lunes, 28 de abril de 2014

Conversación en Florencia (3)


Alfonso Da Vircunglia mueve con pesadez su organismo hasta la puerta. Le crujen todas sus articulaciones y le duelen todos sus huesos. Y la abre, no sin pensar que está actuando de forma un poco confiada. No en vano, el portal ha podido quedar abierto porque sus clientes no hayan cerrado la cancela y algún intruso haya podido colarse hasta su casa.

La luz del descansillo es tenue. Pero Alfonso percibe una forma lejanamente familiar.

Porque no, no se trata en realidad de un intruso. ¿O sí?. Lo que ve es un rostro conocido.

- ¡Angélica! -exclama Da Vircunglia, atónito. Pero luego recupera su habitual actitud de distancia-. ¿Qué te trae por aquí?

- Nada de particular. Pasaba por la piazza y he pensado que seria buena idea visitarte...

El elevado organismo de Alfonso bloquea la entrada a su apartamento. La tal Angélica pregunta:

- ¿Puedo pasar?

- En realidad no estaba haciendo nada... Así que si quieres... -contesta Da Vircunglia franqueándola la entrada.

Angélica es una mujer a la que el paso del tiempo no ha tratado excesivamente bien. Cercana a los 60, debería haberse aceptado algo más en sus volúmenes, aunque la habrían llamado "jamona", sin lugar a dudas. Y no podría soportarlo. Por eso se imponía un régimen de adelgazamiento más que draconiano y las arrugas habían ocupado su rostro como si estas fueran más bien un ejercito de refugiados que no tienen la intención de abandonar el campamento. "Parece mucho más vieja que la última vez que la vi. Hace ahora... ¿Cuántos años?", se pregunta Alfonso, a la vez que se deja caer en el sofá.

No la invita a que tome asiento, así que haciendo acopio de toda la naturalidad de que es capaz, Angélica lo hace en una de las butacas, justo enfrente de Alfonso.

jueves, 24 de abril de 2014

Conversación en Florencia (2)


Pero un día apareció Marina. Una mujer de rompe y rasga a la que cautivó su dinero y su prestigio. Y se quedó con él, administraba su hotelito y -a poco que tuviera el buen sentido del que en absoluto carecía- se quedaría con todo su patrimonio. Después de que él desapareciera, por supuesto.

Pero Marina no es una mujer fácil. Y en esa pugna que mantiene con Alfonso, ahora ha decidido poner tierra de por medio y visitar a sus padres en Buenos Aires.

Hay veces en que Da Vircunglia se acuerda de su hija. La niña de Milán que sufrió un infarto de médula en los últimos días de su embarazo, que vivió en un hospital a lo largo de su vida y que había fallecido hacia sólo cinco años a contar hacia atrás desde la noche florentina de nuestra narración.



Se ha hecho de noche y la vista sobre Florencia desde su apartamento es espectacular. La vieja ciudad medieval iluminada, destacando la cúpula del Duomo o la majestuosa torre della Signoria. "Por esas callejuelas que serpentean allá abajo, deambularán decenas de turistas, dispuestos a asentarse en cualquier ristorante para tomar una pizza o un plato de spaghettis con una botella de vino tinto peleón por lo que les cobrarán una fortuna", piensa Da Vircunglia a la vez que se dibuja en su rostro una sonrisa, él que se conoce todos los lugares de la ciudad a los que es preciso acudir si se quiere tomar una buena comida de la cocina clásica florentina, y por un precio razonable.

Alfonso se queda pensativo en esa noche, instalado en el mirador de su apartamento, contemplando ese paisaje subyugador que un día crearon los hombres y que ni siquiera los hombres fueron capaces de estropear. Le maravilla Florencia. Quizás por eso decidió un día dejar atrás sus orígenes del Milán industrial poblado de personas locas por los negocios, en la que una zafiedad cada vez más insólita se convertía en seña de identidad principal de un pueblo que quizás merecía de más altos designios. Por eso se fue de Milán, por eso, y por esa bella argentina, Marina, a la que llevaba exactamente treinta años y... debía reconocerlo, le había abandonado apenas hacia tres semanas porque no se veía ella cuidando de un hombre tan machista como él. Sin ninguna garantía de futuro, decía.

