jueves, 22 de noviembre de 2012

Cecilia entre dos mares (16). Cecilia llega tarde (III)

A Iturregui le recorrió una especie de hormigueo por el interior de su organismo, que se veía seguido por un repentino escalofrío. ¿A quién se refería el poema? En él se hablaba de alguien, de alguien que está y que no está, a la vez cercano y distante, pero siempre presente. Y lo curioso era que no se trataba de una de las poesías ya publicadas, se refería a un trabajo nuevo en este caso. Y le atravesaba entonces el destello de una ilusión, vana o real, ¿se estaba refiriendo a él? Él mismo, Miguel Iturregui, el objeto de los versos de la poetisa; Iturregui, una suerte de hombre del momento para Cecilia... Sí, en el fondo era solo eso, una ilusión, una nadería. ¿Cómo podía pensar que la musa de ese poema podía ser él mismo? Una tontería. Pero el hombre está fabricado de sensaciones que están abiertas a flor de piel y que, más allá de los acostumbrados análisis fríos, rigurosos y objetivos, la sola posibilidad de que él podía tener algo que ver con el poema, por supuesto, nada aproximado a la realidad, todo producto de su fértil imaginación, se sintió repentinamente animado. Al fin y al cabo, ¿por qué no? ¿No se hablaba con tanta frecuencia de los flechazos? Pues se podía tratar de una de esas flechas que arroja Cupido y que les había alcanzado a los dos. Raro, sí; extraño, por supuesto. Pero no imposible, para nada imposible. Cecilia notó Inmediatamente el impacto que sus versos habían producido en su interlocutor. Y preguntó muy suavemente, con la misma suavidad con que había leído su poema: - No dice nada. ¿No le ha gustado? Iturregui se repuso en aquel mismo instante. - Al contrario, me ha encantado. Me parece tan cercano, tan íntimo. No sé... - ¿Qué no sabe usted? -preguntó divertida Cecilia. - Nada. Es muy bonito -dijo Iturregui a manera de contestación, dibujando en su rostro una amplia sonrisa. - Lo que pasa es que usted no quiere responder. - No, no es eso. Solo le decía que me ha parecido muy cercano. Y es que, habitualmente la poesía me parece algo lejano, como si no se hubiera escrito para mí. Y esta, le ruego que me perdone antes de nada por la presunción, porque nada hay en su poema que lo pueda indicar, me ha parecido que no solo lo entiendo, sino que lo siento como mío. - Hummm -acertó solamente a articular la peruana. - Eso es lo que quería decir -aseveró ahora irónico Iturregui-. Hummm. Sabe bien. Es domo esos platos que te preparaban en casa de tu abuela. Y a lo mejor alguien te ls prepara muy parecidos, pero nunca saben igual. Entonces eran más tuyos. Tenían el sabor familiar del que te apropias en tu infancia, cuando las cosas son tuyas de verdad. ¿Me permite un comentario, señorita? Cecilia seguía atenta las palabras de Iturregui. Resultaba curioso: él mismo había cambiado de conversación. - Yo he pensado alguna vez -prosiguió Iturregui, animado por el silencio de la peruana- que es en la infancia cuando tienes las cosas. Lo que es de verdad tuyo, lo que luego se va convirtiendo en tu personalidad. Después tienes las cosas de una forma instrumental. Tienes dinero para que se te reconozca o para vivir bien o para comprar un automóvil, eres propietario de una casa amplia, eres padre de unos hijos relucientes... Todo eso. Pero al mismo tiempo sabes que eso es lo que en realidad no tienes. Vives bien, en apariencia. Pero no disfrutas de tu vida, envuelto como te ves en un trabajo esclavo. Más esclavo que el de tus empleados, si cabe. ¡Ja. Me río de las tesis socialistas! Tu automóvil, que guía un mecánico uniformado de traje azul marino, al que subes agotado, después de una larguísima jornada de trabajo. Tus hijos, a quienes apenas ves, y que algún día se convertirán, si no lo son ya, en sujetos egoístas, aparentemente respetuosos, eso sí, con sus padres, y que querrán, y eso es justo, señorita, vivir su vida... Eso que tienes no lo tienes. Y solo es tuyo lo que has perdido, lo que fuiste en tu niñez: los pasteles que comías; los besos que te daba tu madre a las nueve de la noche, antes de acostarte y, sobre todo, una cosa, tus ilusiones, que se unían a tus inquietudes: ¿Qué será de mí cuando sea mayor? ¿Cómo me irán los negocios? Pero la estoy aburriendo, señorita. La expresión de Cecilia era muy diferente a lo que sugería Iturregui. - Tendría que haber sido usted escritor. Lo que dice está muy bien pensado. - ¿Escritor? Ya hay bastantes escritores, señorita Llosa. Usted, por ejemplo, que escribe divinamente. - Pero lo que pasa es que le he enfadado a usted -dijo Cecilia con un mohín. - ¿Enfadado, por qué? - Me lo ha dejado ver más o menos, porque es usted muy educado... Porque he llegado tarde. - ¡Ah! ¿Era eso? ¡Al contrario, señorita! Y, para demostrarle que no es así, le convido a comer mañana mismo. Si le viene bien, si no tiene usted ningún otro compromiso, por supuesto. - ¿Mañana? Está bien. ¿Y cómo nos citamos? - Le paso a recoger al hotel Carlton, si le parece. A las dos. - Perfecto. - Ahora lo siento. Pero se me ha hecho muy tarde. Me tengo que ir. ¿Quiere que le deje en algún sitio? ¿En su hotel, tal vez? - No se preocupe usted por mí. Me quedaré un rato más aquí. Y luego volveré al hotel dando un paseo. - ¿Sola? ¿No le parece algo inconveniente, señorita? - ¿Inconveniente? Tampoco se crea usted que Bilbao es como Chicago, Mig... Iturregui. - Desde luego.

1 comentario:

Sake dijo...

Querido D. Fernando, puede suceder que tengamos que prejubilarnos de nuestro trabajo habitual para descubrir que es lo que realmente deseábamos ser en la vida.
Por éso a veces el vaguear Olimpicamente durante unos años puede venir bién para la salud de todos.
Un Abrazo querido D. Fernando ;-) .