viernes, 26 de mayo de 2023

María Rosa Ustara o el elogio de la amistad

La ocasión del reencuentro con dos amigos (los dos del colegio, los bilbainos; por supuesto, como decían Miguel de Unamuno o Michel Azaola, sin acento en la”i”, porque el hecho de ser de Bilbao ya es suficientemente significativo), constituye siempre el inevitable repaso de la lista de bajas producidas en el entorno que dejamos atrás. Con la edad, y la presencia de ese cangrejo que tantas veces nos devora por dentro, hay gentes queridas que se nos van y nos dejan grietas profundad en el alma,


Maria Rosa se ha ido, nos informa Tirso. Y los recuerdos fluyen como un torrente de esos que en el momento en el que escribo estas líneas asoman sobre los pueblos de Murcia y de Alicante. Y ahora, en la intimidad que me permite ordenar las ideas, procuro explicar lo que fue ella, su familia, la mía… en la sucesión de las generaciones que nos antecedieron y que nos colocaron en ese “bocho” -al cabo, un agujero hendido en un territorio urbano- que es Bilbao.


Porque las cosas de las relaciones humanas resultan siempre más sencillas -dentro de su complejidad, por supuesto- cuando tus padres y los suyos eran amigos. Y añadiré a eso, cuando las viviendas de las dos familias apenas distaban dos manzanas de calles.


Su padre fallecía con anterioridad al mío, que, sin embargo se fue muy pronto, apenas cumplidos los 70. Vivía aún el dictador y debieron resultar frecuentes las conversaciones entre los dos amigos. Me acuerdo del comentario de mi padre al conocer la noticia:


  • ¡Pobre, Ina! Tanto tiempo preocupado por lo que podía pasar después de Franco, y se muere antes…


Pero está claro que uno no se va siempre cuando quiere, sino cuando le toca. Y los dos, los tres -si añadimos al triste listado a la pobre María Rosa- han recibido ese ingrato número de la tómbola que no lleva el premio de un osito de peluche sino una severa figura armada de una guadaña.


El tiempo es asunto muy relativo, ya lo advirtió Einstein. Tanto que si se compara con la vida de la humanidad sólo supone una pequeña gota de agua en un océano. Por eso conviene detenerlo en los fragmentos de vida que son los recuerdos. Recuerdos como los de la casa de los Ustara en la plaza de Moyúa de Bilbao, dedicada a la memoria de aquel alcalde que llevaba su rectitud municipal a despedir su coche oficial en uno de los trayectos que le conducían o regresaban a su tertulia en la cafetería del Boulevard al ayuntamiento. Allí nos concentrábamos en la singular ocasión de la visita del general Franco -ésos eran los tiempos- que se dirigía al gobierno civil, contiguo a su vivienda . La institutriz de los Ustara derramaría profusas lágrimas, pidiéndome un pañuelo que recogiera su sollozo. Cuando se lo alcanzaba, decía ella entre gemidos:


  • Es el que nos ha salvado…


Y ya que me refiero a institutrices, me acuerdo también de cuando mis padres y los de María Rosa contrataban a una profesora de francés -los nuestros- y un seminarista de la misma nacionalidad -los Ustara-, que acabarían frecuentándose en “el verde”, o parque de la avenida de Zugazarte en las Arenas. Dicen que las armas las carga el diablo, por lo mismo que los amores se llevan por delante las vocaciones religiosas: los dos profesores caerían en sus propias redes ante el espanto de nuestras madres y la comprensión de nuestros padres, que seguramente ya intuían con facilidad el probable desenlace de aquellos paseos en el tibio veraneo cantábrico.


Pasaría el tiempo, cumpliríamos más años, y la vida nos agruparía en esa fórmula pandillera de los fines de semana de ese barrio guechotarra. Estábamos Carmen Urigüen, Vega Buesa, María Zabalgogeascoa, Iñigo Delclaux (a quien, ¡ay!, también se llevaría la parca), a veces Mariano Olaso y un brillante abogado con prometedor futuro que no se vería truncado, Juan Carlos Ureta. Y estaba María Rosa… además del que escribe estas letras,


Los recuerdos son ya imborrables en aquella época de amistad. La cita del grupo en la “calle de la moda” (un callejón un tanto infecto, surcado de bares de copas y atestado de gente), las cenas y la discoteca de “La Goleta” del Marítimo, que cerrábamos invariablemente, antes de que Juan Carlos y yo clausuráramos la boîte Flash en Bilbao y compráramos el periódico matutino del domingo, aún fresca la tinta.


