viernes, 14 de diciembre de 2012

Cecilia entre dos mares (22). ¡Qué poco sé de ella...! Y, sin embargo... (III)

No, no era libre de hacer lo que le dieta la gana. Una mujer y cuatro hijos le ponían a uno frente a los hechos consumados. Su existencia estaba cerrada, acabada. No como le había dicho a Cecilia: "Aún me queda una vida por vivir". Sí, a los cuarenta y cinco le quedaba todavía una madurez por delante. Pero solo en lo que se refería a su vida pública, a sus empresas y sus negocios. Su felicidad, no; quedaba enterrada en la indiferencia, en el lento transcurrir de las horas sin fin, de los días sin fin. Le quedaba algún derecho, sí: esa sociedad de las cosas en orden, bien establecidas, le permitiría alguna aventura; siempre cabía una copa con alguna señorita de medio pelo, o algo más importante fuera de Bilbao; en París, por ejemplo. Allí se podía pasear sin problemas con señoritas "de compañía", siempre que almorzaran en algún discreto "bistrot", que la gente de Bilbao se movía por todo el mundo.. Aunque, después de todo, en el caso de que le vieran, la verdad es que nadie se lo iba a reprochar demasiado. Y eso no eran sino parches para un desarrollo de vida infeliz. El orden establecido se cumplía. Sus hijos crecerían en el marco de una familia aparentemente unida. Y a él se le permitirían ciertas "fechorías" sin importancia. Algo así como lo que le recordaba Juan Echezarraga en las tertulias del Lion D'Or. "Eso lo sabe todo el mundo. Los pecados del sexto se quitan con un poco de agua bendita, como decía Maquiavelo". ¿O era mejor, más claro, más digno, decir simplemente adiós ? "Adiós, Begoña. No te voy a dejar tirada con nuestros hijos". Begoña con esa sorpresa de las señoras que no saben nada, que nunca han sabido nada. "¿Qué te he hecho yo, Miguel?" Precisamente era eso, no le había hecho nada, en su vida ella prácticamente no había existido, le había dejado solo. Cecilia era otra cosa. Cecilia era atractiva y lista, se movía en un mundo cultural y avanzado, tan avanzado que, con su carita sonriente, convertía a Bilbao en una especie de París. Y ella era, a la vez, musa de las artes y artista ella misma. Podía ser religiosa, creyente. Pero nunca se la vería en la misa de una todos los días o confesándose con un padre Sopeña cualquiera de una larga retahíla de pecaditos sin importancia. Cecilia no, Cecilia podía ser, a lo mejor, la mujer de un gran pecado, cometido quizás por generosidad, por amor... Pero uno de esos pecados que hacen temblar el confesionario y la iglesia y la sacristía. Esos pecados ante los cuales Dios sabe ser verdaderamente padre, verdaderamente Dios.

1 comentario:

Sake dijo...

-Amigo, tú puedes pasar toda la vida con la misma mujer, o también, cambiar de mujer al mes, osea mujer por mes, osea relación al mes. Claro unas tienes unas cosas y las otras otras.
-Las relaciones, te refieres.
-Sí, claro.