domingo, 27 de octubre de 2024

Nos habéis cambiado



Una mañana de un domingo cualquiera, Juan se monta en su bicicleta, lo mismo que hacen sus dos hijos. Pedalean hacia el norte de Madrid por calles cuyo tránsito es reducido por causa de la festividad. Doblan una calle y se encuentran con un solar que aún no está cubierto de cascotes o de máquinas de construcción. De su interior procede una mezcla de música de bachata y de risas. Se acercan y observan que se trata de un grupo -¿30, 40?- de jóvenes latinos. ¿Venezolanos? Es posible. Como consecuencia del efecto de su régimen dictatorial, el chavismo-madurismo ha conducido a cerca de 500.000 de sus ciudadanos a España. 


Los hijos de Juan observan con curiosidad la escena. Les fascinan los movimientos de las chicas y tamborilean con las manos sobre sus manillares al ritmo de la música. Uno de los jóvenes del grupo de latinos se dirige a Juan. Con educación un tanto exagerada -según los estándares españoles-, después de preguntarles acerca de cómo están, inquiere:


- Discúlpeme una pregunta: ¿les gustamos a ustedes?


Juan no esperaba semejante cuestión. Quizás... ¿les molesta la música?, ¿hacemos demasiado ruido?, ¿acaso tienen ustedes alguna relación con la propiedad de este solar? 


Se trata de una pregunta inquietante en los tiempos que corren. Todos los días los telediarios, los periódicos, las redes sociales... difunden informaciones de pateras que llegan cargadas de personas africanas: las calles de nuestras ciudades y los transportes públicos, los establecimientos de hostelería, hablan latino, y ya empezamos a distinguir a los cubanos de los ecuatorianos y de los colombianos por sus respectivos acentos.


España, la España que algunos hemos conocido hace 20, 30 ó 40 años ha cambiado. Ese fenómeno que se encontraba aún lejos de nosotros ha llegado, y lo ha hecho de manera imparable. Antes de eso éramos los españoles quienes nos veíamos obligados a abandonar nuestro país para encontrar un puesto de trabajo, alguna oportunidad que fuera diferente a disputar con otros necesitados una peonada, para abrirse camino en Cataluña o en el País Vasco. Es fácil comprobar en las fotografías de esas épocas a los españoles con sus maletas de cartón subiendo a unos abigarrados trenes que tenían por destino final una estación de alguna ciudad alemana, o recordar esa película de Roberto Bodegas, "Españolas en París", cuyos títulos de crédito terminaban con la canción de Paco Ibáñez y los impagables versos de José Agustín Goytisolo ("Tú no puedes volver atrás...")


Pero muchos españoles nos hemos olvidado de todo eso, aunque algunos de los descendientes de aquéllos han conquistado plaza y respeto en esos países. Anne Hidalgo es alcaldesa de París, el músico Xavier Cugat triunfaría en los Estados Unidos, lo mismo que el restaurador José Andrés, el diseñador de zapatos Manolo Blahnik... y otros muchos miles de ciudadanos que se han hecho de otro país sin por ello renunciar a sus raíces ni a sus afectos.


 Nos olvidamos de lo que fuimos para denunciar la llegada de latinos, magrebíes y africanos del sur y del centro de ese continente. Y les decimos que somos diferentes a 

ellos, que son extranjeros -extraños-, metecos -maketos, decía Sabino Arana...


No reconocemos que los que emigran son siempre los mejores, los más osados, los inconformistas, los que tienen más iniciativa -como afirma Nemesio Fernández-Cuesta-. Porque muchos de los que se quedan en sus países de origen son a veces los que consideran suficiente vivir una existencia de penuria y de escasez, uncidos a la rueca que da vuelta tras vuelta sin solución de continuidad ni de esperanza. 


Y la respuesta de Juan -quizás después de repasar rápidamente éstos u otros argumentos- sería:


- Por supuesto que me gustáis. En realidad, nos habéis cambiado...


