domingo, 25 de agosto de 2024

Vino nuevo en odres viejos

El anterior primer ministro británico, Rishi Sunak, nació en Southampton, de padres de ascendencia india que emigraron a Gran Bretaña desde el este de África en la década de 1960, no es por lo tanto un inglés de pura cepa o un "pata negra"; tampoco lo es Sadiq Khan, recientemente reelegido como alcalde de Londres, cuya religión -musulmana- se encuentra a distancia significativa de la oficial en el Reino Unido. Y si esto sucede en un país tan celoso de la conservación de sus tradiciones y, en apariencia, tan clasista como se dice que es el citado, ¿qué podríamos predicar de España, cuya sociedad -pese a los denodados esfuerzos de Vox por convencernos de lo contrario- no cojea precisamente de ese mismo pie en lo que se refiere al mantenimiento de sus costumbres y de un cierto espíritu de castas?

 

Al igual que lo que lo ocurrido en otros lugares de Europa, los puestos de trabajo que se ofertan en la hostelería o en la asistencia a la tercera y cuarta edades, son despreciados por los españoles, instalados así en una especie de aristocracia laboral. El músculo del país sufriría un colapso inmediato si no contáramos con la asistencia de esa población inmigrante.


Habría que añadir a lo ya expresado que entre los años 1960 y 2021, la tasa bruta de natalidad en España por cada 1.000 habitantes mostró una tendencia decreciente durante todo el periodo. Tanto es así que en  2021 se registraron un total de 7,12 nacimientos por cada 1.000 habitantes sobre los 21,7 de 1960; y esta tendencia parece mantenerse en los dos últimos años. Con más de un tercio de población más que en 1960, nacen menos niños.

 

A diferencia de otros lugares de la Unión Europea, en nuestro país la población inmigrante de origen latino se acerca -según datos del INE- a los tres millones de personas, pero es suficiente con darse un paseo por nuestras calles y sentarse en la terraza de un bar para intuir que esos datos podrían quedar ampliamente superados por la realidad. En Francia se asegura que de 6 a 8 millones de inmigrantes tienen origen africano, mayoritariamente marroquí y argelino.

 

Pero ya digo que los números que expresan los institutos oficiales nos explican menos que nuestros ojos o que la información que recibimos en nuestra vida cotidiana, las gentes que se nos cruzan por las calles o se sientan a nuestro lado en los transportes públicos. Ya decía Disraeli que existen tres tipos de mentiras: las mentiras, las mentiras grandes ("bloody lies") y las estadísticas.

 

La diferencia entre una y otra situación tiene desde luego un origen cultural. Y de éste proviene la mayor o menor capacidad de integración social de los inmigrantes. Iñaki Gil examina en su libro “Arde París” (Círculo de Tiza) las paradojas de un país considerado faro de la cultura, pero con 1.000 homicidios al año y 100 ataques con cuchillo al día. Su nombre, desde luego, Francia.


Se pregunta el autor: "¿Está Francia “incubando una guerra civil?” Eso sostenía el segundo manifiesto de cientos de militares. El primero decía que “Francia estaba en peligro de desintegración”. Éste es el lado oscuro del país de las Luces, el país europeo con más homicidios per cápita y en el que un 61 % cree que la población blanca y cristiana corre peligro de extinción por la inmigración musulmana. Macron, a remolque de Le Pen".

 

Aún más, Michel Houllebeck escribía una distopía novelística a la que ponía por título "Sumisión", en que suponía más potente y atractiva para muchos la supremacía de la religión musulmana que la descreencia general francesa y europea.

 

En otros muchos países, además de en Francia, el movimiento populista contrario a la inmigración y partidario del retorno a la pretendida integración social anterior está aumentando de manera creciente en las urnas, su irrupción, está causando estragos. Italia, Holanda, Austria, Alemania van percibiendo los efectos de esta corriente. En España el debate es más bien artificial, lo importa Vox procedente del programa de sus aliados, pero carece de una preocupación verdaderamente sentida por nuestra ciudadanía, que se encuentra cómoda con sus nuevos vecinos. Y ya comienza a distinguir los acentos venezolanos de los argentinos o los peruanos, por lo mismo que descubre las excelencias de los diferentes guisos que ellos nos sirven en sus restaurantes.

