domingo, 30 de junio de 2024

Avalanche

 La canción que trae por causa esta nueva visita a las composiciones de Leonard Cohen formaría parte de su álbum."Songs of Love and Hate", publicado en el año 1971. A decir de alguno de sus críticos, se trata de uno de sus álbumes más oscuros y emocionales. En lo que se refiere a este tema en concreto, hubo quien aseguró que era como introducir entre la cubierta y el disco de vinilo una cuchilla de afeitar, toda una invitación al suicidio.


Antes que canción -o en todo caso, porque las composiciones de Cohen son siempre poesías- Avalanche era eso, un poema que figuraría en su libro "Parásitos del Paraíso". Del álbum Songs of Love and Hate, y en especial de Avalanche, se ha dicho que es un disco que destila una violencia atroz, obscena e inevitable. La desnudez que provoca este trabajo no es cómoda, ni reivindicativa, ni exhibicionista, sino imprevista y desconcertante. Una desnudez que encoge, de la que resulta urgente el recubrimiento de un abrigo.


Toda la vida, todo el amor pende de un frágil hilo en esta canción. Se diría que las relaciones entre los seres queridos se revisten de un barniz tan tenue que la dureza de los materiales primitivos se impone sobre la tintura exterior.


Se desprende de Avalanche una rara sensación de distancia, confundida por la urgencia del contacto, por una declarada innecesaria relación que, sin embargo, se concreta en la necesidad de mantenerla. El amor, el deseo, son impulsos contradictorios, y a veces se resuelven en límites muy imprecisos: un poco menos equivale a la exigencia de una mayor dedicación, un poco más es algo demasiado parecido a la exageración y al empacho.


El narrador del poema se sumerge también en la contradicción fundamental, lleva una fea joroba pero está subido a una colina de oro, es un inválido que precisa de alimento y vestido pero en realidad no los necesita. Existe también un vago desprecio hacia su amante, que no le ha subido al pedestal, porque él mismo es el pedestal. No acepta sus normas, no admite el menor síntoma de humillación, antes bien, él es un ser superior que reconoce el engaño de su amante (“no te envuelvas con harapos, porque sé que no eres pobre”).


El poeta -en la parte más terrible de la canción- se refiere al dolor propio que no admite comparación con el ajeno, es sólo la sombra de su herida, le advierte. Lo que le ofrece son apenas migajas de amor, que le son indiferentes.  Aun así dice que la desea y la necesita. Sobre él lleva su cuerpo… ¿o será éste su propia joroba?


Pero vayamos al texto de la canción.


Bueno, entré en una avalancha

Que cubrió por entero mi alma 

Cuando no soy este jorobado que ves

Duermo debajo de la colina dorada


Tú que quieres conquistar el dolor

Debes aprender, aprender a servirme bien

Me golpeas por accidente

Siempre que desciendes a por tu oro

El inválido que vistes y alimentas

No está muerto de hambre ni de frío

Él no reclama tu compañía

No al menos en el centro, en el centro del mundo


Cuando estoy sobre un pedestal

Pienso que tú no me elevaste hasta allí

No tengo por qué seguir tus reglas

Y arrodillarme, grotesco y desnudo


Porque yo mismo soy el pedestal

Por causa de esta horrible joroba que estas contemplando 


Tú que quieres conquistar el dolor

Debes comprender lo que me convierte en un ser grato

Las migajas de amor que me ofreces

Son precisamente las que he dejado atrás 


Tu dolor no acredita nada aquí 

Es sólo la sombra, la sombra de mi herida


He empezado a desearte

Yo que carezco de ambición 

He empezado a necesitarte 

Yo que carezco de necesidad


Dices que te has alejado de mí

Pero puedo sentir cómo respiras

No te vistas con esos harapos por mí

Yo sé muy bien que no eres pobre


Ahora no me amas de una manera tan salvaje

Ahora, cuando sabes que no estás segura

Ha llegado tu turno, querida 

Es tu cuerpo lo que llevo encima.
















domingo, 23 de junio de 2024

La política exterior de la dictadura franquista

 

En el acto que el foro LVL de política exterior que, con la co-esponsorización de la Fundación Transición Española, en la Fundación Botín, con el título Gibraltar como reivindicación histórica de la política de nuestro país, tuvimos la oportunidad de asistir a la magnífica exposición de la profesora de la UNED Rosa Pardo, en la que la referida historiadora nos explicó la política exterior del ministro Castiella durante la dictadura franquista. Parece ocioso destacar que esa España -casposa y pretérita- carecía de medios suficientes para urdir una política exterior digna de tal nombre. Se trataba de una apestada en los foros internacionales -su entrada en la ONU no se produjo hasta el año 1955- y apenas nuestros esfuerzos se concentraban en paliar los problemas de la escasez alimentaria cubiertos por países amigos como ocurría con el flamante justicialismo argentino del general Perón. En éste, más que complicado contexto, el ministro Castiella consiguió generar una serie de acuerdos en los que muchas naciones hispanoamericanas, africanas y árabes secundaron nuestros parámetros descolonizadores de los antiguos territorios españoles con el propósito de recuperar nuestra soberanía sobre el conjunto del territorio español, a través de la reintegración de Gibraltar a España, protegiendo en ese ámbito nuestra presencia en las ciudades de Ceuta y Melilla y la españolidad del archipiélago canario. Y no sólo eso, también la apertura del dossier europeo, que la férrea dictadura convertiría de imposible ejecución.


La buena lógica de la política exterior dicta lo que indicaba Lord Palmerston, sobre los intereses, que son permanentes, en tanto que los amigos no lo son tanto.


Podría aventurarse que, más allá del consenso constitucional, no ha existido una política exterior acordada entre los grandes partidos españoles; y los pactos que condujeron a la aprobación de la Carta Magna de 1978 apenas sí se detuvieron a considerar el ámbito internacional -ni siquiera nuestra adscripción a la alianza atlántica fue convenida por los dos grandes partidos-. La conexión indisoluble entre la idea democrática y la necesaria integración europea sería quizás uno de los escasos vectores que unieron al conjunto de la sociedad y de la representación política española. ¿Y qué decir de las decisiones de los gobiernos de Aznar -apoyo a la guerra en Irak- o de Sánchez -nueva posición sobre el contencioso del Sáhara- en cuanto al consenso parlamentario?


