martes, 30 de agosto de 2011

Intercambio de solsticios (227)

Así, con las manos de Bachat atadas a la espalda, y entre esta y aquellas, sus verdugos introdujeron la barra de metal. Después, uno a cada lado de los extremos de la barra, lo subieron hasta la altura en la que se encontraban los pivotes que la sujetaban.
Le habían colgado, de espaldas. Y a muy poca distancia del suelo. Dos metros, quizás menos, pero la suficiente altura para que sus pies no tocaran la superficie del local.
Un fuerte dolor se apoderó de él. Como en una especie de penumbra –a pesar de la luminosidad artificial que inundaba la sala- pudo advertir que uno de sus carceleros se le acercaba , el látigo en ristre.
Cerró los ojos y mordió todo lo que pudo sobre sus dientes. En ese momento habría agradecido un trapo sobre el que proyectar su dolor, porque se trataba de un dolor intenso, salvaje, de tal manera insoportable como el peor del que había tenido recuerdo.
Estaba en los anales de la práctica de la tortura, porque se trataba de un método utilizado con frecuencia por los regímenes que practicaban estos sistemas. Aplicado sobre personas débiles o de cierta edad, provocaba la dislocación de los brazos. En los jóvenes o en las personas de complexión fuerte se dice que “sólo” se sufre una extrema sobreextensión de las articulaciones del húmero. Y, en estos casos, el dolor vuelve a ceder después.
Este “segundo episodio para la reflexión” duraría una eternidad para Bachat. Trataba de pensar en cualquier cosa que liberara su mente de los estragos producidos por el dolor. Y hasta cierto punto conseguía que su organismo le ayudara en el intento: un nivel intermedio entre la inconsciencia y la certeza del sufrimiento le invadió en los momentos más duros del castigo.
Fue consciente de ese extraño estado cuando lo depositaron en el suelo. Lo hicieron con extraña suavidad, como si el momento de la tortura hubiera pasado ya, y fuera llegado el tiempo de la corrección en el trato, cumpliendo un raro rito por el cual, después de la tempestad, viene la calma.
A un lado estaba él. Al otro la barra metálica, aún entrelazada a sus manos. Bachat tenía el rostro volcado hacia el suelo y lo movió para evitar ese desagradable contacto. En su campo de visión apareció la mesa y la figura sentada del jefe de los carceleros. Este observaba a Bachat con expresión indiferente.
El indiviuo aquel se levantó de su silla y dando dos o tres pasos se plantó ante él. Puso una rodilla en el suelo –en un gesto que le hubiera parecido bastante cómico al saharaui de no ser porque la situación nada tenía de divertida-, dirigió su cara hacia la de Bachat y le espetó, casi a voz en grito:
- ¡Ahora supongo que tendrás algo que decirnos!
Bachat separó su mirada de la de su torturador. Era la única manera de evitar una respuesta.
El jefe de los carceleros le cogió por los pelos para volver a Bachat a la posición anterior. Y volvió a formular la misma pregunta, esta vez con voz menos estridente.
- Lo que único que puedo decir es que soy Sidi Ben Bachat. Jefe de la Policía del Distrito de Chamberí –contestó el saharaui, sorprendido él mismo por la serenidad y la seguridad con que se emitía el tono de su voz.
El jefe de los torturadores no disimuló un gesto de contrariedad.
- Está bien. No disponemos de mucho tiempo. Así que preparadad eso –ordenó a los guardias con un gesto de la cabeza.
El objeto hacia el que miraba era la bañera.

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