miércoles, 13 de febrero de 2013

Cecilia entre dos mares (44). ¡Todo a la venta! (I)

Era ambigua, como siempre ocurría con Cecilia. Pero, en medio de todo, le decía más veces que sí que las que le decía que no. Parecía que estaba bastante decidida. Bastante, que era como decir mucho, porque los peruanos dicen "bastante" como los españoles decimos "demasiado". Y eso que, alguna vez, se había como medio enfadado, cuando ella le decía, entrecerrando los ojos: "Te quiero bastante". "Pues yo te quiero mucho -le contestaba él-. Que es más que bastante". Entonces ella le explicaba el significado del término. Definitivamente, Cecilia se iría con él a París. Y entonces Iturregui empezaba a planificar el sistema de desprenderse de todo su patrimonio. ¿Cómo lo haría? Lo primero, desde luego, preparar un inventario. Empezaría por los negocios que él dirigía personalmente: la naviera, la siderurgia, el diario. Después habría que considerar los consejos en que participaba: el banco, otras siderúrgicas, la compañía de seguros en Madrid, alguna otra sociedad en Barcelona... Después estaban los títulos de la deuda, imposiciones a plazo, acciones en otras empresas... Todo ello llevaba su tiempo. Tiempo en el que se ufanaba de contar a Cecilia cómo estaba preparando las cosas, pero ella desviaba su mirada de él, como si no la interesara. Aunque para Iturregui todo eso era muy diferente, no se trataba de simples negocios de venta o de compra. Para él, cada una de aquellas actuaciones era una forma de demostrarle su amor. Luego de ordenar sus bienes, había que ver la forma de liquidarlos. Con los títulos era relativamente fácil. Por un lado, las acciones que cotizaban en Bolsa: solo tenía que esperar a una posición alcista del mercado para vender. Y ese era un buen momento. Bilbao, la Villa por definición del dinero caliente en aquella Europa de la posguerra. En cuanto a los demás valores, podía esperar.. En realidad, nadie le obligaba a realizar todo su patrocinio en dos minutos. Pronto se dio cuenta, sin embargo, de lo que resultaba más difícil de todo: vender sus propios negocios., los que él había dirigido con mano de hierro, de forma tan personal. ¿Quién iba a gestionarlos a partir de entonces? ¿Quién iba a decir, por ejemplo, cómo se tiene que comportar un apoderado con el nuevo dueño? ¿O quién le dice al nuevo propietario que se quede con su máxima persona de confianza? ¡Si lo venia siendo desde hacia más de veinte años! Imaginaba a Astondo saliendo de su despacho, ocupado ahora por otra persona, a lo mejor un joven petimetre, de esos que se creen que lo saben todo, diciendo para sus adentros: "Estas cosas, con don Miguel, no pasarían. Don Miguel sabría cómo afrontar esta situación. Y eso, si conseguía por lo menos vender su negocio, porque resulta complicado encontrar a alguien que se quiera quedar con una sociedad creada por otro, o por los padres o los abuelos de otro, llevada por ese otro, con el personal fiel a esa persona, los clientes, los proveedores... De alguna forma tendría que garantizar una continuidad a todo eso. ¿Y cómo se asegura la continuidad a todo eso cuando uno se encuentra a casi mil kilómetros de distancia? También estaban los otros negocios. Los consejos en los que se sentaba. Tendría que hablar com sus socios: "Goiri. He decidido dejarlo". "¡Qué me dice usted, Iturregui!, le observaría su interlocutor, aparentando una expresión confundida, pues ya todos lo sabrían en Bilbao, un secreto a voces. Miguel Iturregui se marcha con una señorita de Arequipa. Lo vende todo". Y le diría Goiri: "La verdad es que ahora me viene mal, Iturregui. Tengo otros compromisos financieros... ¿Y a cuánto me dice usted que lo vende?" Claro que siempre podría encontrar a otro interesado. No era tan difícil transmitir las acciones, en el fondo. Pero también estaban los derechos de tanteo. Y obligaría a algunos a comprar al precio al que él había acordado vender. "Todo con tal de evitar que se sentara en el consejo ese imbécil de tal..." Le crearía algún que otro enemigo. Pero, bueno, él estaría a mil kilómetros. Aunque, a nadie le hace gracia buscarse enemigos inútilmente.

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