sábado, 27 de enero de 2024

La cancelación del sufrimiento

 En "Golpe de suerte", la última de las películas de Woody Allen que ha llegado hasta nuestras pantallas, uno de sus protagonistas asegura que las posibilidades con las que contamos para llegar a existir, para encontrarnos entre los miles de millones de personas que poblamos este mundo que a veces nos parece tan cercano a su extinción, a golpe de cambio climático, guerras y pobreza, es de una de entre 600 millones.

 

Confieso mi ignorancia respecto de este cálculo, que sin duda forma parte de las ocurrencias del cineasta neoyorquino. Por la misma razón podía haber inferido Allen que la probabilidad es de una cada mil millones o de una cada diez mil billones. El rescate del nebuloso universo magmático que existe hacia atrás para ser proyectados a la vida resulta de imposible estimación por mucho que nos adscribamos a lo que yo calificaría como matemática creativa y aún mágica.


Por supuesto que existen teorías que desafían, tanto esta última idea como la aproximación del cineasta. Las filosofías orientales, por ejemplo, aseguran que antes de la vida existe algo a lo que denominan el absoluto, del que seríamos rescatados a través de la consciencia de que somos, que existimos. 

 

Pero me interesa más que entrar en un juego como ese de las ciencias exactas o de los postulados que se contienen en las diversas formulaciones religiosas que se practican en el este de Asía o en la India, plantear una cuestión que para mí resulta capital; si tan difícil resulta llegar a ser -y desde luego que lo es-, ¿qué sentido tiene que nuestra vida deba mantener una relación tan cercana al sufrimiento?

 

Se trata de una pregunta que bordea el abismo del absurdo, desde luego. El sufrimiento queda asociado a la vida desde el primer instante, el del recién nacido que rechaza el inhóspito espacio exterior, expulsado del agradable recinto del vientre materno. A partir de entonces, cualquier demanda de atención para su sustento material y afectivo se expresa con lamentos y lloros, unos y otros se van modificando -¿sofisticando?- con el paso del tiempo, pero traen su causa de las mismas motivaciones. El ser humano vive siempre pendiente de la satisfacción de sus necesidades, y sufre porque siempre encuentra objetivos que están más allá de lo que ya ha conseguido.


Sri Nisargadatta Maharaj y otros lo han expresado en términos más precisos: “Una vez que llegas a saber que existes, tienes ganas de perdurar eternamente. Siempre quieres ser, existir, sobrevivir. Y así comienza la lucha”.

 

Eso es así, en cualquier caso. Pero esta regla general debe resultar atemperada por la necesidad que tiene una buena parte de la población de obtener lo que podríamos calificar de estadios básicos de existencia. De estos  ámbitos de mínima seguridad existencial fueron privados, por ejemplo, los ciudadanos israelíes afectados por el ataque terrorista de Hamás el pasado 7 de octubre y que costó la vida a 1.200 de ellos; las más de 25.000 víctimas palestinas -hasta el momento en el que se escribe este comentario- por la respuesta del ejército de Israel, en su gran mayoría civiles, niños y mujeres; los más de 200 secuestrados por la banda terrorista; los casi 2 millones de desplazados palestinos, cuyo retorno a sus primitivos hogares se ha hecho ya imposible.

 

Este sufrimiento que se asienta sobre la carencia básica de las gentes por mantener un nivel de vida simplemente elemental, alcanza a cerca de 800 millones de personas que viven en situación de pobreza extrema en el mundo, las mujeres maltratadas y a las que se les niegan derechos también básicos como la educación en los países que tienen como bandera el islamismo radical militante y las obligan a ocultar en público sus rasgos faciales.

 

Ya comprendo que exigir la cancelación del sufrimiento, como sugiere el título de este comentario, es un desidratum que sirve poco más que lo que duran los buenos sentimientos que se nos impondrían en las épocas navideñas. Y, aunque no deba presidir la existencia humana la máxima hobbesiana según la cual el hombre es lobo para el hombre, tampoco duda el ser humano en arrasar personas y propiedades cuando conviene a sus intereses.  Para evitarlo hemos creado leyes y jueces que las aplican y policías y centros penitenciarios que ejecutan sus sentencias. Pero más allá de todo eso, cuando la ley de la selva se aplica en ausencia de la norma, cuando las disposiciones son dictadas por sátrapas, o cuando nos internamos en la confusa zona gris en la que no sabemos distinguir entre lo que está permitido y lo que ha sido declarado prohibido, la injusticia avanza y el sufrimiento constituye su corolario.

