domingo, 6 de octubre de 2024

Tres clases de partidos

 Conocí a Carlos en Bilbao, lo que quiere decir que fue hace mucho tiempo. Hubo una época en la que me aferraba a esta villa, a la idea que yo conservaba de ella, como a un clavo ardiendo. Pensaba que Bilbao -y su entorno- recuperaría su esplendor toda vez que ETA desapareciera, gracias al concurso conjunto de la sociedad, de las fuerzas de seguridad, de los jueces, de los políticos constitucionalistas, de los periodistas...  Algunas gentes se unían a estos pronósticos y nuestra esperanza común se abría paso entre los que nos concentrábamos en los actos convocados por ¡Basta Ya! y otras plataformas similares, como el foro de Ermua. Lo que no advertimos entonces -lo comprobamos ahora- era que el conjunto de la sociedad vasca estaba enferma, le había sido administrado el virus de la insolidaridad, que es primo hermano del egoísmo; que las buenas gentes del País Vasco preferían mirar para otro lado; que pensaban que el Concierto Económico, devenido en privilegio por obra y gracia de un Cupo políticamente negociado, era un derecho adquirido que nadie en su sano juicio debería siquiera atreverse a discutir. Y así ocurrió que, después de mucho holocausto de vidas, libertades y dineros que quedaron en el camino, la banda terrorista desaparecía, pero ocuparía su lugar el espíritu de campanario y de aldea, y ese nacionalismo, que es el principal barniz que se ha aplicado sobre el cuerpo social vasco jamás admitiría la derrota de su estrategia de connivencia con los asesinos (los que recogen las nueces que aquéllos arrojaron al suelo). Hubo quien les proporcionó cobertura en Madrid, porque los votos de los "nacionalistas demócratas" siempre eran bien recibidos para investiduras y legislaturas, y con esa manta se taparon las vergüenzas de lo que había sucedido y sobre esa ocultación se escribió un nuevo relato que convertiría en irreconocible la verdadera historia de este Pais Vasco de los 40 años de democracia.


Voy poco por Bilbao, por lo tanto. Cada rincón “cada esquina acuchilla mi memoria” -que decía Jon Juaristi-. Me avergüenza observar a los nacionalistas bienpensantes paseándose por los bares cercanos al Guggenheim, pensando quizás que recuperaron cierto aire de cosmopolitismo cuando sólo viven en un papanatismo de Tartarin de Tarascón o se cuentan entre los orgullosos felices que dicen provenir de tal o cual caserío. Ahora se disputan la herencia de la casa del padre los descendientes de Sabino Arana; hijos unos, nietos otros, del racista fundador del PNV, los del Ortuzar y los de Otegui, iguales los unos a los otros, y si no al tiempo.


Quizás haya resultado larga esta introducción para explicar solamente que veo a Carlos en Madrid. Y que en el último café que tomamos juntos me describía él la existencia de tres tipos de partidos: los partidos-ejercito, los partidos identitarios y los partidos clubes.


Serían los partidos-ejército esas maquinarias bien engrasadas cuya única pretensión constituye la obtención y conservación del poder. Queda advertido, con carácter previo, que en esa disciplinada cohorte no entra en su ecuación la ideología, tampoco una agenda clara de reformas, y que, por lo tanto, nadie que no quiera perder su preciado tiempo debe emplearlo en la lectura de sus programas. 


En España -en lo que, quizás por mera aproximación podríamos calificar formaciones políticas nacionales- existen dos partidos-ejército: el PSOE y el PP.  Por supuesto que, como en toda buena botica, los hay mejores y peores. El PSOE es una milicia eficaz y que actúa sin contemplaciones en esa práctica -no toma prisioneros-. El PP procura imitar su forma de actuación, pero no pasa de eso, porque no es creativo, porque a veces les puede un cierto respeto a la moralina de los principios; es un quiero y no puedo, y a veces un puedo y no me atrevo; no entiende que si pretende ganar las batallas no puede pelear con un solo brazo o con una sola pierna, porque habrá perdido antes de empezar la contienda.


Los partidos identitarios se resuelven en un retorno cierto de elementos y comportamientos pretéritos que entienden que han sido conculcados, bien por el cambio de régimen económico que ha traído consigo la modernidad -es el caso de los nacionalistas, que de una forma u otra pretenden el regreso al Antiguo Régimen-, o piensan que está siendo la inmigración "incontrolada" o la cobardía de los partidos más centrados las causas de la confusión y la pérdida de identidad que pretenden recuperar. A diferencia de los partidos-ejercito, para quienes el adversario -no siempre el enemigo, en democracia- a combatir podrá en algún momento hacerse de nuevo con el poder, los identitarios construyen, ellos si, su discurso sobre la referencia del enemigo: España -para los nacionalistas-, el PP y el PSOE para Vox.


Y quedan los partidos-clubs, compuestos por aficionados diletantes que, como sucede en las pandillas, a veces siguen ordenadamente a sus jefes, pero se descuartizar a sí mismos a la menor oportunidad.  No parece que les preocupa el poder salvo como referencia a criticar, lo que les importa es conspirar para hacerse con el control del club. Y cuando no lo consiguen, siempre tienen a mano una escisión en la que los separados son siempre los auténticos.


Ejemplos de este último caso los hay muchos, desde luego. Pero el más reconocible está en la imborrable escena de la discusión de las facciones judías en la película "La vida de Brian". Son escasamente peligrosos como bandas alocadas, salvo si se comete el error de integrarse en ellas. Y si un día consiguen algún pedazo de la tarta del poder, sólo pondrán en claro su manifiesta incompetencia. 


Es evidente que un partido, cualquiera, puede asumir dos o tres de las señaladas características. Se puede ser un partido-ejército y, a la vez, un partido-identidad; y no se puede excluir la posibilidad de que también éstos y aquéllos degeneren en clubes, aunque no es muy probable, el ejercicio del poder es una buena medicina para curar esa clase de trastornos.


El avezado lector que haya llegado hasta este punto del comentario se preguntará seguramente: ¿qué pasa con los partidos democráticos, que creen en la política como instrumento de transformación de la sociedad y que cuentan con programas de sesudo elaboración y que están dispuestos a aplicarlos? En mi opinión -y he conocido unos cuantos, créame-, los partidos nacen desde la ilusión y se pervierten de manera inevitable a medida que van creciendo, convirtiéndose entonces en alguna de las tres categorías que les he presentado. Al menos en España; y, en el resto de Europa, por lo que me han contado, ocurre tres cuartas partes de lo mismo.

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