martes, 16 de septiembre de 2025

La ambición de China


La conmemoración marcaba en efecto una fecha simbólica en el ideario de los chinos. Se trataba además de la rendición militar japonesa a las autoridades de la República Popular, una especie de compensación histórica por los largos años en los que el imperio del sol naciente mantuvo bajo su control a aquel enorme, pero entonces dividido y enfrentado país, entre quienes pretendían una revolución popular -la República Popular- y los que apostaban por un sistema más derechista, dirigido por el general Chiang Kaishek, que finalmente se retiraría y se haría fuerte en la isla de Formosa.

El actual líder chino, Xi Jinping, ha declarado en esta ocasión que, una vez más, “el mundo deberá elegir entre la paz y la guerra, el diálogo y la confrontación, la cooperación favorable para todos (winwin, en términos anglosajones) o el juego de suma cero”.

El semanario británico The Economist ha calificado la parada militar con la que se celebraba el evento como “extravagante”. El novedoso armamento desplegado por las autoridades chinas asombraría a los espectadores. Los misiles supersónicos e hipersónicos, los drones submarinos y los lobos-robots que se desplegaron en la plaza de Tian Anmen -en otro tiempo escenario de una protesta contra el régimen, silenciada de forma ominosa por éste- y espacios urbanos aledaños, producían una mezcla de estupor y de respeto.

Nos encontramos a años luz del encuentro entre Henry Kissinger y Zhou Enlai, descrito por Chen Jian (Zhou Enlai, A Life), en el qur el Secretario de Estado estadounidense prometía al Primer Ministro chino el apoyo tecnológico americano en el supuesto de una conflagración bélica contra la Unión Soviética .

Las palabras del principal dirigente de ese país han obtenido una paradójica respuesta por parte del presidente norteamericano, que ha rebautizado su departamento de Defensa como de Guerra. Lo políticamente correcto cede así el paso a lo incorrecto, por lo mismo que la democracia liberal basada en normas entrega el testigo a la ley de la selva. Como diría el personaje de Alicia en el país de las maravillas, no importa mucho el significado de las palabras, lo que importa es quién tiene el poder. No hemos cambiado tanto.

En las tribunas, atendiendo el desarrollo de la marcha, había 26 líderes de países diversos. Algunos de ellos enfrentados desde antiguo a las democracias occidentales -siquiera soportando algunos vaivenes relacionales entre sí, como fuera el caso de la Rusia post-estalinista con China-; aliados fervientes de ésta otros -como Corea del Norte-; y, más allá, alguno que la caótica política comercial de Trump empuja hacia una estrategia diferente -como ocurre con la India.

Kurt Campbell y Rush Doshi han escrito en Foreign Affairs, que la estrategia de China consiste en jugar con el tiempo y con el tamaño. Este último aspecto se comprueba de manera evidente en la mencionada parada militar. El primero de los paradigmas señalado por los citados autores -el tiempo- forma parte indisoluble del confucionanismo, una cierta manera de gestionar los problemas que resulta intrínseca a la civilización china.

Y si el despliegue militar suscitaba el respeto -cuando no el temor- de los espectadores, no menos cuidado despierta el elenco de socios acompañantes de Xi Jinping en la parada. Y sin perjuicio de que no compartamos la manera singular de conducirse, y de conducirnos, que mantienen Trump y otros desprestigiados líderes, el proyecto que el grupo de Tian Anmen podría eventualmente articular resulta evidente que nada tiene que ver con los valores occidentales sobre los que edificamos el mundo después de las dos guerras mundiales.

Se podrá objetar que -invirtiendo el dicho- se nos propone abandonar guatapeor para ingresar en guatemala, lo que no deja de ser cierto. Pero si lo mejor es enemigo de lo bueno, la absoluta ausencia de derechos es más detestable que la permanencia y la defensa de algunos de ellos.

Benjamín Franklin se refería a la necesidad de permanecer unidos, porque de lo contrario pereceríamos por separado.