No deja de resultar comprensible que, más allá del “buenismo” que presidió las estrategias de nuestros últimos gobiernos , y que por acción y omisión ha contaminado al conjunto de la política española, no existe un proyecto de país compartido por los representantes democráticos; ni siquiera está claro si España es una sola nación o más bien somos el menguante resultado de una suma -¿resta?- de un conjunto plurinacional -el coordinador general del PP, Elías Bendodo “dixit”.


Sin embargo, si los partidos políticos españoles pretenden que la misma idea de España -cualquiera que ésta sea- disponga de alguna continuidad, la estrategia -no la táctica del corto plazo- de los pactos entre ellos debería constituirse en un elemento esencial de sus preocupaciones. Ya es sabido que existen muchos y diversos adversarios y enemigos de la sola posibilidad de una España fuerte, una idea que les suscita una profunda desconfianza. Precisamente por esa razón hace falta establecer acuerdos en política exterior que vengan presididos por los intereses de España y no por los objetivos pretendidos por terceros países.


La suma de esos deseables pactos parciales determinaría así el esbozo de los intereses que España debería defender en el escenario europeo e internacional. Aunque, todo hay que decirlo, no vivimos buenos tiempos para esta clase de músicas, sometidos -como lo estamos- a un vertiginoso descalabro de lo que me parece la primera y más importante de las preocupaciones de España: preservar su unidad y legarla intacta a las generaciones que nos sucedan.



domingo, 16 de junio de 2024

Miguel Maura en el debate del Estatut

 El debate sobre el Estatut que se produjo en las Cortes republicanas quedaría eclipsado por el que allí libraron el presidente del Consejo, Manuel Azaña, y el intelectual, José Ortega y Gasset. La raíz de la discusión parlamentaria se situaba en si era posible -a través de este procedimiento normativo- la solución del contencioso entre Cataluña y el conjunto de España -tesis mantenida por Azaña- o si, por el contrario, sólo cabía la conllevanza de un problema que hundía sus raíces en la historia, en especial a raíz del auge de las posiciones románticas operadas en el sentimiento catalán en el siglo XIX, en particular con la frustración nacional que produjo en España la pérdida de nuestras últimas colonias en 1898, y la confirmación para los soberanistas catalanes -y vascos- de sus tesis soberanistas a través de los 14 puntos dictados por el presidente norteamericano Woodrow Wilson en el año 1918.


Pese a que ese debate oscureciera a los otros que se produjeron con tal motivo, hubo algunas intervenciones de interés, en especial si tenemos en cuenta la deriva que este asunto ha tenido y sigue teniendo en la actualidad. 


Existe una tendencia cierta, entre historiadores, pero más aún entre opinadores y politólogos de todas las tendencias, de pretender allegar las ruedas de molino de la historia a la justificación de sus tesis particulares. Creo que es preferible dejar hablar a la propia historia sin sujetarla a brida alguna o soltándola con el fin de provocar una vertiginosa cabalgada.


Miguel Maura, autor de la oración parlamentaria, había sido, de los hijos del cinco veces presidente del Consejo de Ministros a lo largo de la Restauración, Antonio Maura, el que más se había interesado por la política, a partir de la idea del servicio público que para su padre constituiría razón primordial, como les ocurrió a tantos otros dirigentes de esa época.


Diputado a Cortes, concejal de la minoría maurista en el Ayuntamiento de Madrid, Miguel abrazaría la causa del republicanismo toda vez que Alfonso XIII incumplía su juramento constitucional a lo largo de la dictadura del general Primo de Rivera. Ministro de la Gobernación del ejecutivo provisional republicano, dimitiría muy pronto como consecuencia de la quema de los conventos en mayo de 1931. Forzado a permanecer en el gobierno, su salida definitiva se produjo a raíz del debate constitucional respecto de la regulación prevista por la Carta Magna  sobre las órdenes religiosas.


Miguel Maura había intervenido en la reunión celebrada en el Hotel Londres, en San Sebastián, una reunión en la que se acordaron diversos extremos relativos al advenimiento de la República, y en la que dicho político desmontaría la pretensión de los representantes catalanistas presentes de establecer un sistema de autonomía para dicha región con carácter simultáneo a la proclamación del nuevo régimen.


Sentado el procedimiento por el cual era antecedente necesario la aprobación de la Constitución, llegaría el texto del estatuto a las Cortes. Respecto de su intervención en el citado debate, afirmaría el propio Miguel Maura:


"El Estatuto de Cataluña debutó en las Cortes con un discurso mío, en contra de la totalidad. Pasaba yo, como tengo dicho, por enemigo irreconciliable de toda autonomía, y ello desde el pacto de San Sebastián. Mis diferencias y peleas con Maciá en los comienzos del régimen habían venido a reforzar esta opinión que sobre mí tenían los catalanes. Como ello no era cierto y como veía claramente que la campaña de las derechas iba a envenenar el problema de forma irreparable, pedí el primer turno en contra del dictamen de la Comisión para ver de orientar la posición de quienes, siendo opuestos a todo abuso autonómico, estaban conformes en la necesidad de reconocer ‘el hecho diferencial’ y de darle un cauce legal y definitivo.


'Recuerdo perfectamente los términos de mi discurso, sumamente moderado y pronunciado sin la menor pasión. Fundé mi oposición en los extremos más esenciales de las delegaciones de función estatal a la Generalidad: el orden público, la justicia y la autoridad suprema del presidente catalán para dirimir las cuestiones que pudieran surgir entre los dos poderes. Las razones que alegué estaban sacadas por la experiencia por mí vivida en el Ministerio de la Gobernación, y del espíritu notoriamente hostil a toda injerencia de la autoridad central en la vida de Cataluña -aun la más sensata y fundada- que Maciá y sus amigos habían mostrado en esos seis meses-. No sé si estuve afortunado en la expresión. Mí modo de ser es generalmente incompatible con las exposiciones doctrinales, en las que no juegan las polémicas y la contradicción. Sólo el calor de ésta anima mi pobre oratoria y me da la suficiente tonalidad de palabra y de gesto para interesar el auditorio. He preferido siempre en los actos públicos tener enfrente enemigos cuanto más numerosos y enconados mejor, a verme obligado a pronunciar el discurso en tono menor, sin calor ni pasión enemiga que los maticen. El hecho es que una vez acabada la oración, los elementos catalanes, sorprendidos por el tono mesurado de ella, creyeron que no había dicho sino la mitad de mi pensamiento y los enemigos declarados del Estatuto, es decir todas las derechas y una buena parte de los radicales, pensaron que había desertado del campo que según ellos era el mío, de franca y hosca oposición al proyecto".