"Al final, todas las mujeres son iguales", reflexionaba Da Vircunglia. "¿Por qué siempre quieren garantía de algo? ¿Por qué no se entregan sin más si les gustamos? ¿Por qué no son como nosotros?" Y es que Alfonso, por mucho que había conocido a muchas mujeres no conocía a la mujer. "Claro que las que no quieren pedir nada son las peores, porque lo quieren todo. Han tendido sobre ti su red de araña y, cuando has quedado atrapado en ella, ya no te dejan escapar". Otra amarga sonrisa apareció en la comisura de sus labios. "Volverá".

Un poderoso timbrazo suena en la puerta. "¡Qué raro! No esperaba a nadie..."

lunes, 21 de abril de 2014

Conversación en Florencia (1)


Un hotelito en Florencia. Situado a escasos cincuenta metros de la Piazza della Signoria. Su propietario, Alfonso Da Vircunglia, de sesenta años, se encarga de su administración. -es un decir, la tiene confiada a una argentina de muy buen ver- de las cinco habitaciones  y él mismo vive en un apartamento abuhardillado encima del establecimiento hostelero.

Su vida está llegando ya al merecido momento del descanso, después de no pocos vericuetos vitales que le han dejado no pocas marcas. Se siente ya un tanto decrépito en lo físico y bastante desengañado en cuanto a su otrora optimista espíritu.

El gran salón está con frecuencia desordenado, como es habitual en un hombre que vive solo, aunque Da Vircunglia diría que él siempre sabe dónde están sus cosas y que cuando Gelizia, su asistenta meridional, hace su batida semanal, ya no encuentra nada. Le enfada tanto el asunto que ha estado varias veces a punto de despedirla, pero le da pereza buscar a otra, que sea tan barata y que le lleve además el mantenimiento del hotel de modo que -entre la argentina y la siciliana- para Alfonso apenas tenga que quedarle otra ocupación que las relaciones públicas.

Da Vircunglia está prácticamente retirado, por lo tanto. Vivía de una importante agencia de seguros que representaba a la compañía, todavía del Estado, cuya sucursal, de cuatro plantas, se encuentra situada a escasos doscientos metros de la estación de trenes. Ya sin ganas de trabajar, Alfonso vendía su cartera a buen precio y se recluía en su hotel o en su magnífica residencia romana, allá donde naciera el astronauta Armstrong cuando el padre del primer hombre que hollara suelo lunar ejercía de funcionario en la embajada de su país.

Da Vircunglia es un hombre bien parecido. Ciento ochenta centímetros que otrora le dieran una apariencia esbelta, pero que hoy, con una panza abultada producto de sus "razzias" por los establecimientos de cocina tradicional toscana -incursiones hechas de pasta y dulces- se ha tornado levemente oblonga.

Y es diabético, pero apenas si hace ejercicio, lo que le está situando en el borde de un inmediato deterioro orgánico previsible: la vista, los riñones, el corazón... Pero no piensa en eso, prefiere vivir su vida y disfrutar de las cosas. Es su manera de vivir, que muy probablemente condicionará su manera de morir. Pero Alfonso es hombre práctico, y seguro que ya tiene decididas sus postrimerías, seguro que ya ha decidido cómo va a morir.