 

Habrá que convenir que no existe la más mínima esperanza de resolver la ecuación entre la felicidad y el sufrimiento de manera favorable a la primera de ambas posibilidades. Quizás debamos entonces consolarnos aplicando la idea guía que Toynbee adjudicaba a las civilizaciones en su "Estudio de la Historia", según la cual las diferentes culturas se desarrollan cuando superan los retos que se les presentan o se extinguen y desaparecen cuando son incapaces de hacerles frente. El hombre, entonces, al igual que los grupos en los que se integra, vive en el afán cotidiano de vencer las dificultades. Y no sólo -aunque también- para ser feliz, a veces únicamente para sobrevivir. Ya lo decía Juan Luis Guerra en una de sus canciones, "los que viven son sobrevivientes".

 

Sobrevivientes, vencedores -o derrotados- en los retos, felices o sufridores, o todas esas posibilidades al mismo tiempo, el ser humano tiene derecho a la alegría básica de la evitación del dolor, esa mochila con la que nacemos y vivimos, que algunos nos hacen más pesada y algunos otros más descansada. En estos últimos reside la esperanza, si no de la cancelación del sufrimiento, al menos de su conllevancia.








domingo, 21 de enero de 2024

¿Marea populista en Latinoamérica?

 Organizadas por el departamento de Derecho Internacional Público de la Universidad Pontificia de Comillas - ICADE, la Fundación Transición Española y el foro LVL de política exterior, en las Jornadas sobre el populismo como amenaza al Estado de derecho, el catedrático de Historia de América de la UNED e investigador principal para América Latina del Real Instituto Elcano, Carlos Malamud, desarrolló una ponencia relativa a los populismos en Latinoamérica; una derivada de la “mala política” que, como se ha producido en Brasil, Perú y viene ocurriendo en otros países, como Venezuela, no permanece ajena a fenómenos de violencia.


Empezaría el profesor destacando que el populismo no es un fenómeno exclusivamente latinoamericano, sin perjuicio de que la extensión de este fenómeno en el continente haya experimentado una gran relevancia. Están los casos europeos como los de Hungría, Polonia -este último en proceso de conclusión-, Italia, el reciente de los Países Bajos o el apoyo que precisan para gobernar los conservadores en Suecia, prestado por un partido de carácter populista,. Y resulta evidente que la relación no se agota con los casos señalados que provienen de nuestro continente. El caótico mandato del presidente Trump en Estados Unidos o los seis años de gobierno de Rodrigo Duterte, sembrados por la violencia en Filipinas constituyen buena prueba de lo que afirmo.


El investigador del Instituto Elcano se refirió a lo que para él constituyen las tres “oleadas” populistas latinoamericanas a lo largo de nuestra historia reciente.


La primera de estas corrientes se produciría en la década de los años 30, y evoca los nombres que ya han quedado  grabados en la historia del general argentino Juan Domingo Perón, el instaurador del “Estado Novo” brasileño Getulio Vargas o del mexicano José Vasconcelos. Todos esos dirigentes se veían influidos por referencias fascistas, como por otra parte correspondía con la época en que desarrollaron su actividad política.


Al torbellino de aquella década, le seguía la contaminación de las ideas neoliberales que florecían en los años 90. Surgieron entonces los populismos neo-con de Menem en Argentina (un país extraordinariamente sensible a este tipo de contagios ideológicos, como se advierte con el actual presidente Milei), o el Perú de Alberto Fujimori, que a través de su hija Keiko sigue presente en la política de la nación andina.


La tercera oleada, la más reciente, se está produciendo en el siglo actual, y está presidido por las ideas bolivarianas en una gestión política que hunde sus raíces en el castrismo de Cuba, que cuenta ya con casi 65 años de existencia. Esta ideología populista no se reduce sólo a la Venezuela de Chávez y Maduro, sino también a la Nicaragua de los Ortega y Evo Morales en Bolivia, con la duda de en qué quedará la Colombia que preside Gustavo Petro.