Resumiría la intervención del fogoso miembro de una familia tan vinculada con el devenir de España con estas palabras:


“El Estado debe decir: ‘yo estoy donde estoy’”

“El Estado debe decir a las regiones autonómicas. Yo estoy donde estoy y tú, la región autonómica, si quieres montar tu universidad, te autorizo a ello y te doy la facultad para que colaciones los grados…, Pero yo no me voy…, Pero eso con carácter obligatorio… Porque el Estado que deserte de esa misión fundamental… que es formar la conciencia de las generaciones en los institutos y en las universidades, entrega a esos señores… el porvenir entero de la región… Y un Estado que hace esto se suicida” (Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de la República, 6 de mayo de 1932).


Como se ha señalado, la ocasión se presentó con motivo de la discusión en las Cortes del Estatuto de Autonomía de Cataluña en mayo de 1932. La relevancia del asunto brindó a Maura la oportunidad de batir el cobre para ganar adeptos a su causa. El dirigente del PRC debutó en el pleno de la Cámara con un prolongado discurso de enmienda a la totalidad. Comenzó por describir las tres posturas que concurrían en la discusión. En primer lugar, la de aquellos centralistas que negaban la existencia de un problema en la organización territorial del Estado, reduciendo la cuestión a intereses particularistas de una minoría. Otra, maximalista, representada por los grupos autonomistas del “todo o nada”, opuesta a la introducción de modificaciones a un estatuto aprobado en referéndum regional. Y, por último, la que los que -como Maura- entendían que era una cuestión no resuelta, heredada de la monarquía y que, en consecuencia, precisaba de una solución razonable y pactada. En la intervención de Maura quedaban relegados aquellos dos primeros planteamientos que calificara de extremos. Su fórmula era eminentemente pragmática. No se detenía a considerar teoréticas radicadas en filosofías identitarias para justificar o no el derecho de autonomía. Para él, siguiendo los principios liberal-republicanos, sólo importaba dar cauce a la conciencia colectiva existente en Cataluña a favor del autogobierno. Como hombre político, estaba dispuesto a servir dicha voluntad siempre que transcurriera dentro de los límites del Estado, sin contravenir sus intereses primordiales. A partir de aquí lanzó una invectiva contra los que habían vulnerado el pacto de San Sebastián. Maura recordó los puntos de ese convenio, reafirmando la plena soberanía de las Cortes a la hora de determinar la suerte del Estatuto. Dicho de otro modo, lo refrendado en Cataluña no tenía por qué aceptarse en la sede de la soberanía nacional, sólo aquellos artículos en armonía con los preceptos constitucionales. Nada más. El examen de las propuestas estatutarias al que obligaba el artículo 16 de la Carta Magna para evitar duplicidades o invasiones competenciales, exigía -según Maura- acatar la definición recogida por el artículo primero.


Ciertamente, al declarar la República como Estado integral, compatible con la autonomía de los municipios y de las regiones, se advertía la supremacía de aquél sobre éstos. Es decir, la autonomía se la concedía el Estado a los intereses infrasoberanos para dar respuesta a determinadas necesidades de la sociedad. Se trataba de un movimiento de la cúspide hacia la base, y no a la inversa. No eran los municipios y las regiones los que en cada una de sus partes conformaban el Estado. La nación como un todo era depositaria de la soberanía, expresada políticamente en las instituciones constitutivas del Estado. Para Maura, la soberanía no podía interpretarse desde una visión cuarteada. El hecho de tomar este presupuesto como punto de partida repercutía en el resto de una argumentación que él mismo apoyaba en cuatro ópticas complementarias. La que incidía en la capacidad de Cataluña para ejercer su función de región autónoma. Una segunda, que valoraba la conveniencia de proceder al traspaso de algunas competencias, íntimamente relacionadas con la premisa anterior. La tercera remitía a la pauta principal: la necesidad del Estado integral de conservar sus facultades para amparar por igual el derecho de todos los españoles con independencia de su lugar de residencia. Por último, abundaba en la tesis inaugural: “la unidad orgánica del Estado no puede romperse, todo lo que menoscabe y atente a esa unidad es menester suprimirlo”.


Un Estado republicano por hacer 

Sin embargo, Maura acabó por desaconsejar la oportunidad de dicha propuesta. Para ello alegaba que el Estado republicano estaba todavía por hacer, además de la dificultad sobrevenida de una crisis económica que, en su opinión, debilitaba la marcha de ese Estado. Si se quería apostar por una seria descentralización antes debía fortalecerse el Estado. Sólo así podrían subsistir las regiones dentro de los parámetros de la República. Tampoco eludía que una cesión de facultades en esas circunstancias podría aprovecharse de manera desleal, socavando aún más la solidez del Estado, con grave peligro para el sostenimiento de ese edificio republicano inclusivo al que aspiraba:


Al descender a cada uno de los puntos, Maura no discutía la capacidad de Cataluña para asumir servicios. La incógnita estribaba en la cantidad que aquélla pudiera prestar con eficacia. Sobre todo cuando, a su juicio, existía una descompensación entre la provincia de Barcelona y el resto de Cataluña. De ahí que, en su propuesta, supeditara el traspaso progresivo de competencias a la previa constitución de un parlamento autonómico. Éste debería aprobar antes las normas y reglamentos precisos para garantizar el correcto funcionamiento de los servicios en toda la región, a través de organismos que se mostraran realmente efectivos.


“Todo lo que sea, en estos momentos en que se está organizando, fraguando el nuevo Estado español, partir esa unidad orgánica y empezar a dividir todas las funciones fundamentales entre las regiones y el Estado, es tanto como retrasar y quizá condenar al fracaso la obra de hacer el nuevo Estado, y para que el Estado tenga en sus manos las riendas de la organización económica, hay dos resortes, uno, la unidad legislativa que somete a todos los ciudadanos a una misma ley, y otro, la soberanía fiscal”.