 

Artificial o no, no deja de parecer preocupante la actitud del presidente del PP relacionando a las gentes sin papeles con los okupas. Pareciera que, toda vez que los liberales han quedado absorbidos en la práctica por ese partido, no existen voces de importancia que les contengan, y ahora toca desactivar a Vox. Es de suponer que los antiguos afiliados a Ciudadanos, ahora en las filas populares, deberán efectuar ejercicios malabares de prestidigitación dialéctica para explicarse y razonar estas nuevas propuestas.

 

Y es que, más allá de la desafortunada finta del PP, la emigración latina, su educación generalmente atenta, su moralidad, la defensa férrea de la familia... -valores que los ciudadanos nacidos en España vamos abandonando, sin excesiva nostalgia, a la vez que nos vamos sumiendo en una vida de velocidad vertiginosa, de comodidad y de dinero rápidamente ganado- nos producen una admiración, una reflexión de lo que hemos perdido y el reconocimiento de lo que importan las convicciones que nos traen del otro lado del mar.

 

Por todo eso, no estaría mal que algún día, más pronto que tarde, un ciudadano español, hijo o nieto de latinos, llegue a la presidencia del Gobierno. Seguramente que nos aportaría, además de la frescura de la sangre de la juventud, el empuje de su laboriosidad y de sus convicciones. Vino nuevo en odres viejos…

sábado, 17 de agosto de 2024

Ser y estar, de y en España

 Ser y estar son dos verbos que no por interés de complicarnos la vida se han inventado los muy eruditos y serios académicos de la lengua. Por nuestra existencia se deambula a veces, otras se siente, y hay ocasiones en las que ambas pulsiones coexisten.


Pero no ocurre siempre. Hemos alcanzado en nuestros tiempos ese nirvana que nos anunciaba el filósofo marxista americano de origen alemán, Herbert Marcuse, cuando se refería al "hombre unidimensional". El avance en la especialización de las gentes en sus actividades profesionales, unido a la reducción de las percepciones de terceros en relación con uno mismo, nos convierten en seres de una sola realidad; ya nadie es más que abogado, pintor, profesor de universidad o pastor en el Pirineo. Y, sin embargo, además de una profesión tenemos una familia, practicamos unas aficiones y cultivamos alguna que otra amistad.


Ser y estar en España no es lo mismo. Por poner un ejemplo, los hombres de empresa bilbanos de los siglos XIX y XX que trabajaban en la industria del hierro, en la construcción naval, en el comercio internacional o en el sector financiero, estaban allí, desde luego, pero también eran... España. Esos capitanes de empresa arriesgaban sus capitales para crear riqueza, desde luego, pero también para defender sus ideas. Ahí estaban Víctor Chávarri y "La Piña", los Bergé y el maurismo o los Ybarra que fundaron el periódico "El Pueblo Vasco" para defender las políticas conservadoras.


Estaban, pero también eran. Algunos han llegado a considerar aquellas prácticas de los reseñados siglos como un producto de las pretensiones de las oligarquías de entonces para mantenerse en el poder. La política sería para ellos una extensión de los negocios... ¿y quién mejor que ellos mismos para promover sus intereses en el foro público? Quizás no les falte alguna razón a esos críticos. El caciquismo tuvo una gran influencia en el mantenimiento de ciertas corruptelas y en la extensión del clientelismo, pero la evolución de ese sistema depararía en otros países la identificación del representante público con el elector, asociando a esa relación un proceso de democratización y de limpieza electoral.


Hoy en día el mundo de los negocios se ha desvinculado en absoluto de la política. "Zapatero a tus zapatos", la empresa no debe introducirse en la política, lo mismo que el ejército o la iglesia. La grey pública ha construido de ese modo una endogamia propia y una meritocracia particular que le hace refractaria al resto de los sectores sociales. Nacen a su actividad desde las organizaciones juveniles de los partidos y van escalando posiciones en ellos, en esa amplia escala que va desde los consejos de barrio, concejalías, diputaciones provinciales, parlamentos autonómicos, diputados y senadores, parlamentarios europeos, y los gobiernos correspondientes.