Nos han cambiado, en efecto. Pero también porque nuestra identidad no era tampoco unívoca, porque no existe un español igual a otro, lo mismo que no todos los vascos lo son de palabra corta y trabajo constante, no todos los catalanes dedican su exclusiva atención al ahorro y a obtener el máximo rédito posible de sus gastos, ni todos los andaluces pasan el tiempo pensando en la fiesta y en la jarana...


Los españoles ya éramos diferentes antes de que las Comunidades Autónomas subrayaran nuestras especificidades. Y ahora -para bien y para mal- nuestras diferencias se han consolidado y ampliado.


Y ellos, los que vienen de fuera, nos obligan a advertir de su presencia y sus cualidades. Recuperamos ese respeto y el trato de “usted” que ya estábamos perdiendo, el restablecimiento de los viejos valores incorporados a las creencias que un día tuvimos o el cariño a las gentes de la tercera y aún de la cuarta edad a quienes hemos trasladado al desván en el que guardamos los trastos inútiles por viejos.


Nos han cambiado con su afán de prosperar, de aceptar los trabajos que ya no nos convienen, recibiendo salarios que, para los que hemos nacido aquí, nos parecen irrisorios, prefiriendo entonces las ayudas sociales o eso que en el pasado siglo se denominaba como "sopa boba" que se hacía con los desechos de las comidas sobrantes de los conventos. 


Pero nos cambian también porque nuestra convivencia con ellos nos obliga a transformarnos a nosotros mismos. Ya no vale con decir que son ellos quienes deben adaptarse a nuestro modo de vida. Cuando las situaciones cambian, cambian para todos. Y si los necesitamos para articular nuestra vida cotidiana -para vivir- deberíamos estar dispuestos también a adaptarnos a ellos, no sólo a respetarlos. 


Con mucha frecuencia utilizamos la expresión "integración" para explicar que los inmigrantes deberían dejar por el camino a la "tierra prometida", una parte no desdeñable de sus creencias y de su estilo de vida. Nadie comprendería, por ejemplo, que un latino no acomode su mentalidad respecto del trabajo a la realidad del capitalismo competitivo que opera en los Estados Unidos, pero tampoco comprendería éste que los norteamericanos de origen no respetaran sus valores católicos. La integración, por lo tanto, es un camino de ida y vuelta, es una cuestión de reciprocidad.


Ya están sonando en mis oídos los comentarios de quienes opinen que no es lo mismo la emigración latina que la procedente del Magreb. Y no lo es, porque los valores cristianos que aquélla nos propone son los mismos que -a pesar de nuestra descreencia- compartimos nosotros. La del Magreb y -por extensión- la de otros países de tradición musulmana, pone por delante de los valores compartidos por la mayoría los suyos propios.


Es llegado entonces el momento de reivindicar el imperio de la ley y de los valores constitucionales a quienes puedan poner otros por encima de los comunes. La integración entonces no puede significar la suma de unos elementos que constituirían así una amalgama en la que impere el más absoluto relativismo, en el que la mujer quede subordinada a los deseos del hombre -incluido su aspecto exterior-, que los gays sean estigmatizados y la religión se imponga como un principio “erga omnes” y no como una práctica privada.


Y será también llegado el momento de que no se relegue a quienes piensen de un modo diferente a determinados barrios de las grandes ciudades, en los que la ley general no se puede aplicar desde el anochecer, y donde se está incubando el huevo de la serpiente de los atentados del día de mañana. Será labor principal de las autoridades la de generar espacios multiculturales en los que convivan los ciudadanos de diferentes etnias y convicciones, de manera que el solo roce de unos con otros proporcione el crisol de una nueva forma de entender la vida en comunidad basada en el respeto general de las convicciones de unos y otros; el momento también de que se compruebe que los contenidos de las oraciones en las mezquitas no contravienen los principios que nuestra convivencia determina…


Para eso está la política. No sólo para crear problemas donde no los había y no solucionar los que nos amenazan. El futuro que tenemos por delante no tiene por qué parecerse a la "Sumisión" que nos anuncia Michel Houellebecq. Mucho más si no presentamos batalla previa a quienes, en lugar de declinar el verbo integrar, prefieren pronunciar el de "capitular".