Y así se anudaban, sin solución de continuidad, las semanas y las vacaciones. Otras personas entraron en acción y el grupo se fue disolviendo de manera gradual. Eran ya los tiempos de los compromisos duraderos y de la construcción de nuestras familias propias con las que cumplíamos finalmente nuestro compromiso generacional. Ya no era sólo cuestión de cerrar las salas de fiestas o de viajar a Pamplona para asistir a un encierro de sanfermines. Ya los noviazgos eran antesala de pedidas de mano y predecesoras de bodas. Y el encuentro posterior se producía enseguida entre matrimonios en las casas que empezábamos a adquirir con las hipotecas que nos costaban entonces bastante más caras que las de ahora (incluyendo las recientes subidas de los tipos de interés del BCE), aunque el precio no resultara tan elevado como el que hoy se pide.


Había sin embargo oportunidades para el reencuentro en las que se demostraba el hecho cierto por el que la amistad es una planta que revive con fuerza en cuanto vuelven a verse quienes comparten este sentimiento. No es necesaria entonces la falsa alharaca de los adjetivos superfluos y a menudo exagerados con el que se deprecia la palabra (se diría que hoy uno es amigo de otro por el solo hecho de serle presentado).


Permítanme una breve expansión. Somos de Bilbao. Y no diré eso que repetía Unamuno de que “el mundo entero es un Bilbao más grande “, porque creo que nuestra villa se está volviendo cada vez menos cosmopolita y progresivamente más aldeana, pero sí los versos de Tirso De Molina: “Vizcaíno es el hierro que os encargo/Corto en palabras/En obras largo”.. Y es que así somos. Y ese es el concepto de amistad que anida en nosotros, que reverdece con la presencia y -aun aletargado- permanece en la ausencia.


La vida me dio una vuelta de esas que más que la vorágine del torbellino se parecía a un abismo. Dejé atrás Bilbao y con él mis viejos demonios familiares. Pasaron los años, falleció mi madre. Y en el funeral allí estaba María Rosa, acompañada por su hermano Ricardo, como demostración de que ese viaje, que decía Proust es la vida, se hace más grato en compañía de la gente con la que has compartido un afecto que no es sólo vuestro, porque viene de la generación que os precedió.


Descanse en paz.

lunes, 22 de mayo de 2023

Una historia de nuestro tiempo

 Vic se licenció en Psicología y Magisterio. Concluidos sus estudios intentó suerte en el ámbito de la enseñanza, en el colegio en el que había cursado sus estudios secundarios. Le dijeron que allí no existían vacantes, aunque sabían de la existencia de una plaza libre en una prestigiosa institución cultural. Y allí se fue, y en ella consumió toda su actividad profesional. Una vez jubilada, retornaría ella a la actividad que más le habría gustado ejercer. Tuvo noticia de la necesidad de profesores para ofrecer clases de apoyo, en una iniciativa impulsada por la Comunidad de Madrid, y resultaría seleccionada para esa tarea.


Una tarde por semana, Vic recoge sus bártulos y se dirige a un colegio público de la calle Bravo Murillo, en un barrio donde se concentra un abigarrado grupo de personas procedentes de la inmigración, preferentemente de origen latino. Allí se encuentra ella con diversos alumnos, entre los cuales siempre hay uno que requiere de su atención preferente. Este curso que está concluyendo ahora, el chico en cuestión es Lennon, un muchacho ecuatoriano de 10 años que vive con su madre en una de las callejuelas perpendiculares a la citada travesía madrileña.


Leila -que así se llama la madre de Lennon- gerencia un bar en otro barrio de la capital. Lo de “gerenciar” no deja de constituir uno de los eufemismos a los que resulta tan propicio el léxico de lo políticamente correcto en España; en realidad, el trabajo de la madre de Lennon consiste en ser la encargada del establecimiento de hostelería.


Ella no tiene marido, tampoco pareja. El padre de Lennon desapareció en Ecuador, poco después de que Leila se quedara embarazada. De modo que sólo tres años más tarde, esta familia monoparental pondría rumbo a Madrid.


Leila y Lennon comparten cocina y sala de estar con un matrimonio de su misma nacionalidad, sin hijos. Los abuelos del chico viven cerca de ellos.


Lennon es un muchacho algo rollizo. Tiene los pies planos y camina un poco a trompicones, como si avanzara sobre la cubierta de un barco. Es también algo lento de comprensión. Y tiene muy buen fondo. Vic es una profesora que sabe de enseñar, pero también conoce que el elemento fundamental de la justicia consiste en ofrecer a cada uno lo que le corresponde, algo así como equilibrar los inconvenientes respecto de las ventajas. Y por eso dedica más tiempo a Lennon que a otros de sus compañeros.