El tercer gran inconveniente lo apreciaba Maura en la retirada de la presencia del Estado en Cataluña. De esta forma, se alteraba el principio nuclear del Estado de amparar a todos los ciudadanos españoles por igual en el ejercicio de sus derechos. Con su encendido alegato parecía barruntar los tensos episodios que eclosionarían dos años más tarde en la región:


Maura pronostica el golpe del 34

“Nosotros no tenemos la culpa de que haya un sector de la opinión catalana que diariamente haga alarde de su propósito de acabar, dentro de Cataluña, con todo lo que no sea catalanista, y a nosotros no nos garantiza absolutamente nadie que llegue un día en que eso no prevalezca. Es difícil, pero también era difícil que prevalecieran sus señorías (ERC) el 11 de abril y el 14 eran los dueños de Cataluña. Pues eso, ¿quién me garantiza a mí que no se repetirá algún día con los elementos extremistas? Aparte de que sea lo que sea el Estado tiene la obligación ineludible de evitar que a sus ciudadanos les pueda ocurrir un caso así”.


A partir de este razonamiento levantó la bandera en defensa de una serie de competencias que juzgaba propias del Estado y, por tanto, intransferibles. La educación, la justicia (en asuntos de Derecho civil y mercantil) debían ser reflejo de un Estado moderno, entendido como una empresa gigantesca de servicios públicos. Desde esta perspectiva, no se prestó a socavar la soberanía fiscal con la entrega de la gestión tributaria en impuestos directos, por cuanto dañaba esa cohesión del Estado que repercutía en detrimento de la igualdad de obligaciones, derechos y prestaciones del ciudadano. Maura coronó su alocución con un llamamiento a la resolución del problema, pero ratificando en todo momento el principio innegociable de preservar la unidad y organización del Estado según los criterios expuestos.


De ahí su réplica a la disertación del presidente Azaña, empeñado en desencallar el Estatuto atrayendo para sí los votos de la izquierda. Aunque Maura había procurado ganar esos apoyos, tomando como punto de inicio las reticencias generalizadas del PSOE y de los radicales-socialistas a cuanto alteraba la concepción integral del Estado, Azaña logró mudar la posición de estos grupos. Para ello recurrió a los buenos oficios de Largo Caballero y alguna razón de peso trasladada a sus socios de gobierno. Esto es, si no se aprueba un Estatuto satisfactorio para las partes, peligraba la continuidad del gabinete y, con él la marcha de las reformas.


La España medieval contra la España moderna

Cuando el 27 de mayo de 1932 el presidente del Consejo de Ministros hizo uso de la palabra en las Cortes planteando una vía de arreglo, Maura le interrumpió para dejar constancia de su espanto. El 2 de junio expuso abiertamente sus reflexiones. La contestación a la minoría catalana, que había reaccionado con dureza ante su primer discurso, pasaba a un segundo plano a tenor de la trascendencia declamatoria de Azaña. Según Maura, era preocupante que aquel en quien recaía la principal responsabilidad de blindar la idea del Estado integral y unitario condescendiera tanto con las apetencias catalanistas. Bajo su punto de vista, no cabía recuperar esa idea polisinodial de los siglos XVI-XVII referida por Azaña en la organización del Estado. Si para el presidente esa solución descentralizada resultaba acomodable con la premisa integral contemplada en la Constitución, Maura quería todo lo contrario. El dirigente del PRC estimaba que, mediante este arbitrio, se arruinaban los cimientos constitucionales. En su opinión, antes de acometer el modelo de organización nacional habría que instituir y estructurar el Estado mismo, según anticipó en su proclama inaugural. A sus ojos, urgía revisar primero la legislación orgánica, que en muchos casos remitía a mediados del siglo XIX, promulgando nuevas normas que desarrollaran lo preceptuado en la Constitución.


La poca fortuna con la que Maura asociaba la disquisición de Azaña también residía en la enorme desemejanza que distaba entre los patrones del Estado austriacista y las de uno moderno. No dudaba que el primero tuviera en su tiempo una validez que, sin embargo, consideraba ya periclitada en la actualidad del momento. Y es que el mayor inconveniente radicaba en el federalismo de la propuesta, por cuanto contravenía gravemente el principio unitario e integral del Estado republicano. Maura denunciaba que de hecho se estaba articulando un sistema federal divergente con el Derecho Constitucional. Una conjetura que el propio Azaña corroboró en su foro interno al consignar la torsión realizada de los principios jurídicos, con tal de procurar un acuerdo conciliador en el asunto catalán. Por eso pensaba Maura que, aunque la Comisión hubiera modificado los artículos del Estatuto más altisonantes en esta línea, no comportaba una alteración de lo que, a su entender, significaba la médula federalista del texto avalado en Cataluña.


Dicho aserto lo probaba el carácter de las competencias que el dictamen del Gobierno barajaba transferir a la Generalidad. El orden público, la enseñanza y la hacienda -estas últimas compartidas con la administración central- suponían, a decir de Maura, una distorsión para esa presencia del Estado en la región, discordante con la habida en las 

demás provincias del país. Este agravio comparativo era el que debía resolverse decantando la balanza hacia la integralidad y la consiguiente simetría descentralizadora. Con esta prédica, Maura invitó a la izquierda a sumarse a su programa de tramitación lenta y bien estructurada. Estaba persuadido de que las discrepancias entre los socios de Gobierno posibilitarían que su criterio se abriera camino en las Cortes. Desde la óptica de Azaña, los temores de Maura eran infundados. Se equivocaba también en el equilibrio de fuerzas parlamentarias. Con su nueva actuación, Azaña iba ganando el ánimo mayoritario de la Cámara. Así se lo comentó a Maura en los pasillos del Congreso poco después. Su valoración negativa acerca del posicionamiento del líder del PRC no admitía dudas. Para el presidente del Gobierno, Maura se estaba situando en los aledaños de lo que -según su visión- debía ser el régimen republicano:


Azaña: si sigue así, Maura saldrá de la República

“Maura ya anda por ahí haciendo aspavientos. No es capaz, ni otros, de oponer una cosa útil a lo que yo he propuesto; todo se reduce a que está aterrado. Si Maura no cambia de táctica tendrá que salir de la política o salir de la República. La consecuencia rigurosa de algunos puntos de vista de Maura sería antirrepublicana”.


De nuevo clareaba esa idea tendente a una apropiación de la República a partir de un sesgo ideológico determinado y que Maura no estaba dispuesto a aceptar. Por eso seguiría votando todas las enmiendas que se ajustaban a su discurso. Su propuesta privaba a la Generalidad de la facultad de regular materias que pudieran fijar una diferencia de trato entre los naturales de la región y los demás españoles. También la de aquella otra que, dentro de Cataluña, ejercieran las funciones competenciales propias del Estado. El voto negativo en la mayoría de los artículos marcó la tónica general en la actitud de Maura.