Cualquier llamada a que los mejores, los que han triunfado en el sector privado o en las oposiciones más prestigiosas, se incorporen -durante algún tiempo al menos- a la política, suena entonces falsa, cuando no un brindis al sol o a una voz que clama en el desierto. Conviene para los discursos, pero no interesa en la práctica.


Claro que, acción y reacción, juegan en el mismo terreno. Tampoco a los empresarios de hoy en día les interesa el ejercicio de la política. Desde luego que sí les preocupa -y ocupa- la política como fuente del poder, de la normativa que les regula, de las subvenciones que pudieran recibir...  pero siempre situándose al otro lado del puente levadizo que permite el acceso a ese mundo.


Y les sobran los motivos. Cuando no se ven acosados por partidos y conseguidores de los mismos para el pago de peajes, dádivas o comisiones, lo son para cobrar en especie por los favores recibidos por éstos en el cumplimiento del que se presumía como servicio público. Aunque no cabe tampoco predicar la santidad respecto de la empresa, ya que también ésta pretende en ocasiones la obtención de favores de la administración que puedan encontrarse en el límite de lo legal o incluso desbordarlo.


No es políticamente correcto afirmarlo, pero tampoco ayuda a este saludable trasvase de efectivos la remuneración que obtienen de su actividad los políticos; cualquier comparación con los rendimientos de quienes se dedican al sector privado resalta esta evidencia. Y el riesgo de corrosión de la imagen personal como consecuencia de esa máquina de picar carne que acciona en las tareas representativas (partidos políticos, medios de comunicación, intervención de la judicatura, crítica ciudadana…), disuade de su participación a no pocos que en algún momento de sus vidas se hayan ocupado en deshojar la margarita de un coyuntural cambio de oficio.


Estar, transitar por el mundo de los negocios no es lo mismo que ser español, esto es, de sentir que los destinos del país dependen mucho también de los empresarios, de su compromiso con nuestro futuro. Y ya sé que eso es un desiderátum de imposible cumplimiento y que no cabe volver del revés el reloj de la historia, pero sí pienso que es preciso recuperar el concepto del "zoon politikon", del ciudadano como sujeto activo de la política, cualquiera que sea su actividad profesional. Y en especial debe reclamarse esa actitud respecto de las élites sociales en las que muchos importantes empresarios están integrados. 


Y habrá desde luego que romper una lanza a favor de quienes se muestran comprometidos con la sociedad. A los dueños de Zara o de Mercadona a quienes zahiere la extrema izquierda con manifiesta injusticia. 


Y a tantos otros. A los que están en España y sienten a España.

domingo, 11 de agosto de 2024

Patrick


Patrick es un eficaz maitre. Trabajó muchos años -casi toda su vida laboral- en el restaurante del hotel des Pyrénées, situado en ese pueblito de la Navarra francesa que es St. Jean-Piéd-du-Port. El camino de Santiago abre allí la que será la ruta española, que después de ascender 1.000 metros, deposita a unos exhaustos peregrinos en las acogedoras llanadas de Roncesvalles.


Dirigía el establecimiento cuando conocí a Patrick el acreditado chef Fermín Arrambide. A él se deben, entre otros deliciosos platos, las exquisitas ostras calientes, sobre las que caían como cuentas rosadas de un rosario, unas huevas de salmón, y se recubrían de una fina hoja de verdura y una sutil salsa. No continuaré con la descripción por aquello de la compasión hacia mis lectores, a quienes supongo que también se les podrá tranquilizar con el relato del zorro incapaz de alcanzar las uvas, y que se contentaba pensando que no estaban maduras. Tampoco -se lo aseguro- el precio del menú resulta allí demasiado asequible.


