lunes, 25 de febrero de 2013

Cecilia entre dos mares (49). En un mar de dudas )III)

Estaba allí, de rodillas, en uno de los bancos de la iglesia, en la penumbra de la Basílica, apenas iluminada por la imagen de la Virgen, en el altar principal. "De rodillas y a tus pies". Las manos apretadas, su frente reposando sobre ellas, los ojos cerrados con fuerza, viendo, imaginando pequeñas estrellas colgando de un firmamento negro, azul oscuro. Así empezó a hablar con la Virgen. "Perdona, madre. Perdona que venga hoy a molestarte, cuando nunca vengo, cuando utilizo todas las excusas que tengo a mi alcance para no verte, para no hablarte..." Iturregui movía los labios produciendo apenas un sonido bisbiseante. "Hoy he venido aquí porque te necesito, necesito tu consejo. Este hijo tuyo tan decidido, tan resuelto, viene a pedir tu opinión, como si no supiera muy bien qué hacer, cuando tan pocas dudas ha tenido a lo largo de su vida..." Iturregui abría sus ojos y los levantaba hacia la imagen de la Virgen. Tuvieron que transcurrir unos segundos antes de que la captara su retina. Ella seguía ahí, sin decirle nada, como invitándole a que continuara su oración. "Sabes, madre, que estoy casado. Lo sabes porque fue aquí donde me casé. Que tengo una mujer y cuatro hijos, que tengo mis amigos y mis negocios. Pero tengo que decirte que ya no estoy enamorado de ella, que no me dicen nada sus risas y sus llantos, que sus reproches no me alcanzan... ¡Qué difícil es, madre, hablarte de desamor, a ti, que tanto amor tienes, que tanto amor te queda por distribuir! Tengo eso, desamor, pero también amor. A Begoña, a quien he dejado de querer, y a Cecilia,, a quien he empezado a querer. Y Cecilia es otra cosa, madre. Es guapa, es suave y es culta. Y te habla como acariciándote. ¡Cómo voy a pedirte consejo, madre, cuando posiblemente tú, no tengas más que uno! Me dirías, si pudieras bajarte de ese pedestal en el que te han subido, si pudieras tomarme de la mano o esconder mi cabeza en tu regazo; me dirías que he contraído matrimonio canónico y que no tengo más remedio que aguantar, quince, veinte, veinticinco años, quizás, sujetando esta cruz. Y que hay el consuelo del trabajo y de los hijos, y algún que otro consuelo que nos procuramos los hombres, al cabo, pecados veniales, de fácil digestión, porque se lavan con un poco de agua bendita. Pero yo no vengo aquí para que me digas lo que cualquier cura en cualquier confesionario. Vengo a que me escuches como a un hijo, como a un ser humano que cree que hay algo por encima de todo en la vida de cada uno: la felicidad. Vengo, madre, a que me digas que puedo ser feliz, porque todavía vivo y siento, y me emocionan las cosas que pasan, y porque también me emociona la mujer... Yo no estoy muy seguro, madre, de que todo sea tan fácil, ni siquiera mi decisión. Porque tengo dudas, porque no sé si seria más feliz con Cecilia o con Begoña. A Begoña la conozco, sé que está ahí y que ahí seguirá hasta que se muera, que me será fiel, o que le será fiel a la sombra de lo que fui, quizás porque no sea capaz de hacer otra cosa. Cecilia, en cambio, es una incógnita. Está aquí, como si la hubieran depositado en un carro de fuego, la gente hace todo tipo de comentarios sobre su belleza, su facha, sobre lo elegante que es. La gente... masculina, sobre todo, que las mujeres la miran con cierta envidia, más en Bilbao, porque en Bilbao hay mujeres que miran como si fueran a morder en la yugular. ¡Qué barbaras! Cecilia es una pregunta lanzada al viento, madre. No sabe si viene o si va. No te dice qué ha hecho ni qué quiere hacer. A veces pienso que el problema no es suyo sino mío. Que soy yo el que tengo que llevarla o traerla o decirle cómo son las cosas por aquí. Pero tampoco eso está claro, porque cuando lo intento de esa manera, a veces se me escurre, se me escapa, retorna a otro lugar... ¿Se me iría Cecilia, madre? Eso es lo que me ha asegurado el padre Sopeña, que me va a acompañar hasta que ella quiera, en tanto en cuanto yo me encuentre bien. Que no me va a admitir enfermo, viejo, en plena decrepitud. ¡Claro que Begoña sí! Seria otra de las obligaciones que ella asumiría, y lo haría sin un mal gesto, sin un reproche. Pero también sin un gesto de cariño, sin una sonrisa... Todo muy en la época en que estamos viviendo, sin sentirnos, sin reirnos. Sin amarnos, madre, vivimos como proyectos de muerte, como proyectos de cielo. Como si luego en el cielo, perdona, madre, podríamos ser felices, cuando ni siquiera lo hemos intentado aquí. No sé, madre, no sé muy bien qué me aconsejas..." Entonces Iturregui volvió a levanta sus ojos hacia la estatua de la Virgen. Lo hizo con lentitud, como si estuviera practicando un ritual o como el niño que no sabe si va a recibir una reprimenda o unas palabras de apoyo. Y cuando la tuvo toda entera delante de él, esa imagen que le hablaba de forma muy expresiva, la Virgen de Begoña, tan cerca de él en aquellos momentos, tenía una luz luminosa, casi riendo, como si le dijera: "Miguel, ¿cómo puedes pensar que una madre le puede negar a un hijo la felicidad?" Lo que pasaba era que ni siquiera ella, ni siquiera la Virgen de Begoña, te explicaba en qué consiste la felicidad.

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