Es preciso señalar que, tanto el doctor Marañón como Miguel Maura, reconocieron los peligros del proyecto tal y como había sido originalmente presentado, pero insistieron en que si las Cortes negaban la autonomía a Cataluña, que era la región económicamente más adelantada de España, inevitablemente aquélla se tornaría desafecta a la República.


Diría Maura en su referida intervención:


"La causa del hecho diferencial no estriba en la lengua, la cultura, las costumbres, la historia, las diferencias etnográficas o geográficas o todas esas causas juntas, eso no nos importa; lo que nos importa es que existe, y esto es notorio, un estado de conciencia colectiva en Cataluña que ansía un régimen autonómico, y que cuantos no ansían ese régimen autonómico dentro de Cataluña, callan, prudentes o cobardes. Y para nosotros ésa es la voluntad de Cataluña. Y siendo así, en un régimen democrático, no hay más que poner de nuestra parte cuanto esté a nuestro alcance para servirla, siempre que queden a salvo, como es natural, los intereses primordiales del Estado.


'Ademas, a nosotros nos obligaba y nos obliga el famoso Pacto de San Sebastián; nos obligaba a traer aquí el Estatuto y discutirlo serenamente. Y ya que hablo de esto, permitidme que abra un pequeño paréntesis, porque creo que va siendo hora de que de una vez para siempre deje de servir de arma de combate, casi siempre contra el régimen, el famoso Pacto de San Sebastián. Creo que están aquí presentes todos o casi todos los que concurrieron al Pacto de San Sebastián. Pues bien; yo afirmo (sin temor a que nadie pueda contradecirme) en el Parlamento español, delante de los que concurrieron al Pacto de San Sebastián, que el compromiso contraído en ese Pacto se cifraba en esto: primero, en que Cataluña, una vez proclamada la República, no tomaría nada por su mano; segundo, que la Asamblea de Ayuntamientos de Cataluña confeccionaría un Estatuto; que ese Estatuto pasaría por el plebiscito de Cataluña, sería traído a las Cortes y el Gobierno -el Gobierno que hubiera- se comprometía a traerlo a las Cortes, para que las Cortes, libérrimamente, sin ninguna traba, que ni siquiera podía alcanzar a los que estaban presentes en el Pacto de San Sebastián, que no podían comprometer absolutamente nada, lo discutieran, votaran y aprobaran. Y por último, que Cataluña, o, mejor dicho, los que asistían al Pacto de San Sebastián en nombre de partidos catalanes, se comprometían a aceptar lo que las Cortes resolvieran. ¿Hay alguien que tenga que decir más sobre esto? (Pausa.) ¿No? Pues de una vez quede claro que el suponer que nosotros estamos inventando un problema, por virtud de compromisos contraídos por cuatro señores en San Sebastián, que esto es una ficción, y que comprometemos la salud de España y la vida de España nada más que para cumplir compromisos políticos contraídos anteriormente no se puede volver a repetir con razón, porque en pleno Parlamento, a la faz del país, queda de una vez para siempre despejado este tema. (Muy bien. Muy bien.)


Lo fundamental es el Estado

'El art. 1º de la Constitución dice textualmente: "La República constituye un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y de las Regiones". Fijaos bien, Sres. Diputados, que es el Estado integral compatible; es decir, no formado desde el principio por Municipios y regiones autónomas, sino compatible; lo fundamental es el Estado integral, y dentro del Estado integral puede haber Municipios y Regiones; éste es el texto del art. 1°. Pues, partiendo de este hecho, que nadie va a discutir, yo creo, Señores Diputados, que es una obligación ineludible examinar todos y cada uno de los preceptos del Estatuto a través de estas cuatro lentes, de estas cuatro lupas, de las que nadie debería poder prescindir para hacer una obra constructiva: primera, capacidad de Cataluña para ejercer su función de región autónoma; segunda, oportunidad de traspaso de cada uno de los servicios a Cataluña; es decir, si el momento es oportuno o no para hacer el traspaso de cada uno de los servicios; tercera, el Estado español, el Estado integral, tiene que conservar, a través de cada uno de los preceptos del Estatuto, las facultades necesarias para cumplir la elementalísima obligación de amparar el derecho de todos sus ciudadanos sin distinción; cuarta, lo que representa la unidad orgánica del Estado, del Estado integral, no puede romperse; es decir, que todo lo que menoscabe y atente a esa unidad es menester suprimirlo.


'Éstas son las cuatro lentes a través de las cuales voy a analizar brevísimamente, poniendo por cada una de ellas, delante del Estatuto, el dictamen de la Comisión. Ya veis, señores catalanes, que quedan eliminadas totalmente todas aquellas cuestiones de carácter sentimental que podían enconar el debate, no porque no tengan importancia, algunas de ellas puede no tenerla; lo que hay es que yo creo que cuando se está ante un problema vivo y ante un texto concreto es inútil mezclar en ello cuestiones que no sirven para nada prácticamente. 


'¿En qué consiste la capacidad de una región? ¿En que el caudal medio de cultura sea grande, sea extenso? ¿En que el vigor ciudadano exista, en que la ciudadanía sea activa, sea eficaz? Eso es una gran fuerza, pero no lo es todo porque una región es una cosa viva, integrada por una serie de organismos que deben tener también realidad y vida propia y que han de funcionar con arreglo a unas normas determinadas; y si la región no es eso, es una ficción. Y ¿qué pasa hoy en Cataluña? Pues en Cataluña pasa que hay una ciudad, que es Barcelona, donde todos los sentimientos catalanistas tienen su asiento legítimo y, además, su fomento constante y diario, y donde, por ser la cultura más extendida y los medios de difusión más fáciles, el ambiente catalanista tiene una verdadera realidad; pero fuera de Barcelona queda todo lo que es la provincia más las otras tres provincias, donde este fervor y este entusiasmo quedan, como es lógico, muy atenuados; pero sobre todo -no voy a discutirlo; si queréis que sea el mismo, os lo concedo, porque lo esencial no es eso, sino esto otro-, sobre todo, cuanto esa organización municipal local vive, como en el resto de España, regido por leyes arcaicas, que son las que regulan toda la organización local de España, sometida al influjo poderosísimo que irradia Barcelona, por sus hombres, por su prestigio, por su actuación, por su dinero, por todo. iAh! Pues pensad bien lo que representaría que cometiéramos todos la ficción de traspasar una serie de funciones del Estado a la Generalidad si eso fuera a perdurar, porque eso, ¿sabéis lo que empezaría, por ser y lo que acabaría por consagrarse como cosa definitiva? Pues una gigantesca oligarquía de Barcelona sobre toda la región catalana, y eso es muy peligroso para vosotros y para nosotros, porque hoy sois vosotros los que manejáis la oligarquía, pero mañana puede ser una extrema derecha, incomprensiva y absurda, o una extrema izquierda, que sean totalmente incompatibles la una o la otra con lo que es el Estado español.