Ya sé que no está la política -en España y fuera de ella- para gestas de estas características. Pero no deberíamos ceder en la exigencia como si fuera inevitable que ese "nos estáis cambiando" que decía Juan equivalga a un desmoronamiento general de nuestra manera de vivir. La adaptación de nuestro estilo de convivencia no debería suponer el abandono de unos valores que, en medio y a pesar de todos los cambios, aún permiten que sigamos viviendo en una misma comunidad. 

domingo, 20 de octubre de 2024

La maldición griega


Existe un dicho de la Grecia clásica por el que los hijos deben pagar los errores y las faltas incurridos por sus padres. En la Biblia se llegaba incluso a medir la longitud generacional de esta maldición: hasta la tercera o cuarta generación se mantendría dicho compromiso. 


Este ominoso presagio nos recorre de manera transversal a los descendientes de los hechos más crueles de la historia. Los judíos que pidieron a Pilatos que salvara a Barrabás en lugar de a Jesús todavía siguen expiando su culpa 2000 años después -aunque a veces se empeñan en perpetuar los errores de sus ancestros-, y los españoles que descendemos de los que lucharon en la guerra civil aún seguimos enfrentados a causa del bando que eligieron o que les fue impuesto a nuestros abuelos. El descubrimiento de América en tiempos de los reyes Isabel y Fernando arrastra una cola aún más larga, y López Obrador y su sucesora exigen del Rey Don Felipe presente excusas por lo que sucedió a partir de entonces. Quizás se hayan salvado un tanto los sucesores de los europeos que se enfrentaron en la guerra mundial, porque supieron crear en las ruinas de la devastación un acuerdo que nos ha conducido a la Unión Europea que ahora disfrutamos.


Por supuesto que no hay nada que sea permanente. Tampoco en Europa, los descendientes de los descendientes son ahora contendientes entre quienes seguimos apostando por un proyecto europeo que nos salve de la guerra; o lo que es lo mismo, defender los valores europeos de la libertad y de la solidaridad, frente a quienes pretenden un retorno al nacionalismo que, como dijo el presidente Mitterrand, es precisamente la guerra.


Y también en las familias, instaladas en una especie de cultura tribal y rural, seguimos conminados a pagar los réditos de lo que hicieron o dejaron de hacer nuestros padres. Como si esos conflictos de tierras y lindes sin definición registral nos llevaran a esquivar el saludo a los hijos de los hijos que se supone que provocaron la afrenta. Y cuando alguien pregunta por la causa del conflicto nadie es capaz de ofrecer una respuesta convincente: la culpa siempre la tuvo el otro.


No es suficiente entonces que llevemos en nuestro ADN las inmarcesibles características de nuestros padres. Su inteligencia o su estulticia, su habilidad o su torpeza, su belleza o su fealdad; no basta con que debamos rastrear en los recuerdos de nuestros mayores los rasgos que nos procuran determinadas ventajas o nos recomiendan no seguir por los caminos que ya nuestros ancestros cultivaron sin éxito. Esa cruz en la que nos clavarán -o nos han clavado ya- es la misma en la que esperaremos a recibir la esponja bañada en un un vino peleón al otro lado de la lanza del legionario, y antes de decir eso de "todo se ha consumado" y expirar. 


Nos escudriñan las gentes con gestos a menudo aviesos para advertir si nuestros orígenes sociales son limpios, si algunos de nuestros antepasados se dieron a la bebida, si fueron manirrotos o ahorrativos, si eran mujeriegos o fieles en sus matrimonios, si trabajadores o perezosos... como si pidieran de alguna sociedad de calificación de riesgos un informe acerca de la solidez de nuestra fortuna o de la precariedad de nuestras cuentas bancarias. Quieren medir si somos o no objeto de confianza, basando el veredicto en lo que quedara establecido por los hechos de nuestros padres. Esa cruz que ningún cirineo nos ayudará a sobrellevar.


