miércoles, 23 de marzo de 2011

Intercambio de solsticios (151)

Sería esa la última oportunidad que tuvo Jorge Brassens de compartir unos minutos con Javier Arriaga. Le había encontrado un tanto ausente, como si el tumor que le había llegado al cerebro estuviera afectando ya a su raciocinio o como si su cansancio antiguo se hubiera apoderado de él hasta el punto de no dejarlo ya, como no fuera llegado el momento final, cuando el descanso se impone definitivamente sobre la vida.
Y volvería entonces Javier al sueño permanente, a ese mismo estado de negrura profunda en que había estado antes de nacer, apenas 53 años desde entonces, poco menos que una vida plena, cubierto su ciclo vital natural. La muerte, injusta casi siempre, se elevaba con todo su cruel poder sobre ese organismo casi exánime, consumido en sus pulmones, sus huesos, su hígado, su cerebro, los picores de la piel…

Jorge Brassens y Vic Suarez aplazarían la última decisión sobre el viaje en el puente de la Constitución a la llamada telefónica a su prima la mañana del siguiente día.
- Está gravísimo –le informaría-. No sabemos lo que puede durar.
De modo que suspendían el viaje y en su lugar dirigían sus pasos a la clínica Moncloa, donde un grupo de familiares hacían su turno en la puerta de la habitación 131.
- Fátima ha pedido que no pasen más que las personas imprescindibles –les dijeron-. A Javier no le gustaría que lo recordaran con ese aspecto.
Y Jorge Arriaga, médico y hermano del paciente, aseguraba que esa misma noche, a esas horas dramáticas de las 3 o las 4 podría irse.
De modo que esa noche se acostaría sin saber muy bien si una llamada nocturna le despertaría confirmándole de una vez por todas la noticia definitiva, la que todos estaban esperando desde hacía tres semanas. Y su llamada matutina del domingo a su prima se produjo en medio de una nerviosidad que le provocaba un cierto temblor.
No contestaba. Así que llamó a otro de sus primos.
- Aquí seguimos. Está muy mal –dijo.
Y otra vez se llegarían a la clínica. En esta ocasión no había nadie frente a la puerta de la habitación 131.
Esperaron unos minutos pero no salía nadie, de modo que bajaron a la cafetería de la clínica.

Allí se encontrarían con María, la hermana mayor de los Arriaga, que estaba comiendo con su familia.
- Está fatal –les dijo con su acento valenciano adquirido después de muchos años vividos en el levante español-. Demacrado, la piel amarilla…
Era la degradación, hasta límites que parecían no tener fin, en la larga agonía de Javier Arriaga. ¿Cuánto más tiempo podría resistir su corazón, alimentando con su sangre a un organismo exhausto?

Serían las 11 y media de la noche del domingo 5 de diciembre de 2010. Jorge Brassens no oyó el soniquete de su móvil, pero Vic –con su oído de “tísica”, como decía su marido- pudo percibir la llamada entrante. Era Victoria Arriaga, pero la comunicación se había perdido. Jorge marcó el número de su prima.
Brassens se incorporó en el sofá para escuchar atentamente. Victoria hablaba entre sollozos, apenas reprimidos.
- Acaba de fallecer –dijo. Y luego explicó algunas de las previsiones que había hecho la familia en relación con el cadáver.
Fueron luego dos mensajes más que volvieron a comunicarle esta noticia. En los dos figuraba esa misma expresión: “Javier ha fallecido”. Y Jorge Brassens se recordaba a sí mismo en otra cama de hospital, esta vez en Bilbao, en el mes de marzo de 2008, cuando la doctora que intentaba volver a poner en marcha el corazón de su hija Pilar, después de sus infructuosos esfuerzos, le dijo:
- Ha fallecido.
Hay palabras tan fuertes que tienen el poder de evocar situaciones parecidas. Tres años largos antes se iba Pilar. Hoy era Javier.
Y esa noche acabaron muchas cosas además de la vida de Javier Arriaga. Murieron también las carreras de coches a escala sobre las tablas de madera del suelo de la casa que ocupaban los Arriaga los veranos de Las Arenas, las mañanas en las playas de Ereaga o de Sopelana o de Górliz, las tardes de natación en el Golf de la Galea con un Chus que no perdonaba esas prácticas aunque cayeran chuzos de punta, los bocadillos cambiados de chorizo y queso, las sesiones de tarde en el Cine Social. Concluía el episodio de su colección de Tintines oculta en la casa de los Arriaga para que no fuera objeto de la imperiosa requisa con que le amenazaba su padre. Terminaba ese verano en Las Playetas, cuando los Arriaga dejaron de pasar las temporadas estivales en el norte. La boda de Javier y Fátima, de la que Jorge fuera testigo. Los encuentros entre los dos matrimonios. El cariño de Javier por Lorsen, su mujer.
Desfilaba esa noche por su imaginación toda esa vida compartida de momentos íntimos que ya no podría alargarse más porque uno de los cabos de esa cuerda que une a dos personas se había soltado ya.
En especial su juventud.
Porque esa noche Jorge Brassens se acostó pensando que alguien le había arrebatado su juventud.

1 comentario:

Sake dijo...

Te estoy mirando y veo en tus ojos que me culpas de tu muerte, asi como si yo tuviera poder sobre la vida y la muerte. Has de saber que todos moriremos algún día, pero por favor no adelantes las fechas ¡no podriamos perdonártelo!.