martes, 21 de octubre de 2014

Elías Zúñiga (9)


Claro que sus padres no advirtieron excesivos problemas en la conducta de su hijo. Al fin y al cabo ellos mismos se habían conocido en circunstancias parecidas a las que vivía su hijo en aquellos momentos. El que ese fuera ya un pensamiento caduco y antiguo no les ponía sin embargo sobre aviso respecto de las futuras evoluciones del muchacho. Pero no pasaba nada. Con el tiempo se le irían esos planteamientos de la cabeza.

De modo que el chico pasaría por la Universidad con todo tipo de pájaros bulléndole por la imaginación. Cursaría estudios de Sociología y de Filosofía en la Universidad bilbaína de Deusto. Y lo hizo con ahínco y tesón, de modo que obtuvo licenciatura de ambas especialidades sin excesiva dificultad.

En la testuz  del chico anidaban las cáscaras de los huevos de tantas aves silvestres -o por asilvestrar- como el sentido de la justicia, la protección de los más débiles y las teorías sobre la capacidad revolucionaria de la clase obrera. Era cierto que ya para cuando Zúñiga cursara sus estudios todo eso no eran sino ideas viejas con recorrido mínimo: la justicia ya no estaba entre los objetivos de la revolución, toda vez que los sistemas de partido comunista único sólo habían conducido a la escasez del sistema y con ella a la pobreza de la inmensa mayoría y la opulencia irrefrenable de unos pocos; iba de suyo que los débiles, en las ejecuciones de los proyectos marxistas, lo eran más, porque carecían de libertad y, con esa carencia, perdían su capacidad para la reclamación de sus derechos sociales y, lo de la instancia revolucionaria de los obreros, inexistente en buena parte de su historia, había quedado ya suficientemente acreditada como desaparecida en absoluto cuando se producía la mesocráticatización de los trabajadores, con sus jornadas de 8 horas, su mes de vacaciones, piso de propiedad, automóvil y carrera universitaria para sus hijos.

Pero Elías Zúñiga no había hecho otra cosa que introducir en su mollera aflorada y pajareada el vago resquemor que le perseguiría y atormentaría para el resto de su vida: era el símbolo de su madre, vilipendiada y agredida por la familia de su padre, lo que el joven Zúñiga vindicaba en esa su particular relación con los fastos revolucionarios, las guillotinas y los ríos de sangre tintando de rojo las chocolateadas aguas del Urumea,

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