Acosados por las culpas de nuestros antepasados no nos queda otra forma de subsistencia que la huida. Trepamos hasta el exiguo espacio de un frágil cayuco o nos subimos a un flamante avión en busca de una nueva tierra prometida. Saldremos del terruño que nos vio crecer en la pretensión de seguir el curso hacia donde nos lleven nuestros sueños, a los que de manera inevitable matizarán las realidades sobrevenidas.


Huir de la aldea, escapar de la tribu, es rechazar la maldición de los griegos, la misma que hizo pagar a las diferentes generaciones de judíos por los que reclamaron la vida de un ladrón y la sangre de un justo al prefecto romano. Retirarse del estrecho ámbito local para abrazar un entorno global, allá donde se conquista el anonimato porque las identidades se diluyen.


Aunque no conviene confiar demasiado en que el escape de las existencias previas nos convierta sólo por eso en hombres diferentes. Antes de partir será preciso ajustar nuestras cuentas con lo que dejamos atrás. Ya lo decía Lawrence Durrell en su “Cuarteto de Alejandría,: "A medida que crezcas aprenderás que una de las cosas más tristes de la vida es que no se puede hacer nada con el pasado. Uno no puede simplemente mudarse a otra ciudad o a otro país y trazar una línea, porque cualquier cosa de la que uno intente escapar le estará esperando en algún lugar para encontrarse de nuevo con él".


Y es que no existe una solución perfecta para zafarse de esta maldición.







domingo, 13 de octubre de 2024

Balada de las gentes que han nacido en algún lugar


Con la evolución de los tiempos -los propios y los que no lo son tanto- cada vez me siento más identificado con los que en la relación con los demás prefieren antes observar a las personas que te rodean que a los grupos en los que se integran. Por definición, no te haces amigo de una clase social ni de una organización concreta; son siempre las gentes quienes pueden resolver los problemas que te afectan, más que la institución que puedan representar o en la que se encuentren trabajando. Valga como ejemplo que, quizás una entidad bancaria determinada no sea la más importante del mercado, pero es que ocurre que en la sucursal que está cerca de donde vivo me atienden muy bien, y por eso no cambio de banco. Declaraciones como éstas se pueden aplicar a cuantos ámbitos de actividad se quiera -un bar, un supermercado, una gasolinera...


Formulado este principio general, existe una característica singular que afecta a quienes presumen de un determinado origen, como si éste les convirtiera en seres superiores al resto de los mortales. No advierten que una determinada educación les obliga más que les sitúa en una posición de predominio, precisamente a causa de ese singular nacimiento. Su origen les demanda la obligación de permanecer atentos a satisfacer las demandas de los otros, en lugar e  ofrecerles un derecho inmanente de mandar y de que se cumplan sus deseos. Porque nadie es más que otro, y si -por lógica- hay quien destaca entre los demás, deberá observar con cuidado la situación de los que no han obtenido esa situación. Al menos en eso debería consistir la enseñanza que deberíamos inculcar en las generaciones que nos sigan, lo mismo que quizás hayamos recibido de quienes nos precedieron.


Existen, sin embargo, quienes se sienten felices por el solo hecho de haber nacido en alguna parte. A ellos dedicó Georges Brassens su "balada de las gentes que han nacido en alguna parre", y que trataré de traducir a continuación. Inserto después la versión original.


Verdad que son hermosos sus pequeños parajes

Aldeas y ciudades, todas dignas de ver

Admirar sus mansiones, iglesias y paisajes.

Sólo un defecto tienen, el defecto de ser 

El sitio donde viven personajes que miran

Al resto con desprecio desde un pedestal

Chovinistas que van ostentando las tiaras.

Los imbéciles felices que han nacido en algún lugar.

Los imbéciles felices que han nacido en algún lugar.


Malditos sean esos hijos de la madre patria 

Empalados de una vez por todas en sí mismos 

Que os enseñan las torres, los museos, de su zona

Os hacen ver el país natal hasta el estrabismo

Ya vengan de Paris, de Roma o de Bayona,

De donde esté el  demonio, o bien de Zanzibar,

O de Montquq, se ponen la corona 

Los imbéciles felices que han nacido en algún lugar.

