Le recuerdo en el control del aeropuerto de Barajas, cuando aún no le habían antepuesto el nombre de Adolfo Suárez, porque el ya ex-presidente del gobierno aún vivía. Recogía Mario su maleta de mano del aparato que controlaba por aquel entonces los metales alojados en el equipaje -quizás todavía no los líquidos, cremas o tubos de pasta de dientes que excedieran de un tamaño determinado, porque se generalizarían éstos después de los atentados de, 11-S sobre las Torres Gemelas. Aún ese desgraciado nacimiento del Siglo XXI no había tenido lugar,
Dudé en saludarle. Vargas Llosa no había sido todavía galardonado con el Premio Nóbel, pero era ya un escritor -un escribidor, decía de sí, con modestia, el genial componedor de palabras- acreditado y respetado por tantos, a pesar de que no había querido él ser un escritor puro, vale decir un escritor al que no contaminaran otros ejercicios humanos, como de manera significativa lo fuera la política.
Lo dejó por escrito en muchos textos, porque lo vivió de esa manera. Estaba en su El pez en el agua, que narraba a dos manos la campaña electoral a la presidencia del Perú, y su infancia distante de un padre cuya figura se nos vuelve enigmática y ominosa, como la de tantos padres han sido para la generación que nos ha tocado vivir; el carácter intransigente y lejano de los hombres que, sin embargo, nos dieron la vida, aunque prefirieron delegar la dulzura y la cercanía en otras personas, quizás la madre, tal vez la abuela, alguna persona fiel del servici en algunas otras ocasiones…
Me presenté. Le dije que había leído casi todos sus libros, lo que era cierto. Me contestó con esa afable educación que ya en España hemos perdido, pero que todavía conservan las gentes de la América hispana. Me dijo que me agradecía el comentario. Luego me indicó, educado, que le excusara, porque su vuelo despegaría en muy poco tiempo. De manera que no pude comentarle cómo me acompañaría en mi adolescencia La ciudad y los perros, cómo me hizo comprender que el despertar a la política y a las primeras relaciones con el otro sexo constituían mundos entrecruzados, lo mismo que en su Conversación en la Catedral. Cómo, mucho tiempo después, cuando las cosas empezarían a torcerse en España, asomaría a mis labios en tantas ocasiones -más, muchas mas de las que lo hubiera querido- la expresión, ¿Cuándo se nos j… el Perú, Zavalita?, aunque esta vez la cuestión se asociara a España.
No pude por lo tanto explicarle mi turbación al leer Pantaleón y las visitadoras, ni la experiencia de disfrutar su La tía Julia y el escribidor, tampoco que no había podido con la Guerra del fin del mundo y algún ensayo que no me había enganchado. Y, desde luego, no le conté que yo también había hecho mis pinitos en la literatura y me había comprometido en la política.
Y se perdía Mario por los amplios pasillos del aeropuerto, quiero pensar que hacia la sala de embarque y no al recinto para los viajeros en clase preferente, deseoso de evitar a pesados lectores, dispuestos a dar la matraca a escritores desprevenidos, sorprendidos en un momento de descuido.
La segunda ocasión se produjo después de las elecciones al Parlamento Europeo de 2009, en las que concurría yo como candidato número dos por el partido que ayudé a fundar, UPyD, y que conseguía solamente el acta del primero, Sosa Wagner. Quizás a manera de compensación hacia mí, y de reforzamiento de una imagen liberal del partido compatible con una formulación social-demócrata, Carlos Martínez Gorriarán me invitaba a moderar a un panel de distinguidos invitados, entre los que se integraban la periodista Irene Lozano, el intelectual José Varela Ortega y Mario Vargas Llosa.
La trayectoria de Lozano es bien conocida. Poco después figuraría ella en las listas del citado partido al Congreso por Madrid, convirtiéndose en una fiel seguidora de Rosa Díez. Y lo haría hasta el punto de intervenir en la campaña de grosera descalificación hacia Sosa Wagner, toda vez que éste no suscribía la desatinada estrategia emprendida por la líder. Muy poco tiempo después intentaría Lozano, sin éxito, hacerse con el control del partido, para pasarse, más adelante, con armas y bagajes, al ámbito del sanchismo, ejerciendo de negro del presidente en su libro Manual de resistencia.
Varela Ortega, con el que tiempo después he cultivado -y mantengo- una buena amistad, editor de El Imparcial y uno de los principales animadores del club 1876, dedicado a la reflexión sobre la época histórica de la Restauración española. Y alumno en Oxford -como él me recuerda con frecuencia- de mi primo Joaquín Romero Maura.
Y a Mario, sentado a mi izquierda, le recuerdo con su aspecto serio, vestido de manera clásica y con un reloj de oro en la muñeca, antiguo -de esos que ahora se denominan vintage, aunque son, eso, antiguos. Seguramente heredado de su padre, ese hombre lejano que retrataba con lúgubre precisión en el relato que he citado antes.
Vargas Llosa había participado tiempo atrás en la presentación nacional de UPyD, poco antes de las elecciones de 2002, en las que el partido liderado por Rosa Díez obtenía su primer y único escaño por Madrid. Mario confesaría que nos había votado en las diferentes elecciones, y también habíamos recibido su apoyo público.
Mario era, además de un gran escritor, un brillante orador. Ingenioso y ocurrente, preciso en la palabra y brillante en las imágenes por él evocadas. Sería, de lejos, el mejor de los ponentes en aquella tarde inolvidable en el Círculo de Bellas Artes de Madrid.
Y la tercera ocasión tuvo lugar cuando la Fundación Internacional para la Libertad, por él presidida, organizaba un acto en el que intervenía la todavía no excesivamente conocida en España, líder venezolana, María Corina Machado, una mujer vibrante y valiente, a la que el régimen de Maduro inhabilitaba poco antes de escamotear el resultado electoral que daba la victoria a Edmundo González,
Mario se despedía de mí porque debía recibir al presidente de la Comunidad de Madrid, Ángel Garrido, creo, que luego pasaría a integrar las listas de Ciudadanos.
No podría dejar de añadir a este comentario -aunque en aquella ocasiones no se produjo encuentro alguno- el artículo que publicara Vargas Llosa en su columna dominical de El País, en el año 2007, sobre la increíble obra acometida por nuestro común amigo, Agustín Ibarrola, en el bosque de pinos de Oma, y que Mario titularía Los ojos del bosque. En ese texto está la esencia de esa integración entre el arte y la naturaleza que con tanto acierto cultivaría el creador vasco.
Serían fugaces, nuestros tres encuentros. Deja detrás de él Mario una larga obra que nos permitirá revisitar su mundo, que es el, a cabo, también nuestro. El de una generación que quiso cambiarlo todo para seguir luchand después con la conservación de lo adquirido.
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