Miguel Bosé recopiló en un disco un elenco de grandes éxitos de la historia de la música al que titularía algo así como "diversas maneras de quitarse el sombrero". Ahora los sombreros no están de moda, excepto en Inglaterra, donde la tradición impone estrafalarios tocados a las señoras y los que son de uso común para los señores. Ocurre algo parecido con los guantes en esta sociedad práctica hasta el exceso que nos ha tocado en gracia. Los guantes se usan para combatir el frío o en las actividades laborales en que la seguridad y la higiene lo exigen. Antes, el guante denotaba elegancia y erotismo y la forma en que se desprendía de él Rita Hayworth en "Gilda" es uno de los "stripteases" más sugestivos de la historia del cine. Pero los guantes servían para otras tareas de significado menos placentero y si un señor te abofeteaba en la cara -con el guante cogido de la mano- y en presencia de testigos ya podías buscarte algún padrino, afinar la puntería o ejercitar tu entumecida esgrima: te estaban retando a un duelo. También las mujeres dejaban caer inadvertidos guantes a los suelos, en cuyo interior el avisado varón podía encontrar una nota con una comprometida cita a la que respondería este con mayor o menor gracia. Carentes de guantes, hoy las mujeres los arrojan de manera metafórica, un poco por despistar, otro poco por conocer tu reacción, otro poco por ¡vaya usted a saber porqué!, que es lo que decimos los hombres cuando no entendemos la sutil estrategia que anida en las mujeres, o sea, casi siempre. Esto es lo que me ocurría la noche del jueves pasado cuando mi amiga Vic, como quien no quiere la cosa, tiraba de su guante imaginario para decirme:
- Le tendrías que conocer a mi amiga Carmen. Es igual de tranquila que tú.
Uno está acostumbrado a que no se le note, pero debo afirmar que se me helaba la sonrisa y todo mi organismo se volvía huésped de algún trasunto de ser alienígena, especialmente el corazón. Mi corta imaginación navegaría en extraña deriva desde la sensación de haberme convertido en uno de esos objetos semovientes -sinó muebles- que se trasladan por inútiles de uno a otro lugar de la casa o como esos corazones solitarios dispuestos a dar tumbos por aquéllo de no encontrar acomodo ya en ningún otro corazón. ¿Estaba jugando Vic al juego de la oca conmigo -"de puente a puente, y tiro porque me lleva la corriente"- o sólo se trataba de tirar una piedra a un estanque en aparente calma para comprobar si en la profundidad de sus aguas se esconden peligrosas corrientes que tiran hacia sí a cualquier incauto? Pasé entonces por delante del guante sin recogerlo y me puse a pensar a ratos sobre la compatibilidad entre los iguales. No hace falta demasiada inteligencia para advertir que la calma no produce efecto sobre la tranquilidad por lo mismo que la actividad desbordante golpea contra la nerviosidad en un choque que puede conllevar dosis de alto voltaje. La vida se hace alegre en el contraste, como un buen arreglo indumentario, una decoración bien resuelta o un buen cuadro. Además que no hay nada más diferente que un hombre y una mujer, nada se explica con mayor dificultad que las reacciones de unos y otras y el descubrimiento de un sexo por el otro se ha constituido en una de las tareas imposibles que cada generación y cada persona inician prácticamente desde cero en cada una de sus vidas. Y nuestros "iguales" ni siquiera lo somos nosotros mismos, aburridos de convivir durante decenas de años en los reducidos espacios de nuestros exiguos organjsmos. Muy pronto, sin embargo, dejé de adjudicarle importancia a ese comentario, mi sensación de formar parte de un mobiliario trashumante se desvanecía a la misma velocidad con la que se había hecho presente y las palabras de Vic que seguían a la advertencia no presumían ya que me estuviera convirtiendo en un estorbo.
Fue entonces cuando me agaché, recogí el guante, deslicé en su interior una nota que contenía un escrito personal y, al entregárselo, me quité el sombrero. Pude añadir eso de "España y yo somos así, señora", pero eso ya formaba parte de la no menos vieja historia de un charco y una chaqueta, así que permanecí en silencio.
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