Una tarde se decide a invitar al muchacho a una merienda. Pero Lennon no se atreve a pedir permiso a su madre, de modo que una de esas tardes de clase, Vic le sugiere a su alumno que ella misma se lo diga a Leila, cuando va a recogerle al colegio. La madre ecuatoriana es una mujer joven, que no ha cumplido aún los 30, menuda y reservada. Apenas con un hilo de voz acepta el ofrecimiento de la profesora de su hijo. Convienen que la merienda tendrá lugar el siguiente martes.


Llegada la fecha, Lennon no asiste a la clase de apoyo: dos jovenes altos y fornidos le están haciendo preguntas que el niño contesta con reparos. Terminado el interrogatorio, Vic intenta llevarse a Lennon a merendar. “No es posible”, le dice alguien. Pero Vic no acostumbra a aceptar un no por respuesta y continúa inquiriendo acerca de la causa de esa imposibilidad.


  • Hay una denuncia por malos tratos -le advierten.


Así que Vic sigue preguntando para recabar una información más concreta. Pero no será hasta que llegue el siguiente martes para que ella obtenga una noticia más detallada acerca de lo acontecido. La información se la proporciona el propio Lennon “Mi madre me ha pegado -le cuenta-. No quería lavarme los dientes…”


El caso es que el chico tiene un buen cardenal en el brazo. Y además existían precedentes. En otras ocasiones Leila ha propinado algún otro golpe a su hijo.


Leila pasa tres días separada de su hijo, en comisaría. Y Lennon ha sido depositado en ese tiempo en la casa de sus abuelos.


El siguiente martes -pasadas las vacaciones de Semana Santa- tiene lugar finalmente la comprometida merienda. Lennon engulle una hamburguesa con patatas, unas tortas bañadas en chocolate caliente y un batido de fresa.


  • Mi madre se ha enfadado conmigo -informa a Vic, algo más relajado-. Dice que soy un chivato. El caso es que no voy a hablar nunca más con nadie… -agrega.


  • Si quieres me lo cuentas a mí -sugiere Vic-. Y yo te guardaré el secreto. 


Y parece que Lennon está de acuerdo con la fórmula.


  • Lo que tienes que hacer es portarte bien -le dice Vic-. Por dos razones: primero por ti mismo, porque los niños tienen que portarse bien siempre; pero también por tu madre, para que no se ponga nerviosa contigo…


Lennon asiente entre bocado y bocado. Y le cuenta que algunos de sus compañeros le están haciendo el vacío.


De regreso al colegio, la profesora de apoyo se dirige al director del centro, inquiriendo acerca de la situación de su alumno en cuanto al trato que recibe en clase. El responsable está agobiado ante las bajas de los enseñantes y la necesidad de casar la menguante oferta con la permanente demanda de alumnos.


  • ¿Lennon? Está bastante menos atosigado éste que el curso pasado… -acierta a resumir, en tanto que consulta un listado en el ordenador que tiene ante sus ojos.


Y Vic hace un gesto de contrariedad antes de abandonar el despacho del responsable escolar. Un chico que lleva de su casa al colegio la mochila de problemas de una vida que recae sobre sus hombros. Una vida en la que el afecto se le administra a cuentagotas en tanto que las contrariedades se le van acumulando sin cuenta.


Vic le compra una caja de acuarelas y un cuaderno de hojas gruesas para que pinte sobre ellas, y unas canicas. Es su regalo de fin de curso.

martes, 9 de mayo de 2023

Ça va, Nina?

En Segovia, muy cerca de la localidad vallisoletana de Olmedo, vive mi amigo Pepe. Procede él de una familia de hondas raíces castellanas, sangre de políticos de raza como don Santiago Alba, y del seguramente mejor poeta español del siglo XX, Jaime Gil de Biedma.


La vivienda de Pepe es una casona que fuera propiedad de un antiguo alcalde de su pueblo, y que, tras salir a subasta pública, fue adquirida por su actual dueño.


Pepe -y Jacinto- han ido resolviendo las reformas que exigía el inmueble con una doble muestra de buen gusto y de respeto por las características primitivas que tenía. El resultado ha sido -está siendo- un espacio cómodo y distinguido, en abierto contraste con un pueblo que envejece sin cuidados ni habitantes.


Asisten al encuentro una comunicativa Carlota, que nos relata sus incidencias africanas; y una pareja de singular encanto: Regino, y Alicia, su mujer. Regino era amigo de mi tío  al encuentro una pareja de singular encanto: Regino, y Alicia, su mujer. Regino era amigo de mi tío Carlos Semprún y lo sabe todo de la historia de mi familia paterna, de modo que, por más esfuerzos que hago por relatar algo que él no conozca, mis informaciones tropiezan con su conocimiento previo. Y es que Carlos Semprún se alojaba en su casa en las ocasiones en las que caía por Madrid. Sus hijos le llamaban “tío Charles”, por lo visto. Un rápido clima de familiaridad envolvía por lo tanto nuestra conversación.