Correspondería, en este difícil contexto, una respuesta inteligente de los Estados Unidos que pretenda integrar la vieja alianza de socios que los antiguos dirigentes de ese país crearon y mantuvieron. Y que, en lugar de ahuyentar a determinados países, que hasta ahora vivían en una pretendida zona gris -como es el caso de la India- procuren integrarla en una alianza de democracias. Biden dijo que lo intentaría, y produjo para conseguirlo una conferencia telemática, tan deslucida como virtual, siquiera acorde con estos nuevos tiempos en los que vivimos.

En ausencia de un liderazgo integrador norteamericano, tal vez la Unión Europea podría intentarlo. Pero ese momento hamiltoniano se nos antoja complicado en una estructura que sufre de un importante estancamiento económico y se encuentra acosada por los nacionalismos populistas.

Comprendo que la insistencia en una propuesta no realista, por irrealizable, como la que estoy haciendo sólo conduce a la melancolía. Pero no me resisto a dejar de señalar que mientras hay uno que establece aranceles de quita y pon a diestro y siniestro, como si no existiera el mañana, existen otros que se mueven en la dirección que les lleva con seguridad al dominio del mundo y a la imposición de sus reglas. Y que se divierten bromeando con que unos buenos trasplantes de órganos e injertos de todo tipo les permitirán vivir hasta los 150 años. O a ser inmortales, como sus regímenes.


U





domingo, 14 de septiembre de 2025

¿Es la hora del Re?

 Publicado en El Imparcial, el 13 de septiembre de 2025

Parece evidente que los momentos de cambio de ciclo se hacen interminables. Y la situación que estamos atravesando en España pone en evidencia el aserto que encabeza este comentario. Hay un gobierno que está agotado, sus proyectos no son ya sino cortinas de humo que sólo provocan la  confusión de los ciudadanos. Y es que ha hecho crisis la confianza que un día generó Pedro Sánchez entre sus socios. El discurso comunista de Yolanda Diaz en su patética defensa del Proyecto de Ley de reducción de la jornada laboral no ahorraría una calificación de Junts, situando a esa formación política del lado de un pretendido capitalismo opresor -y eso que la vicepresidenta no tuvo particular reparo en cortejar al jefe de ese partido, y prófugo de la justicia, en Waterloo-. Ítem más, la relación de Podemos con el gobierno parece preparar un lugar cómodo para éstos en su futura contienda electoral con Sumar. E, incluso, el presidente del gobierno formulaba una inhabitual crítica al portavoz de ERC en la última sesión de control. Y, por supuesto, por mucho que se presenten los presupuestos, no se verán éstos reflejados en las páginas del BOE.


Todo huele en este anunciado otoño español, sacudido por tormentas de la más variada condición, a elecciones. Pero es preciso no confundir el olor, por más pestilente que sea éste, con la lógica inhumación del cadáver. Aunque ocurra como los zombies de las películas, Pedro Sánchez ha manifestado de manera reiterada su voluntad de resistir. Y es verdad lo que ha afirmado Borrell recientemente: el gobierno tiene la obligación constitucional de presentar al parlamento un proyecto de cuentas públicas, pero rechazadas éstas, no está obligado su presidente a convocar elecciones. Añadiría yo que si lo está políticamente, pero no como consecuencia de ningún mandato constitucional.


Son los socios de Sánchez quienes le mantienen. Nunca apoyarán una moción de censura en su contra, pero continuarán obteniendo ventaja de sus actuaciones. En cuanto a la justicia se refiere, a la altura de lo que va cayendo, una condena que conlleve la inhabilitación del Fiscal General del Estado conducirá al nombramiento de otro afín, una condena de la mujer del presidente a  los recursos correspondientes, y ya veremos si los papeles de Aldama supondrán -o no- una escalada de los casos Ábalos, Cerdán y Koldo hasta el presidente 


Parafraseando al pensador marxista, Antonio Gramsci, el viejo gobierno

se muere, pero el nuevo tarda en aparecer; y en ese claroscuro surgen

los monstruos. 


Y nuestros particulares monstruos se. encuentran inmersos  en una

situación de enorme nerviosismo, un síndrome que se está apoderando de amplios sectores de nuestra sociedad por lo que pudiera ocurrir

a una España colocada en este trance. ¿Qué más proyectos de división,

cuántos muros más podrá construir Sánchez, cuán más confederal será

nuestro país en los dos años que le quedan? 


Y eso, siempre con tal de que el PP gane las siguientes elecciones, lo que

está por ver.