Los imbéciles felices que han nacido en algún lugar.


Meten como avestruces su cabeza en la arena 

Entierra en ella tu cabeza, no encontrarás nada más fino 

Y en cuanto al aire que aspiran para salir a escena 

Sus pompas de jabón son aliento divino. 

Y poco a poco aquí se han reunido 

Orgullosos de ver las heces depositar 

De caballos, a todas las gentes anhelar

Los imbéciles felices que han nacido en algún lugar

Los imbéciles felices que han nacido en algún lugar.


No es un lugar común el de su nacimiento. 

Se compadecen de verdad de los pobres sin fortuna

Los pequeños torpes que no tuvieron el atrevimiento 

El ánimo para ver la luz del día en esa cuna

Cuando suena la bocina en esa su feliz tierra

Contra el extranjero, que es siempre brutal.

Salen de su agujero para morir en la guerra. 

Los imbéciles felices que han nacido en algún lugar

Los imbéciles felices que han nacido en algún lugar.


Dios mío, que bueno sería en la tierra de los hombres. 

Si nos topáramos con esta raza sinsentido 

Esta raza molesta que tiene tantos nombres 

Estas gentes que en alguna parte han nacido

Que la vida sería hermosa en no importa qué momento 

Si no hubieras sacado a estos cabritos de la nulidad 

Quizás prueba de tu supino desconocimiento 

Los imbéciles felices que han nacido en algún lugar

Los imbéciles felices que han nacido en algún lugar.


C'est vrai qu'ils sont plaisants tous ces petits villages

Tous ces bourgs, ces hameaux, ces lieux-dits, ces cités

Avec leurs châteaux forts, leurs églises, leurs plages

Ils n'ont qu'un seul point faible et c'est d'être habités

Et c'est d'être habités par des gens qui regardent

Le reste avec mépris du haut de leurs remparts

La race des chauvins, des porteurs de cocardes

Les imbéciles heureux qui sont nés quelque part

Les imbéciles heureux qui sont nés quelque part


Maudits soient ces enfants de leur mère patrie

Empalés une fois pour toutes sur leur clocher


Qui vous montrent leurs tours, leurs musées, leur mairie

Vous font voir du pays natal jusqu'à loucher

Qu'ils sortent de Paris, ou de Rome, ou de Sète

Ou du diable vauvert, ou bien de Zanzibar

Ou même de Montcuq il s'en flattent mazette

Les imbéciles heureux qui sont nés quelque part

Les imbéciles heureux qui sont nés quelque part


Le sable dans lequel douillettes leurs autruches

Enfouissent la tête on trouve pas plus fin

Quand à l'air qu'ils emploient pour gonfler leurs baudruches

Leurs bulles de savon c'est du souffle divin

Et petit à petit, les voilà qui se montent

Le cou jusqu'à penser que le crottin fait par

Leurs chevaux même en bois rend jaloux tout le monde

Les imbéciles heureux qui sont nés quelque part

Les imbéciles heureux qui sont nés quelque part


C'est pas un lieu commun celui de leur naissance

Ils plaignent de tout cœur les pauvres malchanceux

Les petits maladroits qui n'eurent pas la présence

La présence d'esprit de voir le jour chez eux

Quand sonne le tocsin sur leur bonheur précaire

Contre les étrangers tous plus ou moins barbares

Ils sortent de leur trou pour mourir à la guerre

Les imbéciles heureux qui sont nés quelque part

Les imbéciles heureux qui sont nés quelque part


Mon Dieu qu'il ferait bon sur la terre des hommes

Si l'on y rencontrait cette race incongrue

Cette race importune et qui partout foisonne

La race des gens du terroir, des gens du cru

Que la vie serait belle en toutes circonstances

Si vous n'aviez tiré du néant ces jobards

Preuve peut-être bien de votre inexistence

Les imbéciles heureux qui sont nés quelque part

Les imbéciles heureux qui sont nés quelque part