lunes, 22 de febrero de 2010

Intercambio de solsticios (58)

Era el color, pero también estaba la dimensión del olor. Y era también algo a lo que se habían acostumbrado, como cuando alguien atraviesa una calle en cuya calzada existen contenedores abiertos, que una huelga de basuras hubiera dejado deteriorarse hasta la putrefacción. Era ese olor a detritus que se mezclaba con ese otro –más característico del que se produce en el campo- donde el abono, dispuesto ya para la siembra, y aún cerrado en las grandes bolsas de plástico negras, hiede en la antaño limpia naturaleza.
No había colonia que disfrazara aquel olor. Hacía ya tiempo que se había acabado. Y ahora las mujeres se pegaban y se tiraban de los pelos en las colas de los mercados negros si alguien ofrecía aquellos modestos productos frescos que se vendían a granel. ¿Qué decir de im frasco de “Heno de Pravia”? ¿Cuánto se podía pedir en el mercado por un perfume de Chanel o de Dior? Había gente que mataba por esas gotas de elixir de las que ya nadie tenía noticia de que fueran fabricadas por alguien.
Y el olor de Chamartín era el tráfico de los hombres para quienes el agua de la ducha se había convertido en un lujo tal que nadie podía exigirlo de nadie, de los productos que ya no había quien los recogiera, del ambiente plomizo –cuando apenas llovía- que fijaba todo ese conjunto de pestilencias como el barniz pega los colores en los lienzos.
Pero se habían acostumbrado a esos olores, de la misma forma con que la gente del mar no es capaz de advertir lo poco natural que le resulta a la gente de tierra adentro que el agua adquiere tonalidades que anuncian el tiempo que inevitablemente presagian: la oscuridad del tornado o la claridad y transparencia de los días límpidos. O ese color gris de los días en que amenaza sin duda que cumplirá su intención de caer en precipicio la nieve o esas mañanas azules en que los ribetes de las montañas se perfilan con nitidez total en el horizonte. Días de calma chicha, días de tormenta.
Olores y colores. Tiempos lejanos en que los hombres vivían los espectáculos con la placidez de los hechos que no nos afectan, porque el mal olor se combatía con el agua corriente, el gel o el jabón y el desodorante y después venían los frescos perfumes para cerrar el problema; porque los colores incesantes se difuminaban en la paleta de los arquitectos y en la magia de la naturaleza.
Hoy era la uniformidad que traía además las consecuencias de todas las enfermedades, de todas las epidemias devenidas en pandemias. Era el hedor y el color de la muerte. De esos enfermos que ya nadie podía, sabía ni quería tratar. Porque en el “primus vivere” de aquellos tiempos, la natalidad estancada y la mortandad galopante, la humanidad decrecía y la vida se vivía con una inconsciencia tal que ni siquiera los alegres años de la abundancia habrían podido superar.
Pero era llegado el momento de entrar en la vieja estación. Ahora el “palacio” del gobierno de Chamartín.

1 comentario:

Sake dijo...

¿Qué nos importa más lo que nos rodea o lo que bulle dentro de nosotros?, porque pueden las cosas estar muy mal en general y nosotros estar enamorados y felices, entonces todo se lleva mejor. Pero ¡Oh destino! si la depresión maldita y el dolor oculto se instalan dentro de nosotros ¿Qué nos importan las alegrias y abundancias exteriores?.Pero el Gran Castigo es cuando a la desgracia generalizada se une nuestra maldición particular, entonces ¡mejor morir!.