domingo, 10 de septiembre de 2023

Política de atracción, política de traición

 En su aún no publicado trabajo sobre los sitios de Bilbao, Xabier Erdozia se hace eco de las reflexiones del político liberal bilbaino Gregorio Balparda, que consideraba que la política de “atracción” del poder central respecto de los nacionalistas era más bien una política de “traición”.


Balparda militó en lo que en los tiempos de la Restauración se denominaba “izquierda dinástica”, y su escaño en el Congreso se sumaría a los de la minoría liberal de don Santiago Alba. Por completar algo más el dibujo de la época, en el extremo del sistema se encontraban los reformistas de don Melquíades Álvarez (grupo en el que participaría el que años después sería presidente de la II República, Manuel Azaña). Extramuros del sistema se encontraban los republicanos y los socialistas y, desde 1921, un débilmente implantado partido comunista, consecuencia de una escisión producida en el PSOE.


Por su parte, la “política de atracción” criticada por Balparda, sería consecuencia de los esfuerzos puestos en práctica por el estadista de origen balear, don Antonio Maura, por sumar a los regionalistas de Cambó al proyecto de reformas que inspiraba su programa de gobierno entre 1907 y 1909, y, en menor medida, a los nacionalistas vascos.


Las relaciones entre Maura y Cambó -salvo algunas diferencias coyunturales- fue siempre fluida y cordial a lo largo de los años. No ocurriría lo mismo en sus tratos con el PNV, la herencia carlista -retrógrada, por lo tanto- que tenía este partido le alejaba considerablemente de las posiciones del catalanismo de la Lliga, dispuesto como don Antonio a contribuir a la modernización de España. Ya señala Javier Corcuera en su imprescindible “Orígenes, ideología y organización del nacionalismo vasco”, cómo la familia de Sabino Arana -fundador del PNV- era propietaria de unos astilleros que producían barcos de madera, procedimiento que haría crisis con la revolución industrial.


Esta discordancia llevaría a los partidos dinásticos a fundar la Liga de Acción Monárquica en 1919, apoyados por los grandes empresarios de la provincia, con el objetivo de derrotar electoralmente al nacionalismo, que había engrosado sus filas con el importante concurso del don Ramón de la Sota -una de las principales fortunas de la época-, a partir de 1918. A esta coalición se unieron los mauristas, una escisión que se produciría en el seno del partido conservador en 1913, toda vez que Alfonso XIII encargó el gobierno al miembro de ese partido, Eduardo Dato, y no a su jefe, que era Maura.


Finalizaba así lo que Balparda consideraba “política de traición”. Pero no ocurriría esa situación por los siglos de los siglos. Como podemos observar en nuestros días, es común por los partidos tradicionales y mayoritarios españoles la práctica de la atracción de los nacionalismos para así completar las requeridas mayorías parlamentarias. El PP lo ha venido haciendo con los convergentes de Pujol y con el PNV de Arzallus desde los tiempos de José María Aznar. Rajoy seguiría esa estrategia para obtener su investidura en el año 2016, hasta que el PNV decidía mudar de socio -días después de que este mismo partido apoyara los presupuestos presentados por el PP- en la moción de censura del año 2018.


El otro partido mayoritario, el PSOE, ha mantenido desde antiguo una excelente sintonía con los nacionalistas. En el País Vasco con la concesión de un Estatuto de Autonomía por Prieto, como contrapartida por el apoyo del PNV a los republicanos en la guerra civil (conviene recordar que uno de los líderes de este último partido, Telesforo Monzón, que luego sería adalid de Herri Batasuna, mantuvo conversaciones con los franquistas para negociar su incorporación a ese sector). El PSOE convivió con el partido jeltzale -por el “Dios y leyes viejas” de su nombre- en el Gobierno Vasco en el exilio.


La cercanía de los socialistas con el nacionalismo catalán fue consolidándose desde su marca catalana, el PSC, una especie de versión light del soberanismo, una vez desaparecida la Federación Socialista Catalana, liderada por José María Triginer, a principios de la transición. Se vería reforzada esta estrategia con el conocido como Pacto de Tinell de 2003, por el cual se establecía una especie de cordón sanitario que impediría un nuevo acceso del PP al poder mediando el concurso de catalanistas y socialistas.


Lo cierto ha sido que esa manera de actuar ha provocado una situación endiablada, según la cual, una vez desaparecido de la ecuación el partido liberal que era Ciudadanos, o el PP conseguía una mayoría absoluta o se veía obligado a pactar con un partido como Vox que cada vez se va pareciendo más a una formación política de carácter populista. Difícil decisión para una organización que se pretende centrista, aunque en realidad sus características -las del PP- se confunden con las derechas tradicionales, cuyos perfiles ideológicos se ven cada vez más difuminados.


Pero el laberinto que debe recorre el partido que preside Feijóo no es el principal objeto de este comentario, lo es más bien la política de atracción de los partidos mayoritarios hacia los nacionalistas. Una política que ni siquiera tiene ahora -como en el periodo de la Restauración- el propósito de reclamar su contribución a un proyecto común y compartido de España, sino a la práctica de la cesión permanente: si me prestas tus votos yo te entrego el dinero y las transferencias y las competencias.


Se trata entonces, volviendo a Balparda, de una política de “traición”. Se es en primer lugar desleal con los españoles que viven en los territorios gobernados por los nacionalistas, que ven cómo sus derechos resultan conculcados como resultado de esos acuerdos. Se es desleal también con los miembros de sus propios partidos en esos mismos territorios, que se ven sometidos a un permanente puenteo por parte de sus sedes nacionales, enterados muchas veces -lo he vivido yo mismo- a través de los medios de comunicación de acuerdos que quiebran las líneas tácticas y aún estratégicas de sus propias formaciones regionales. Se es desleal, en suma, con la misma idea de España expresada por su Constitución de 1978, que cada vez se parece más a un libro viejo que un día estudiamos en el colegio y que yace en un desván cualquiera cubierto de polvo.


Y precisamente urge ahora retornar al espíritu constitucional, el del acuerdo entre los grandes partidos. Una gran coalición, al estilo de otros países europeos -Alemania principalmente- que establezca las reformas necesarias en ámbitos tan importantes como la estructura definitiva del estado, la educación, las pensiones o la ley electoral, entre otras, que nos permitan esbozar un futuro algo más prometedor que las “traiciones” que los españoles venimos padeciendo.


Comprenderá el lector que no soy muy optimista en cuanto a que ese sea el resultado.


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