De la atención, buenos consejos y elección de los vinos -borgoñas, invariablemente- que recibía de Patrick se iniciaba una buena relación de amistad. El entonces joven maitre del Pyrenées se desplazaba con frecuencia a nuestro país, donde conocía a algunos de los más afamados restauradores guipuzcoanos. Tuvo también una novia que era profesora en Vitoria, si no me falla la memoria. Yo ejercía por aquel entonces de parlamentario vasco, y le había encarecido a que si le quedaba algún tiempo en sus devaneos amorosos, me lo dijera y así aprovechábamos esa oportunidad para comer juntos.


Patrick me llamó y yo le invitaría, tal y como estaba convenido previamente.  Pero quiso la mala fortuna que el margen de que disponía yo entre cierre de una comisión parlamentaria y apertura de la siguiente, me dejaba apenas media hora para el almuerzo.  Resultaba imposible entonces que nos acercáramos a algún restaurante de Vitoria, por muy cercano que pudiera encontrarse éste al edificio en el que desarrollaba mis tareas representativas. No había otra opción que la cafetería del parlamento donde, al menos por aquellos tiempos, se practicaba a destajo un acoso y derribo cercano al crimen gastronómico. De esa actitud sirva como ejemplo que en una ocasión nos sirvieron arroz procedente de dos paellas cocinadas en diversos momentos de la mañana, una de ellas necesariamente recalentada.


No ocurrió así en la ocasión en que Patrick me visitaba en la calle Becerro de Begoña, pero tampoco mejoraría demasiado la cocina. La premura del tiempo que pudimos adjudicar al almuerzo se unía así a la reducida prestancia culinaria del local.


Recuerdo que Patrick me visitaría también en mi casa de Burguete. Y que yo girarla algún recorrido gastronómico adicional por el establecimiento de San Juan.


El hecho que motiva este relato aconteció bastante más tarde. El largo episodio de la pandemia, a la que seguía -en mi caso- una intervención quirúrgica en el esófago que deparaba un estrechamiento del estómago y la correspondiente limitación en la cantidad de ingesta alimentaria, supuso la consiguiente desaparición del Pyrénées de nuestros almuerzos en esa localidad.


Llegaría la semana santa de 2024, y después de recorrer los escasos puestos del mercadillo que se abre todos los lunes en ese pueblo, nos dimos Victoria y yo un paseo. Fue entonces, cuando regresábamos al lugar en el que habíamos aparcado el coche, el momento en el que nos encontramos con Patrick, que descendía de una empinada calle con unas bolsas de plástico en sus manos. 


Había transcurrido mucho tiempo desde nuestro último encuentro, así que nos pusimos al día. Mi descenso de peso era más que perceptible, de modo que me apresuraba a referir los motivos médicos de esa situación.  Debo decir que me arrepiento de mi iniciativa, porque cuando le llegó el turno de explicarse a Patrick, su relato no podía ser más desconsolador. Como consecuencia de un cáncer, le habían extraído un riñón, pero con eso no había curado el mal. Le tenían que extirpar el otro...


No era posible un trasplante -dijo-. Las disponibilidades de órganos son reducidas y las prioridades otras. Patrick ya se acerca a los 65.


Quedaba en el aire la pregunta fatídica: ¿y después?


La cuestión no sería planteada. Pero fue Patrick el que remataría la información:


- Después queda el riñón artificial -nos informaba de algo que ya conocíamos-. Pero de ahí no se sale... Yo no quiero eso. Me jubilo en dos años, y luego lo que me quede de vida.


Eran palabras que resonaban en nuestros oídos como bombas. Más allá de la vida como mera continuidad de una existencia, reducida además y asumida como una pesadilla permanente, Patrick había optado por la dignidad. No se trata de sumar años a la vida, por el contrario, es la vida la que debe -cuando puede- contar años.


Que sirva este comentario como homenaje a quienes han decidido actuar de la manera en que lo ha hecho este magnífico profesional y mejor persona que es Patrick.






domingo, 4 de agosto de 2024

Leaving the table?


Transcurre el tiempo. Vemos pasar las estaciones. Ya terminó el invierno. Y los calores a veces insoportables están cayendo sobre nosotros como el fuego de una maldición bíblica. Por supuesto que mitigada por los aparatos de aire acondicionado, siempre que podamos pagarlos.


