Vic Suarez frenó en seco. No tenía otra opción. Era cierto que la vida de un hombre valía relativamente poco en aquel desconcertante 2.013, pero ella no se había adaptado del todo a los nuevos tiempos y a todo las cosas lamentables que estos traían de la mano. Vic Suarez creía aún en la dignidad de la persona, aunque muchas veces eran las mismas personas quienes no estaban demasiado convencidas de su propia dignidad.
Pero no tenía mucho tiempo para la filosofía. Así que fijó su inquisitiva mirada sobre aquel sujeto. Le pareció de inmediato que su aspecto se parecía al de uno de esos mendigos que formaban mayoría en las calles de los barrios de Madrid. Aunque, a diferencia de los pobres de los tiempos que un día fueran normales, se trataba en muchas ocasiones de gente agresiva, de maleantes en busca de una oportunidad para el atraco o… la violación. ¿Qué otra cosa se podía esperar de un mundo en el que los principales delincuentes portaban distintivos que les acreditaban como miembros de la policía?
El individuo aquel tenía una mirada más que desconfiada, torva. Y no parecía sugerir de ella una ayuda, al contrario, reclamaba algo, quizás ni siquiera él mismo sabía qué cosa sería suficiente para satisfacer sus necesidades.
Lo primero que vio en él fueron esos ojos inyectados en odio. Ese odio que acometía a quienes la crisis había colocado en la profundidad del abismo, les había convertido en animales desprovistos de todo sello de humanidad, seres que vagaban por los barrios sólo en busca de la subsistencia… porque la crisis, que ya había apuntado en su dimensión económica años atrás, derivaba en una crisis social y más tarde moral. El hombre, despojado de todo el desarrollo que le había prestado la civilización, había retornado a su aspecto más básico, como en la película “En busca del fuego” de aquel francés, Jean-Jacques Annaud. Casi en el tiempo del eslabón perdido, ¿qué diferenciaba a aquellos homínidos de los gorilas? Quizás estos tuvieran alguna mayor dosis de “humanidad” que los vagabundos mendicantes del Madrid de ese 2.013.
Luego pudo observar su pelo, mejor dicho esas greñas que no habían visto el agua corriente en semanas. Y que se unían en homenaje a la suciedad con unas barbas largas sobre las que apuntaban ya matas canosas, como brochazos de pintura blanca-gris mate.
Y esa vestimenta que proyectaba una dudosa estética medieval, de una especie de abrigo marronáceo, sobre el que se diría incorporados toda suerte de detritus orgánicos y atmosféricos posibles. Olería a rayos, sin duda. Pero, por fortuna, Vic tenía la ventanilla cerrada y un ambientador que proyectaba sobre el habitáculo del coche un agradable olor a lavanda.
El tipo aquel no se movía de su sitio, la mano extendida, la mirada en el vacío, como los pordioseros de antes. Y entonces, en su boca se dibujó de repente una sonrisa que parecía más bien una mueca sardónica. Como si fuera un borracho desagradable que está al acecho de cualquier mujer que pase por su lado para simular una actuación desagradable, un teatro repulsivo; sabiendo que esta clase de representaciones provocan siempre el desconcierto y las más de las veces el terror.
Pero Vic Suarez no se arredró. Pulsó el automatismo de su ventanilla y cuando esta se encontraba a medio camino acercó su boca a la apertura y preguntó a voz en grito:
- ¿Qué quieres?
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Mira conozco infinidad de seres que vagan perdidos por las calles, por los caminos y miran la sol y a la luna y cuando te miran a ti o a mi parecen lobos feroces, pero si te paras podrás quedar tremendamente sorpendida.o.
Publicar un comentario