Y entonces es cuando algunas miradas se dirigen hacia el Palacio de la 

Zarzuela. Y se preguntan, ¿por qué el Rey no da un golpe de mano 

ahora, como hizo el 3 de octubre de 2017, en el momento de la 

aplicación del artículo 155 de la Constitución para desbaratar finalmente

el procés independentista? Aún más, ¿por qué  sancionó el Rey la Ley de

Amnistía cuando suponía ésta toda una enmienda de totalidad a ese

discurso?


Empezaré por recordar que el Rey, en una democracia parlamentaria,

carece de la posibilidad de negar su firma a una disposición emanada del poder legislativo.


Y en lo relativo a su discurso de octubre de 2017, conviene insistir en que 

esa intervención de Don Felipe se basaba en el consenso de las

principales fuerzas políticas españolas -PP, PSOE y Ciudadanos-. Que

es precisamente lo que no ocurre ahora. La polarización política abierta 

entre los  partidos, la ausencia por lo tanto de  consenso, convierten al 

Rey en una víctima más del enfrentamiento. Se encuentra S.M., por lo

tanto, reclamado por unos a excederse de sus funciones constitucionales 

y desplazado por otros a su desactivación.


Resulta obvio que esa situación preocupa al monarca y a su entorno, 

que enciende seguramente todos los días velas a sus más estimados

conseguidores para que sean otros los parámetros políticos y se retorne

de alguna manera a la normalidad  institucional.


Además de que, un Rey no está -no es posible que lo esté- de parte de 

unos y en contra de otros. El edificio constitucional que ayudara

notablemente a construir su padre, tenía su fundamento en el acuerdo

entre el gobierno y la oposicion, y con todos sus defectos -que son

muchos- nuestra Carta Magna trae su causa de este procedimiento. 

Destruido el consenso, no existe otro remedio que su reconstrucción. Y

para la misma, los actuales actores de la izquierda socialista deberían ser

sustituidos por otros. Pero esa tarea sólo la pueden acometer ellos mismos. Las terceras partes quedan fuera de ese escenario.


Por supuesto que existe otra posibilidad, la de desfigurar la Constitución y 

convertirla en un artefacto tan irreconocible que en la práctica haya 

devenido en un mero instrumento para la creación de un nuevo 

populismo de izquierdas. Una distorsión de la Carta Magna en la que el

Rey se transforme en una figura meramente episódica.


En eso parecen estar. Y es difícil pensar que exista un momento del 

proceso en el que S.M. pueda poner pie en pared sin arruinar, con un 

movimiento sumamente arriesgado, todo su capital político e

institucional, y la continuidad de la Corona.


Mientras tanto, oigamos y veamos a nuestro Rey decir y actuar como lo 

que es, el Rey de todos los españoles, en nuestros peores y en  nuestros

mejores momentos, de los que le embisten por pretendidamente 

blando y de los que le someten a una instrumentación o le derivan al

desván de los objetos inservibles. Pero también de los que no  militamos e 

ninguno de esos bandos. De todos.







Lo


miércoles, 10 de septiembre de 2025

Cien años sin don Antonio Maura



Publicado en Esdiario, el 9 de septiembre de 2025

 

Cuentan las fuentes históricas que el 13 de diciembre de 1925, hacía don Antonio Maura un descanso en la acuarela que estaba pintando, para atender la convocatoria de su amigo el Conde de las Almenas. Era la hora del almuerzo. En un recodo de la escalera dijo:


  • Almenas. No veo nada.


Y cayó desplomado. Una placa, en el hoy destartalado, por el abandono, Canto del Pico, recuerda el lugar de su fallecimiento.


No veía. Aquel hombre al que se reconocía su asombrosa capacidad de adivinación del futuro de España, que dijera en el año 1924, que “la dictadura es la rampa que nos lleva derechamente a la casa del pueblo. A la caída de la dictadura, la monarquía intentará salvarse al fin para ser sustituida por una república de apariencia democrática en su nacimiento que evolucionará rápidamente hacia una república de tipo socialista, la actual será desbordada por otro de tipo comunista, salvo que Dios en sus altos designios tenga decretada la salvación de España“.