'Pues todo esto quiere decir que lo fundamental es crear definitivamente el organismo. ¿Habéis medido vosotros -seguramente lo habréis hecho-, habéis medido la cantidad de leguas que os quedan por recorrer hasta llegar a esa meta? ¿Habéis contado la serie de jornadas por que tenéis que pasar? Pues nada menos que éstas: el Parlamento, el Estatuto interior, el régimen municipal, que no consiste sólo en dar un precepto o una norma por virtud de la cual se hayan de regir los Ayuntamientos, sino que eso encarne en la vida del pueblo; que encarne en la vida de los Ayuntamientos; que los Ayuntamientos sean de verdad autónomos, con su vida propia y con su Hacienda propia, porque hasta ese instante no podréis decir que la región está constituida, y después de todo eso hecho, ir haciendo las normas esenciales para regular cada uno de los servicios. Y yo os digo que para mí, que os considero capaces, vuelvo a repetirlo, la prueba de capacidad positiva no debería darse ni podría darse más que de un modo: estableciendo que los servicios que hayan de pasar a la Generalidad no fueran pasando hasta tanto que ese Parlamento catalán, después de estar constituido, fuera redactando los reglamentos o las normas que hayan de servir para el funcionamiento de esos servicios. Ésa sí que sería una prueba de capacidad. Pero repito que en esto yo no hago cuestión; os lo digo a vosotros, porque vosotros sois los que tenéis que medir toda la cantidad de esfuerzo que tenéis que hacer, y si estáis en condiciones de hacerlo para evitar el fracaso, que sería para vosotros mucho más que la muerte, porque sería el descrédito.


A los catalanes les interesa un Estado fuerte

'Señores, yo creo que no hace falta esforzarse mucho para demostrar que el Estado español, el Estado que la República heredó de la monarquía, es un Estado totalmente por hacer. La prueba de que está por hacer es que apenas hemos puesto la primera piedra. Todo lo que significa organismos del Estado, hay que rehacerlo de arriba abajo. Y tampoco será preciso esforzarse mucho para demostrar que en este instante, y hablo de este instante poniéndolo sólo como ejemplo, España atraviesa, como gran parte del mundo, una crisis económica grave, y que la Hacienda española está sufriendo las consecuencias de muchos años de despilfarros y en plena contracción. Pues bien, cuando ésa es la situación del Estado español puede muy bien suceder, tiene que suceder, que el traspaso de determinadas funciones del Estado a la Generalidad en este instante sea una insigne torpeza para unos y para otros, porque a los catalanes les interesa más o, por lo menos, tanto como a nosotros, que el Estado español sea un Estado fuerte, porque de él y sólo de él van a poder vivir. Por consiguiente, pudiendo ser quizás constitucional, y hasta posible, y hasta lícito, y hasta plausible el traspaso de determinadas funciones, puede muy bien suceder que la oportunidad aconseje que hoy no se traspasen.


'Vais a ver un ejemplo. Es evidente que en estos momentos está la República siendo acosada, hasta donde puede serlo, por elementos de extrema derecha y de extrema izquierda que pretenden todavía socavar los cimientos del régimen, y es evidente que en estos instantes todo lo que fuera intentar cercenar, cortar, partir las facultades del poder público para hacer frente a ese problema, que es común a todos, sería una gran torpeza. Pues, sin embargo, ya veis que, en el proyecto, en el dictamen de la Comisión, en estos momentos, se traspasan a la Generalidad de Cataluña la policía y el orden interior. ¿Es que hay alguien que sinceramente pueda creer que en estos instantes es, no ya posible, no ya hábil, sino materialmente hacedero, el partir en dos el régimen de policía y de orden público en España en la situación en que se está? Pues imaginad el caso de que, esto hecho, aprobado el dictamen, aprobado el Estatuto, un buen día en el Gobierno de la Generalidad, porque se tratara -en un caso muy hipotético- de un Gobierno débil, de un Gobierno transigente, de un Gobierno torpe, se intentara fraguar dentro de Cataluña un movimiento revolucionario de extrema derecha, de reacción, o de extrema izquierda, que no hubiera de desencadenarse en Barcelona, en Cataluña, sino en otra parte de España. Pues bien, si esto sucede aprobado el Estatuto, ¿me queréis decir qué hará el poder público? Porque vamos a estar de acuerdo en esto: lo peor que nos podría pasar, lo peor que os podría pasar, es que coexistieran en Barcelona, en Cataluña, dos servicios: uno del Estado y otro de la Generalidad, enfrente uno de otro, o parejos, que acabarían por estar enfrente fatalmente, prestando la misma función. Eso no puede ser. Eso vosotros mismos reconoceréis que no puede ser. iAh! Pues el Estado está completamente apartado de la policía, del orden público. Me diréis: el caso lo prevé la Constitución, porque la Constitución dice que el Estado podrá intervenir en casos de peligro cuando lo considere conveniente. iAh, sí! ¿Pero es que todo el mecanismo policíaco y todo lo que significa la red extendida de conocimiento de una región se improvisa? ¿Es que con enviar una legión de policías o de agentes a Cataluña ya se sabe lo que pasa, si no tiene estado público el conflicto? ¿Es que, además, mantener una política en materia de orden público distinta aquí que allí, que puede ser diametralmente opuesta, no es un gravísimo daño para todos, para la seguridad del Estado y para su vida interior? Eso, en estos momentos, a mi juicio, sería una locura. Por consiguiente, cuando se discuta el Estatuto habremos de examinar en cada uno de los artículos si es o no oportuno el traspaso de las funciones.


