lunes, 24 de marzo de 2014

La ascendente carrera de Salvador Moreno (8)


Fueron varios los candidatos que se barajarían para el puesto de Secretario de Estado, pero haremos caso omiso de sus nombres, pues no cupo duda de que el que más papeletas tenía para el puesto era Salvador Moreno. Tres virtudes destacaban en él: no era brillante, no era conflictivo y pasaba desapercibido -salvo en lo que se refería a su elegante prestancia.

Alguno de mis lectores pensarán que en realidad no eran esas virtudes que adornen a nadie, sino en realidad defectos, y que aquellas son características que se deban demandar de los servidores públicos. Pero desengáñense ustedes, que en nuestro país -como en tantos otros- mérito y meritocracia son virtudes -estas sí- que se corresponden muy poco con la práctica de la política.

Concluía el primer mandato de Aznar y este renovaba, y por mayoría absoluta, la presidencia. Era el año 2000. Terminaba así, sin estridencias ni brillantez Moreno su mandato y, dada su discreta trayectoria, el siempre eficaz ministro Jacobo Grande aceptaba las exigencias de la Real Casa y le incluía en su organigrama como nuevo Secretario de Estado.
Hombre trabajador y capaz, como era Grande, la presencia de Moreno en sus dependencias no le supuso precisamente descargar sus tareas sobre las espaldas de su nuevo subordinado. Pero es que Grande se echaba casi todo el ministerio a sus espaldas. Lo importante, pensaba el ministro de las barbas que ya blanqueaban, es que no moleste. Y eso era lo mejor de Salvador Moreno, una presencia elegante pero nunca molesta; eso sí, tampoco Moreno añadía nada a la gestión de su jefe, un responsable político que siempre había elegido a sus colaboradores por su perruna fidelidad, colaboradores a quienes también desechaba llegado el momento como pañuelos de usar y tirar.

Así anduvieron Ministro y Secretario durante 5 ó 6 meses, hasta que Aznar resolvía reenviar a Jacobo Grande a su Pais Vasco natal, a preparar las elecciones autonómicas de 2001 y, si fueran bien las cosas, ganarlas y gobernar así con el PSOE de Nicolás Redondo.

Nombraría el presidente de la flamante mayoría absoluta a Mariano Rajoy al frente de ese ministerio. Rajoy -ya le van conociendo quienes no sabían mucho de él- no ha sido nunca amigo de los cambios, claro que la sola idea de contrariar a Palacio añadía una nueva capa de piel a su paquidérmica original refractaria a las reformas y sancionaba de un golpe todos sus nombramientos al frente de su nueva ocupación, recogiendo todo el equipo recibido de Grande.

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