domingo, 11 de agosto de 2024

Patrick


Patrick es un eficaz maitre. Trabajó muchos años -casi toda su vida laboral- en el restaurante del hotel des Pyrénées, situado en ese pueblito de la Navarra francesa que es St. Jean-Piéd-du-Port. El camino de Santiago abre allí la que será la ruta española, que después de ascender 1.000 metros, deposita a unos exhaustos peregrinos en las acogedoras llanadas de Roncesvalles.


Dirigía el establecimiento cuando conocí a Patrick el acreditado chef Fermín Arrambide. A él se deben, entre otros deliciosos platos, las exquisitas ostras calientes, sobre las que caían como cuentas rosadas de un rosario, unas huevas de salmón, y se recubrían de una fina hoja de verdura y una sutil salsa. No continuaré con la descripción por aquello de la compasión hacia mis lectores, a quienes supongo que también se les podrá tranquilizar con el relato del zorro incapaz de alcanzar las uvas, y que se contentaba pensando que no estaban maduras. Tampoco -se lo aseguro- el precio del menú resulta allí demasiado asequible.


De la atención, buenos consejos y elección de los vinos -borgoñas, invariablemente- que recibía de Patrick se iniciaba una buena relación de amistad. El entonces joven maitre del Pyrenées se desplazaba con frecuencia a nuestro país, donde conocía a algunos de los más afamados restauradores guipuzcoanos. Tuvo también una novia que era profesora en Vitoria, si no me falla la memoria. Yo ejercía por aquel entonces de parlamentario vasco, y le había encarecido a que si le quedaba algún tiempo en sus devaneos amorosos, me lo dijera y así aprovechábamos esa oportunidad para comer juntos.


Patrick me llamó y yo le invitaría, tal y como estaba convenido previamente.  Pero quiso la mala fortuna que el margen de que disponía yo entre cierre de una comisión parlamentaria y apertura de la siguiente, me dejaba apenas media hora para el almuerzo.  Resultaba imposible entonces que nos acercáramos a algún restaurante de Vitoria, por muy cercano que pudiera encontrarse éste al edificio en el que desarrollaba mis tareas representativas. No había otra opción que la cafetería del parlamento donde, al menos por aquellos tiempos, se practicaba a destajo un acoso y derribo cercano al crimen gastronómico. De esa actitud sirva como ejemplo que en una ocasión nos sirvieron arroz procedente de dos paellas cocinadas en diversos momentos de la mañana, una de ellas necesariamente recalentada.


No ocurrió así en la ocasión en que Patrick me visitaba en la calle Becerro de Begoña, pero tampoco mejoraría demasiado la cocina. La premura del tiempo que pudimos adjudicar al almuerzo se unía así a la reducida prestancia culinaria del local.


Recuerdo que Patrick me visitaría también en mi casa de Burguete. Y que yo girarla algún recorrido gastronómico adicional por el establecimiento de San Juan.


El hecho que motiva este relato aconteció bastante más tarde. El largo episodio de la pandemia, a la que seguía -en mi caso- una intervención quirúrgica en el esófago que deparaba un estrechamiento del estómago y la correspondiente limitación en la cantidad de ingesta alimentaria, supuso la consiguiente desaparición del Pyrénées de nuestros almuerzos en esa localidad.


Llegaría la semana santa de 2024, y después de recorrer los escasos puestos del mercadillo que se abre todos los lunes en ese pueblo, nos dimos Victoria y yo un paseo. Fue entonces, cuando regresábamos al lugar en el que habíamos aparcado el coche, el momento en el que nos encontramos con Patrick, que descendía de una empinada calle con unas bolsas de plástico en sus manos. 


Había transcurrido mucho tiempo desde nuestro último encuentro, así que nos pusimos al día. Mi descenso de peso era más que perceptible, de modo que me apresuraba a referir los motivos médicos de esa situación.  Debo decir que me arrepiento de mi iniciativa, porque cuando le llegó el turno de explicarse a Patrick, su relato no podía ser más desconsolador. Como consecuencia de un cáncer, le habían extraído un riñón, pero con eso no había curado el mal. Le tenían que extirpar el otro...


No era posible un trasplante -dijo-. Las disponibilidades de órganos son reducidas y las prioridades otras. Patrick ya se acerca a los 65.


Quedaba en el aire la pregunta fatídica: ¿y después?


La cuestión no sería planteada. Pero fue Patrick el que remataría la información:


- Después queda el riñón artificial -nos informaba de algo que ya conocíamos-. Pero de ahí no se sale... Yo no quiero eso. Me jubilo en dos años, y luego lo que me quede de vida.


Eran palabras que resonaban en nuestros oídos como bombas. Más allá de la vida como mera continuidad de una existencia, reducida además y asumida como una pesadilla permanente, Patrick había optado por la dignidad. No se trata de sumar años a la vida, por el contrario, es la vida la que debe -cuando puede- contar años.


Que sirva este comentario como homenaje a quienes han decidido actuar de la manera en que lo ha hecho este magnífico profesional y mejor persona que es Patrick.






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