Referirse a Carlos Semprún hace inevitable el recuerdo de su hermano Jorge, a quien su militancia comunista -recuerden a Federico Sánchez-, sus novelas y guiones de éxito, su responsabilidad como ministro de Cultura… lo han encumbrado a la evanescente fama de que gozaban los personajes de la generación anterior; hoy la fama se distribuye a partes iguales entre los ‘influencers’ y los que por el motivo que sea reciben los ‘likes’ del público: para ser famoso no hay que escribir una buena novela, pasar por un campo de concentración nazi o vivir despistando a la política de Franco.


Carlos y Jorge mantuvieron una pugna ideológica que trascendió al ámbito personal, lo cual no es cuestión singular en muchas familias, tampoco entre los Maura. Y esas diferencias podrían sin duda trasladarse a esta generación, aunque no conviene desarrollar esa parte de la historia personal propia, salvo que tuviera la pretensión de interrumpir el relato en el que les estoy introduciendo, y no es el caso.


Jorge podía ser un comunista en su juventud, un izquierdista en su madurez, pero no le faltaban rasgos que evocaban unas ciertas tradiciones aristocráticas, elitistas. Le ocurrió, por ejemplo, que una vez concluida su etapa al frente del Ministerio de Cultura, pidió una audiencia con Don Juan Carlos, a fin de despedirse de él. Ante la extrañeza del hoy Rey emérito, dicen que Felipe González indicaría a su regio interlocutor: “No es de extrañar. Al fin y al cabo, es un Maura”.


Un Maura que, en su condición de exministro, almorzaba con la titular del departamento, Esperanza Aguirre -por cierto, familiar de Pepe, nuestro anfitrión del día-. Comentando los dos comensales en presencia de Regino las cosas de las familias, le espetaría tío Jorge a la Ministra: “Al fin y al cabo, en España, poco más que diez familias…”


Una familia, la suya, que se distinguía adornando con la bandera tricolor la instauración del segundo de nuestros regímenes republicanos, bajo las órdenes de Susana, la madre de los Semprún. Y su padre, un competente abogado católico, más eficaz en las tareas diletantes que en el cobro de las minutas a sus clientes, como la correspondencia de José María Semprún Gurrea atestigua en los archivos de la fundación Antonio Maura. 


Hubo una historia de exilio con estrecheces sin cuento, el enlace de su padre -fallecida Susana- con la institutriz, y un largo recorrido europeo, común a tantos españoles de la época, que no vivía sin embargo en el odio fratricida que devastó a la España de sus padres, y que se pretende evocar hoy con trasuntos de memoria y de democracia, para ocultar lo que no es sino un intento de división de nuestra ciudadanía, y de polarización entre unos bloques que se dirían permanentemente enfrentados. Porque Jorge Semprún sería uno de los promotores de la idea de la reconciliación nacional promovida por el PCE en el año 1956, según la cual los hijos de los que hicieron la guerra en un bando y los que la hicieron en el otro no debían verse forzados a repetir semejante experiencia. Parafraseando a Georges Brassens, “¿dónde están los comunistas de esa época?” Habrá que decir que criando malvas, pero tan tupidas éstas que por mucha ley que le pongan apenas a nadie le queda memoria de ellos.


Pero volvamos a Carlos, su hermano. Éste fallecía tiempo antes que Jorge, aún no reconciliados ambos. En el entierro -del que Regino y Alicia fueron también testigos- vieron cómo el escritor izquierdista se acercaba a su viuda -divorciada, por cierto, de un premio Nobel- y de modo cariñoso le preguntaba:


  • Ça va, Nina?


Que era la fórmula que Jorge escogía para dar por cerrada la diatriba permanente entre los dos hermanos. Habría seguramente un halo de reconciliación envolviendo la escena, un tanto a la manera novelesca del autor de tantos relatos y guiones de éxito.


Y yo intuía la tranquilidad del hermano cuando transmitía su pésame a su cuñada. No merece la pena llevar el enfrentamiento tan lejos como para desconocer el sufrimiento de los otros, que es, al cabo, una parte del propio. En algunos pueblos, siempre pequeños, siempre un tanto ridículos, las separaciones se arrastran generación tras generación, hasta el punto de que apenas nadie recuerda el origen del enfrentamiento. Y un buen momento para la superación es el del entierro, seguramente.


Algo de esto pensaba yo cuando el coche nos devolvía a Madrid después de una jornada repleta de evocaciones familiares.