Terminaba ese día su vida un hombre justo, ese “vir bonus” Como le llamaba, con acierto, el que fuera también director de la RAE, Darío Villanueva. Hoy, que el proceso de beatificación de su hermano Miguel avanza en el Vaticano, conviene reivindicar el nombre de un español cuya pulcritud, unida a su transparencia (“Yo para gobernar sólo necesito luz y taquígrafos”, diría)-, y su efigie adornaban la publicidad de pastas de dientes o productos de limpieza, en un tiempo en el que no se cobraban royalties. En su vida privada también se pondría de manifiesto la rectitud del comportamiento, porque don Antonio se castigaba sin fumar su puro después de comer si en el examen de conciencia que practicaba todas las noches encontraba alguna tacha, o llegaba hasta a despedir a su director espiritual en el caso de que le encontrara demasiado flexible.


Han pasado cien años. Ya no hay hijos que nos ofrezcan testimonio de su vida. No están Gabriel, historiador; Miguel, ministro de la Gobernación en la república; Honorio, comediógrafo y diputado de Renovación Española, asesinado en Fuenterrabía en 1936.


Tampoco quedan los nietos, y el recuerdo que evocaran éstos, la manta que Jorge Semprún afirmaba que protegía los descansos de su abuelo; o Connie y Marichu de la Mora, hermanas tan diferentes, mujeres irrepetibles, que impactaron a las gentes que las frecuentaron.



Y vamos quedando pocos biznietos. Algunos se han ido, dejando de sí un desigual y singular recuerdo, como fuera el caso de Luisa Isabel Alvarez de Toledo, “la duquesa roja”; de Joaquín Romero Maura, historiador y financiero; de Ramiro Perez-Maura, diplomático y político; de Jaime Chávarri, cineasta o del empresario Alfonso Zunzunegui.


No quisiera caer en el presentismo, según el cual los fenómenos históricos se vinculan necesariamente con los actuales, pero sí considero imprescindible evocar en estos tiempos de mediocridad politica a los hombres que hicieron de su vida un modelo de ejemplaridad -un término tan utilizado hoy como carente de gentes en las que encarnarse-. Recordar a Maura y su recta conducta, a Cánovas y su capacidad de construir unas instituciones que duraron 47 años, a pesar de la crisis de 1898, a su estilo de no ejercer el monopolio del poder; a Sagasta y su integración como “viejo pastor” de las diversas  huestes liberales, desde el librecambista Moret hasta el proteccionista Gamazo; a Alvarez -don Melquíades- que pretendía la reforma de España hacia la democracia o, incluso, al mejor de los Indalecio Prieto cuando luchaba sin éxito contra los arrebatos leninistas de Largo Caballero.


La nostalgia de reivindicar a nuestros mejores, quizás porque en ellos también descubrimos la parte más positiva de nosotros mismos, seres humanos capaces de la mayor heroicidad, aunque a veces de la más torticera mezquindad. Hombres que, como hoy ocurre, forman como voluntarios, sin medios, en la lucha contra el fuego; como ayer los jóvenes avanzaban sobre la Dana de Valencia retirando el barro y los escombros.


Porque ya decía don Antonio que no es la debilidad la que provoca la desaparición de las naciones, sino su envilecimiento. Y siempre habrá un dos de mayo que contraste con cualquier fecha funesta de nuestra historia. Y la confianza de que a cada corrupto le corresponderá un juez que le persiga, a cada prevaricador su sentencia, a cada ladrón su castigo. Y a todos los que hacen de la mentira y la ocultación el basamento de su poder, el varapalo de la derrota electoral.


Cien años sin Maura son muchos, demasiados. Pero sigue existiendo una nación que, si bien parece dormida, se arma con palas, de cubos y mangueras para apagar un fuego que no sabe de discrepancias politicas ni de dirigentes que no merecen serlo. 


Y es cierto que la iniquidad de algunos empeora los problemas y retrocede su solución, pero existe siempre la buena gente que, enterrando los rescoldos del fuego, pretende sepultar, junto con ellos, a los que no cumplieron con su deber por evitarlo.


Y cien años después recordamos a un hombre que hizo cuanto estaba en su mano por prevenir ese gran incendio que poco después abrasaría, toda entera, a España.