos dos últimos años?”, se pregunta Jorge.


Se abre una puerta -opuesta a la de los enfermos- que está reservada a la utilización de los médicos, y por ella emerge, con la fuerza de un huracán, el cirujano que le operó. Saluda. Se sienta, y, a partir de este momento, dirige la reunión.


  • ¿Hace cuánto tiempo que te operé?


  • Dos años -contesta Jorge-. Fue un 14 de abril…


La compañera del cirujano escruta en su ordenador con la expresión contrita de antes.


  • No busques nada -observa el doctor, que dedica una mirada desdeñosa a la máquina. -Hace poco que se estropeó el sistema informático y no ha quedado rastro del historial…


Prosiguió la consulta. El médico encargó alguna prueba de seguimiento -puntualizando, eso sí, que no eran imprescindibles, dado el paciente estaba ya curado-, y así concluyó la reunión.


Una vez a salvo del ominoso recinto hospitalario -todos los establecimientos médicos le parecían a Matas artilugios de tortura para ciudadanos desprevenidos por causa de su tribulación-, pensaría en el significado de las palabras del cirujano. Se habían perdido los historiales médicos… había dicho. ¿Y qué eran ellos, los pacientes, entonces? ¿Unos fantasmas deambulantes por el hospital, que recurrían a sus frágiles memorias para recitar sus dolencias al personal sanitario que se lo demandara? ¿Y si alguna de sus malestares escapaba a su noticia o el enfermo no le daba importancia? ¿Qué podría pasar si le administraban una inyección de algo que resultara contraindicado? ¿Vendría la huesuda señora con su guadaña en ristre a visitarlo?


Al fin y al cabo, eso es lo que somos ya sin la informática: fantasmas inexistentes. Gentes sin DNI que demuestre nuestra existencia, o como esa señora que apareció en las pantallas de televisión diciendo que no había podido votar porque el censo la declaraba como fallecida. ¿Y qué habría pasado si ni siquiera constaba como un ser que hubiera existido? Un ciudadano sin partida de nacimiento, un ser que pasea por las calles sin que nadie pueda demostrar quién es, a qué dedica el tiempo libre (todo su tiempo, al cabo, ya que simplemente no existe).


Decía Brassens que una de las ventajas de la muerte es que ya no te duelen las muelas. Tampoco tienes que pagar facturas, no debes responder por nadie que se encuentre a tu cargo y tu sueño es siempre placido a la vez que eterno.


Y tampoco es preciso que soportes a los malos jefes -todos lo son-, al malvado acecho de Hacienda y al pago de los impuestos, a los malos gobiernos -también lo son todos- o al cuñado pelmazo de la cena de Navidad…


No sabría decir Jorge Matas si, al final, convendría más dejar de existir para la informática, y convertirse en un fantasma despreocupado que dirige sus pasos, sin ninguna prisa, eso sí, hacia el Valle de Josafat, donde ninguna pena les será impuesta a los que ni siquiera han existido.


1 comentario:

Elena Larrinaga dijo...

Mi experiencia en la sanidad pública es muy positiva, pero es verdad que estremece un poco la idea del.apagon
informatico que te defenestra. Guardemos y cuidemos el.pspel...