Pasa el tiempo. Y a veces pensamos que no pasa éste por nosotros. Pero ¡vaya que si pasa! Sentimos el frío en nuestros huesos como no lo advertíamos apenas en nuestra juventud, cualquier esfuerzo nos cansa, cualquier dolencia se convierte en recurrente. Nos estamos haciendo viejos. Aunque creamos que no es así, hasta que un voluntarioso y amable joven se levanta de su asiento en un transporte público para ofrecérnoslo. 


Y entonces, cuando ya hemos advertido que el tiempo se ha apoderado de forma inexorable de nosotros, empezamos a pronunciar la palabra que apenas sí salía de nuestros labios. "No". Porque antes de eso nos apuntábamos literalmente a un bombardeo.

 

Y era que nos sobraba lo que apenas tenemos ahora. Teníamos todo el tiempo del mundo. Ahora sabemos que se nos escapa de las manos. Y por eso decimos que no. Empezamos por la pereza. Le seguirá el cansancio provocado por esquivar la placidez de la rutina. Pero ahora decimos que no porque sentimos que ya no nos compensa cualquier tipo de esfuerzo que no entra en nuestras costumbres. Nos agota la sola idea de pensar en otras posibilidades, de conocer -e intimar con- a otras gentes, de trastocar nuestra comodidad con otros hábitos.


Y nos planteamos entonces abandonar la mesa de juego y a los jugadores que allí se sientan. "I'm leaving the table", decía Leonard Cohen. "I'm out of the game". Quizás porque estaba preparado para la salida perpetua de este mundo. Pero uno no se marcha de la noche a la mañana.  Salvo por decisión propia, cuando se da cuenta de que la vida ya no le reporta beneficio alguno. Que cada día será peor que el anterior. Que no merece la pena…


Nos ocurre como decía Proust de su “tante” Leonie. Un día decidió no volver a pisar la calle. Otro día se resolvió a encerrarse en su habitación. El siguiente a no abandonar su cama. Y desde allí seguía las informaciones que le proporcionaba su ama de llaves sobre lo que ocurría en la calle. “Tante” Leonie falleció en su cama, de la que no se había movido apenas en años.


Lo que sucede entonces es que te levantas de la mesa. Empujas la silla e inicias tu retirada. Pero no lo haces con un solo paso ni en un solo instante. Vas retrocediendo. Quizás pensando en si te compensará la molestia de recuperar tu sitio en la mesa. Aunque enseguida resuelves que no. Y en muy poco tiempo estás fuera. Totalmente. Y ya nadie te espera porque han ocupado tu puesto. Hasta entonces considerabas que tu entorno y tú se encontraban ligados de manera inexorable. Pero muy pronto adviertes que la partida se sigue jugando aunque tú ya no formes parte de ella.


Por ese motivo conviene pensar si es mejor aguantar a que alguien distribuya de nuevo las cartas. Porque la derrota está en uno mismo. Sobran los demás. Y si abandonas en la vejez nadie te lo agradecerá. Unos porque piensan que ya has aguantado bastante, otros porque siempre sabrán más que tú. Lo que es la misma idea, aunque formulada de distinta manera.


Y aunque muchas veces te digas, con el poeta, "no puedo más y aquí me quedo"; hay una llamada a la responsabilidad que también hacía Goytisolo: "Otros esperan que resistas, que les ayude tu alegría, tu canción entre sus canciones".


Por esas y otras razones, si aún puedes, te fluyen las ideas, y el físico aguanta a pesar de los achaques que ya te acometen -y los que llegarán antes de que te des cuenta—… si te sientes vivo, no arrojes la toalla. Ni dejes que la tiren por ti. Si te sientes vivo, lee, pasea, escribe, aconseja si te piden consejo -nunca si no te lo piden- o dedícate a la papiroflexia. Pero vive. Es muy corta la vida como para darla por cerrada, porque además de ser viejo (los espejos no engañan, decía Leonard Cohen) más vale no sentirse acabado también,