No ha perdido empero Da Vircunglia su coqueteo permanente con el bello sexo opuesto, reverdecido ahora con la atractiva porteña que le acompaña durante el día y alguna que otra noche. Se le han conocido amantes permanentes y ocasionales a lo largo de su vida, que provocaron no pocas tensiones con su legítima, que no descansarían hasta el fallecimiento de esta, de muerte natural, se supone. Al fin y al cabo, Alfonso podía ponerla de forma repetida los cuernos, pero en eso concluía su maltrato. A cambio, su mujer siempre dispondría de una vida regalada. No, Da Vircunglia no se arrepentía de nada, aunque derramara alguna lágrima que otra en el momento triste en que el enterrador arrojaba las consabidas paladas de tierra sobre la caja de pino en la que se encontraba el cadáver de ella. En cualquier caso, se quedaría solo. Sus escarceos amorosos se convertían en patéticos intentos de avance respecto de jóvenes que se le reían a la cara.
Solamente le quedaría el sexo de pago, y este de modo muy ocasional, la edad y la diabetes habían reducido de forma drástica sus expansivas necesidades de antaño.

lunes, 14 de abril de 2014

Nueva publicación

Queridos amigos,
Una vez que dejamos a Salvador Moreno instalado en su flamante cargo, el próximo relato nos lleva a Florencia. ¿Se imaginan a un hombre maduro, que dedica el atardecer a sus cosas, en su hotelito situado a dos pasos de la Piazza de la Signoria, y al que un timbrazo de la puerta le anuncia una visita?
Ese sería el principio de "Una conversación en Florencia", que pienso empezar a publicar a partir de la semana que viene.
¡Felices vacaciones a todos!

domingo, 6 de abril de 2014

La ascendente carrera de Salvador Moreno (y 12)


Así qué ya tenemos a Salvador Moreno en el puesto más elevado posible de su carrera política. La capacidad de intervención sin embargo menguada por la carencia de recursos y la necesidad de proceder a ajustes, pero con la capacidad de apoyar a sus amigos y labrarse así un buen futuro en su carrera empresarial del día de mañana.

Se puede decir que aquí termina más o menos la historia, pendiente siempre del último capítulo, pues que Salvador Moreno es aún hombre en edad de mantener una proyección pública y privada y -no digamos- Cayetana de continuar aupando a su marido.

Poco más que decir al respecto, por lo tanto, sino utilizar las palabras del novelista británico John LeCarre, que en su reciente novela Una verdad delicada, afirma: "Hombre, maldita sea ¿o no? -Todos esos lobistas corruptos y esos vendedores de armas bregando en las líneas de falla entre la industria de la defensa y el sector del municionamiento..."

Y de los políticos, podríamos agregar, porque, ¿para qué sirven los lobbies si no es para eso?

viernes, 4 de abril de 2014

La ascendente carrera de Salvador Moreno (11)


Y además es que esa historia -la de la política presupuestaria del gobierno- deberemos dejarla para más tarde. A lo que vamos ahora es al nombramiento de las carteras ministeriales. Sabido es que SM el Rey, amparándose en su función constitucional de Jefe de las Fuerzas Armadas, acostumbra intervenir en la sugerencia -más o menos contundente esta- de la persona que ocupará la cartera de Defensa. Una prerrogativa que, en mi opinión, no corresponde sin embargo a SM, por cuanto los ministros son nombrados y cesados por el presidente sin excepción. Es verdad también que al actual titular de la jefatura del Estado, los diferentes gobiernos españoles -en especial los del PP- le han admitido esta intervención y así nos va también en este punto.

Pues dicen que se fue Rajoy con su lista a Zarzuela y allí la presentaría a Don Juan Carlos, quien en lo que a nuestra historia se refiere, cuando el presidente sugirió el nombre de Alberto Ruiz Gallardón para este puesto, SM le indicó su mejor parecer en favor de Salvador Moreno, nombre que, según manifiestan los enterados, ni siquiera había sido previsto por el máximo responsable del gobierno, pese a los esfuerzos de Moreno por mantener una buena relación con el presidente del PP. Ya se sabe, una cosa es llevarse bien con el de Pontevedra y otra que te haga ministro.

De modo que salía Rajoy de Zarzuela con el todavía alcalde de Madrid en la cartera de Justicia y el -hasta el momento- impensable Moreno en Defensa.