El Estado se retira de Cataluña

'Y vamos ahora a lo que es más fundamental, a la obligación ineludible que tiene el Estado de amparar a todos sus ciudadanos en el ejercicio de sus derechos. Supongo que este postulado nadie podrá discutirlo. Pues bien, lo primero que yo me encuentro al examinar con esta lupa el dictamen de la Comision, es esto: si este dictamen se aprueba, el Poder público como tal Poder público, el Estado como Poder público, se retira íntegramente de Cataluña; toda la representación del Poder público que quedará allí consistirá en esto: el general de la División con sus tropas, el comandante de Marina, los carabineros y los fiscales; esto será lo que quede en Cataluña como representación del Poder público. La genuina representación de éste en el Gobierno, que es el Ministerio de la Gobernación, no tendrá allí más que los policías encargados de visar los pasaportes en las fronteras, nada más: todo lo demás habrá desaparecido. Señores, sólo lo enunciado asusta.


'Pues bien, ¿qué pasaría si un buen día estuviera en el Gobierno de la Generalidad un partido político, un sector de opinión catalana que, por vehemencia, por insensatez o por lo que fuera, intentara, y realizara, una política de agresión, de molestia, de ofensa a lo que no fuera de sentimiento genuinamente catalán dentro de Cataluña, en esa forma, que se puede hacer casi impalpable, de pequeñas vejaciones, pequeñas multas, trabas a los negocios, registros domiciliarios? Los ciudadanos que no fuesen catalanes, que estuvieran sometidos a esta tortura, se preguntarían: "Bueno, ¿y a quién nos dirigimos?" Dice el art. 14 que el representante del Gobierno es el Presidente de la Generalidad, la Generalidad, que es el Poder más irresponsable, según el dictamen, que ha habido nunca en el mundo, porque no responde de nada ni ante nadie; pues esos ciudadanos se encontrarían con que tendrían que acudir al general de la división o al comandante de Marina, porque, claro, les queda el camino del recurso contencioso, pero después de haber pasado por toda la gama del papel sellado y de los Tribunales catalanes; y cuando todo eso esté terminado, entonces podrán venir aquí, al Supremo, a reclamar.


'Esto es de tal magnitud, señores, que para comprenderlo así no hay más que hacer esta consideración: si esos ciudadanos vivieran, en vez de en Cataluña, en cualquier rincón del mundo, tendrían un cónsul español al que dirigirse, y en Cataluña no van a tener a nadie. ¿Vosotros creéis que esto es posible? Diréis que esto es una exageración y que estoy presentando las cosas a base de una pugna, de una lucha entre dos instituciones. iAh!, si me lo dijérais (que no me lo diréis, porque creo que no tenéis humor de pelea, ni yo tampoco), os contestaría que yo no tengo la culpa, que nosotros no tenemos la culpa de que haya un sector de la opinión catalana (ahí están los textos) que diariamente haga alarde de su propósito de acabar, dentro de Cataluña, con todo lo que no sea catalanista, y a nosotros no nos garantiza absolutamente nadie que llegue un día en que eso no prevalezca. Es difícil, pero también era difícil que prevaleciesen, SS, el 11 de Abril y el 14 eran dueños de Cataluña. Pues eso, ¿quién me garantiza a mí que no se repetirá algún día con los elementos extremistas? Aparte de que, sea lo que sea, el Estado tiene la obligación ineludible de evitar que a sus ciudadanos les pueda ocurrir un caso así. Esto se remedia de alguna manera, y hay que remediarlo.


'Yo no quiero entrar ahora a fondo en ninguno de los temas (ya los discutiremos con toda calma), en un análisis detenido, de lo que es el problema de la enseñanza, y menos poniendo cosa alguna de mi cosecha, pues podría parecer algo apasionado, algo buscado, fantástico, para molestar o herir, no; me voy a atener a textos indiscutibles para vosotros. (Dirigiéndose a la minoría catalana.) Supongo que ninguno de los señores de la minoría catalana podrá oponer el menor reparo a la personalidad de Pompeyo Fabra, una autoridad catalanista. Pompeyo Fabra, que es un gran filólogo, no puede ser sospechoso para nadie de su entusiasmo por la autonomía catalana o por algo más que la autonomía catalana, puesto que es, me parece, el director de "La Palestra". Vais a oír lo que dice Pompeyo Fabra y cómo juzga en una conferencia pública, dada hace poco en Barcelona, el problema de la enseñanza. Voy a leer solamente la parte substancial: Respecto a los alumnos, dijo que los hijos de catalanes irían seguramente a la Universidad catalana, pues a la castellana sólo irían los castellanos inadaptados. De la masa catalana, dijo que a ésta le daría sensación de mayor estabilidad la Universidad española, por lo menos hoy día. Añadió que tampoco tenía la seguridad de que la mayoría de los catedráticos catalanes renunciasen a sus cátedras para pasar a la Universidad catalana, y entonces el problema sería la creación de un profesorado numeroso, ya que la Universidad deseada ha de ser completa. (Fijaos en este párrafo.) Se ocupó del aspecto de los catalanes que han de llevar a sus hijos a la Universidad, y dijo que, recientemente, un literato, catalanista de toda la vida, preguntado sobre el particular, dijo que vacilaría y que quizás llevara a sus hijos a la Universidad castellana, por no querer arrostrar el peligro de que un día sus hijos le pidieran cuenta de su decisión. De suceder este caso, el fracaso sería grande. Añadió que cabía esperar que, intensificándose la catalanidad, quizás con el tiempo se llegara a lo anhelado, pero, entre tanto, la Universidad catalana padecería por la falta de profesorado y de alumnos. Dijo que la solución sería que la actual Universidad pasara a la Generalidad para su catalanización. Expresó su esperanza de que los catedráticos castellanos, una vez aprobado el Estatuto, muchos pedirán el traslado y que los alumnos castellanos que viven en Barcelona podrán fácilmente acostumbrarse a recibir las enseñanzas en catalán. Señores, el texto es definitivo. Yo os pregunto: cuando éste es el sentir de los grandes pedagogos catalanes, ¿cómo queréis que el Estado abandone la misión elemental de amparar a quien, siendo "inadaptado", no quiera adaptarse, en uso de un perfecto derecho? (Muy bien.) Esta es una función fundamental del Estado y el Estado no puede desprenderse de ella.


