sábado, 15 de marzo de 2025

Cambiar de idea


Cambiar de idea

Decía don Gregorio Marañón: “Ser liberal es precisamente, primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo”. Y en la medida en la que el entendimiento se sitúa en el mismo terreno de la negociación, comprenderse significa también que se está dispuesto a mudar de opinión. Lo advertía también Antonio Escohotado respecto del ámbito de la enseñanza: “Aprender significa disfrutar cambiando de idea”.

En los tiempos por los que estamos atravesando, la sola formulación de este planteamiento supone una llamada a la revolución, siquiera a un replanteamiento radical de nuestras estructuras e idiosincrasias personales. En momentos de polarización, todo lo que proceda de un espacio que no sea afín -aunque ni siquiera sea opuesto a nuestras posiciones- es rechazado como advenedizo o peligroso. Sólo se admite lo que venga de nuestro campo y nos reafirme en nuestras convicciones. La polarización, diríamos parafraseando las palabras que  pronunciara el presidente Miterrand en el Parlamento Europeo respecto del nacionalismo, es la guerra. Y en la guerra de la polarización quienes deciden no participar en la contienda serán pasados por la piedra dialéctica como los tibios, los que se han rendido antes de tiempo, los cobardes, por lo tanto.

Y sin embargo, quienes están -estamos- dispuestos a cambiar de idea entiendo que somos los más valientes de la sociedad. De una sociedad que ha admitido con toda naturalidad que la división constituye un hecho inevitable,  y que el “nosotros” que se construye -o más bien destruye- como el “no a otros” es la principal base del funcionamiento del grupo, aunque esa nueva “polis” no se corresponda ya con una idea de ciudadanía, sino como su situación contraria, esto es, la tribu. Son -somos- los dialogantes los valientes, no los contrarios al debate abierto.

Por lo mismo, la polarización excluyente impide la activación del mecanismo del diálogo, que es la idea previa a la del consenso. Los muros que se erigen en los espacios públicos sólo sirven para definir los campos en los que se producen las contiendas, y desplazan hacia un terreno imposible el ámbito de la contraposición de opiniones y la mera posibilidad del acuerdo.

Por poner un ejemplo cercano a la actualidad de lo que vengo expresando, se puede evocar la patética queja que ha formulado el líder de la oposición española a la propuesta que le ha formulado el presidente del gobierno para mantener una reunión en la que abordar la espinosa cuestión de los gastos en materia de Defensa. 20 ó 30 minutos no serían un tiempo suficiente para entrar en el asunto, además de que se trata del mismo espacio temporal que Sánchez concede a los demás partidos.

Ésta, que no deja de ser una anécdota, me recuerda al Fuero Viejo de Guipúzcoa, según el cual las leyes deberían ser pocas, cortas y justas. Y añadiría también que el tiempo empleado para su discusión debería ser reducido. Para resultar más explícito diría que en éste, como en los restantes ámbitos de la política, convendría utilizar el procedimiento parlamentario de la guillotina, una técnica que permite cortar el uso obstruccionista de las iniciativas y el debate en las cámaras mediante su ordenación, agrupando las intervenciones, el tiempo de discusión u otros métodos de reducción del tiempo a utilizar.

Cuando se trata de analizar asuntos de carácter general, el principal obstáculo no es el del tiempo a emplear en su debate, sino la confianza -o desconfianza- que con carácter previo tengan los interlocutores. Y en el ejemplo referido a España que acabo de proponer, la distancia entre los protagonistas, el nivel de prepotencia de uno y la bisoñez del otro nos conducen a pensar que, no sólo con 30 minutos, ni siquiera con tres horas serían capaces los interlocutores de realizar un diagnóstico común de los problemas y de las soluciones.

Por eso, con carácter previo al cambio de las ideas, hoy por hoy impensable en determinados pagos políticos, habría que pensar en cambiar a las gentes para quienes  el diálogo resulte imposible. Y cierto es que en este punto los son más culpables unos que otros.

Por eso, estar a la altura de un mundo que cambia, de una Europa que debe tomar decisiones trascendentales, de una España a la que le afectará esta nueva situación, exige de gentes que hagan del ejercicio de la posibilidad de cambiar de idea como consecuencia del diálogo y de la necesidad del consenso, una práctica cotidiana.

Rara avis este tipo de responsables políticos, en peligro de extinción en el mundo. en Europa y, desde luego, en España. Y quizás, precisamente por eso, tan necesaria es su existencia y su reproducción.


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