Con esta lupa hay que registrar hasta el último escondrijo del dictamen. Pues, ¿y la Justicia? Pero ¿vosotros conocéis mayor sensación de desamparo que el que puede tener un ciudadano en un país donde sabe que la justicia le es, si no hostil, por lo menos extraña? Pero, ¡cómo es posible que el Estado dimita la función de administrar Justicia! O no existe el Estado integral y no es más que una sombra o esa función es totalmente del Estado. (Muy bien.) Bien está que vosotros tengáis -si queréis, ya llego a eso- vuestro Derecho foral, todo lo que es genuinamente vuestro, y vuestros Tribunales especiales; ¿por qué no? Pero, ¿y para juzgar en materia civil, y para administrar Justicia en lo Civil y en lo Mercantil? Pero ¿quién, del resto de España, va a contratar con vosotros si tenéis vuestros Tribunales y en materia mercantil sois los árbitros? ¿No comprendéis que os hace más daño que provecho; que no habrá ningún ciudadano de ningún pueblo español que no exija la condición previa de que el fuero sea el propio y no el vuestro, cuando allí acaba la última instancia, según el dictamen, en todos los asuntos? No; ésa es una misión que tampoco puede delegar el Estado.


'Y vamos, Sres. Diputados, con la última lente. Unidad orgánica del Estado. No creo, señores, que ofrezca a nadie duda la enorme complejidad del mecanismo de un Estado moderno: un Estado moderno no es, en definitiva, otra cosa que una gigantesca empresa de servicios públicos, y en el Estado moderno todo lo que se refiera a la economía, a todo lo económico, pasa por delante, tiene que pasar por delante incluso de todo lo político, porque ésa es hoy la médula misma de la vida del Estado. Pues bien, todo lo que sea, en estos momentos en que se está organizando, fraguando el nuevo Estado español, partir esa unidad orgánica del Estado y empezar a dividir todas ]as funciones fundamentales entre las regiones y el Estado, es tanto como retrasar y quizá condenar al fracaso la obra gigante de hacer el nuevo Estado, y para que el Estado tenga en su mano las riendas de una organización económica, y a todos vosotros, Sres. Ministros, os hemos oído decir desde aquí que es aspiración fundamental la de organizarla en forma de economía planificada o dirigida, a mi juicio, hay dos resortes, dos herramientas indispensables: una, la unidad legislativa que somete a todos los ciudadanos a una misma ley, y otra, la soberanía fiscal, porque si el Estado no conserva la soberanía fiscal no puede hacer política social, ni política económica, ni nada que se le parezca.


Españoles en Cataluña, ciudadanos de segunda 

'¿Qué hay en el Estatuto de todo esto? Pues lo primero que se tropieza uno es con que se crea una ciudadanía privilegiada, de ciudadanos de cuota; se crea la ciudadanía catalana, y como son ciudadanos catalanes y además son ciudadanos españoles, resulta que los ciudadanos allí tienen el doble privilegio y el doble derecho, y cuando vienen aquí siguen siendo ciudadanos españoles, y los ciudadanos españoles llegan a Cataluña y no pasan de ser ciudadanos españoles, no son ciudadanos catalanes. Esto ya es un contrasentido lamentable, que produciría consecuencias desastrosas para vosotros en el ánimo de todo el resto de España. (Rumores.)


'Sigamos analizando, y nos encontramos con que se atribuye a la Generalidad la ordenación del Derecho civil, salvo lo que dispone el art. 15. Señores de la minoría catalana: yo no puedo creer que a vosotros ni a nadie en Cataluña interese tener la ordenación del Derecho civil para todo aquello que no sea genuinamente el Derecho foral catalán. Que en este momento y en pleno año 1932 aspire nadie a crear la enorme confusión de una legislación civil distinta y separada de la del Estado en cosas en las que nada os perjudica la legislación común, cuando todo tiende hacia una unidad legislativa; que se intente poner todavía barreras y agrandar distancias, ¿en beneficio de quién va eso? Yo creo que el único modo de que se acabe de una vez con las diferencias en todo lo que no sea fundamental y tradicional, es que tengáis vosotros la facultad legislativa de lo vuestro, de lo que es foral; porque el grave error hasta ahora ha sido que el Derecho civil español quedó petrificado y el Derecho foral también; y como no han avanzado, tampoco han podido juntarse; pero si vosotros podéis avanzar, tengo la seguridad de que poco a poco acabareis por sumaros.


Pero eso en lo vuestro. ¿Qué necesidad tenéis también de asumir la legislación civil del Estado español, en la que hay una unidad legislativa que no tiene por qué romperse, y de privar, además, al Estado de esta enorme herramienta?


'Y vamos a la Hacienda (…) os voy a decir dos cosas: la primera, que nosotros, cuando se trate de fijar la cuantía de los servicios o el importe de los servicios que se os traspasen, tenemos la obligación de no ser tacaños, ni siquiera meticulosos con exceso. El importe, el costo de los servicios, debe quedar compensado con generosidad, con largueza.


'Además, es justo, es legítimo que vosotros pidáis que lo que represente la compensación de los servicios que asumís no se os dé en forma rígida, no se os facilite en billetes de Banco, porque así no habría prosperidad posible, pero de esto a traspasar la soberanía fiscal, entregándoos nada menos que las dos columnas principales de la soberanía fiscal por excelencia, que es el impuesto directo, la contribución directa, porque es lo que llega de verdad al individuo en relación con el Estado, hay un abismo.


'Espero demostrar, cuando llegue la ocasión, que lo peor que os podía pasar a vosotros es que prevaleciera ese sistema, porque fatalmente, ateniéndonos al texto del dictamen que prevé, corno es lógico, el caso de que vaya avanzando el impuesto sobre la renta como forma tributaria sustituyendo a los impuestos indirectos, fatalmente, cuando llegue el Estado a entrar en vuestro terreno en las contribuciones directas, aunque dice el dictamen que se os dará compensación, ésta no podrá ser satisfecha más que en forma rígida. Lo fundamental para vosotros es que esos dos principios se salven, que los servicios estén ampliamente retribuidos, todo lo ampliamente que sea posible, y que sea flexible la compensación. Fórmulas hay; el propio presidente de la Comisión afirma que el dictamen no es en esto definitivo; ya se encontrarán.


'(…) y yo no tengo más que decir sino que aspiro a presentarme -y creo que en eso coincido con todos o casi todos- ante mis electores, cualesquiera que ellos sean, diciéndoles: ‘Un problema que heredamos de la monarquía, envenenado y sin resolver, lo hemos resuelto; el depósito que nos entregasteis de una España unida, de un Estado unido y organizado, lo hemos conservado y no lo hemos roto’”.