En una aproximación definitoria del populismo, el catedrático de la UNED describió las principales características de este heterogéneo posicionamiento ideológico, en el que conviven personajes tan diversos como López Obrador, Ortega o Bukele… todos diversos entre sí, pero todos populistas; dotados de fuertes personalidades y tendentes a un caudillismo revestido con ropajes moralistas; que cuenta con muy escasas convicciones democráticas y se encuentra sustentado por el “iliberalismo”, esto es por el predominio del gobierno sobre el parlamento y el poder judicial; el acento en el derecho de las mayorías sobre los de las minorías opositoras, orillando, entre otras, las teorías de Lord Acton, aunque en ocasiones desprecian a la voluntad mayoritaria del pueblo, como le ocurrió a Evo Morales en 2016 cuando en referéndum el pueblo boliviano consideró que no debía ser reelegido.


El líder populista y su movimiento se presentan a sí mismos como una encarnación de la patria, lo que nos recuerda los opuestos conceptos de “patria” y “anti-patria” del general Perón, por los cuales quienes se oponían a sus ideas eran no sólo anti-patriotas sino traidores a ésta.


Se trata de líderes vitalicios, nuevos dictadores que mueren apegados al poder; pero como quiera que su mando depende de algún tipo de refrendo popular, sienten una aguda pasión por la reelección. 


En algunos casos, esa pasión les conduce a modificar la Constitución de sus países. El procedimiento escogido por Chile para promulgar una nueva Carta Magna, y su desenlace, no es habitual en Latinoamérica. El caso de Chávez en Venezuela no deja de ser, en este sentido, paradigmático. En 2007, Chávez impulsó una reforma constitucional en Venezuela precisamente del texto que él mismo había implantado, una reforma que le habría otorgado el poder prácticamente absoluto. Derrotado en el referéndum convalidatorio, algunos días después Chávez reconocía su derrota, pese a lo cual los datos fueron maquillados por su aparato de gobierno para aparentar un resultado menos adverso del que se había producido.


Otro asunto de interés es el de las dobles vueltas establecidas para dotar de mayor estabilidad al sistema, que además de la distorsión que producen (en Argentina se llega al poder con un 40% de los votos, en otros países, que no son latinoamericanos precisamente, con menos), respecto de los que gobiernan con parlamentos fragmentados.


Como resultante de esta nueva oleada populista, ¿cabe referirse a una verdadera “marea”? Es cierto, concluía Malamud que, después de la pandemia del COVID 19, ha arreciado la tormenta y que, en el continente, 13 de las 14 elecciones celebradas -excepto en Nicaragua- los partidos gobernantes han perdido. Pero quizás sea éste también un testimonio más de la inestabilidad política que padecemos en nuestro tiempo.

domingo, 14 de enero de 2024

Olor de España

Renunciemos a explicar lo que está ocurriendo en España. Nos sobran entonces los politólogos y los sociólogos, los periodistas y los más sesudos académicos. Prescindamos de leer las crónicas que nos asaltan todas las mañanas en los diarios convencionales y en los digitales. Para comprender lo que le pasa a España basta con oler España, de la misma manera a como lo hacemos con cualquier organismo. Debería ser suficiente con aproximarse a él, con sentirlo.


Emite España un poderoso olor a descomposición. Víctima de un proceso gangrenoso, diagnosticado pero que nadie se ha tomado la molestia de tratar, nuestro país despide un fétido aroma a pestilencia que a nadie le debería pasar inadvertido. Confluyen en él muchos años -décadas, incluso- de complacencia por el éxito de nuestro proceso de transición democrática, sin advertir que al mismo tiempo había quienes se empeñaban en derruir buena parte de los fundamentos del sistema: la independencia del poder judicial, para empezar. Pero también la permanencia de un sistema electoral que ponía los asuntos comunes en manos de quienes no comparten la propia idea de comunidad nacional, antes bien, que estaban en lo que siguen estando, en derribar la misma idea de España en los territorios por ellos gobernados. Ítem más, en las listas cerradas y bloqueadas que hacen de los parlamentos unas instituciones dominadas por un reducido grupo de líderes a quienes se jalea en los días de las sesiones de control y en los otros.


Hiede España con ese olor tumefacto que provocan el capitalismo de amiguetes, el abandono de la meritocracia y el abrazo a los afines, el enriquecimiento vertiginoso y el latrocinio sobre lo público. Desprende una tufarada a ciudadanía despreocupada respecto de las cuestiones que le son propias y desinteresada de su participación en la tarea de conservar y entregar la democracia a la siguiente generación. Por no referirse a las élites, que no están ni se les espera por ninguna parte.


Y no. No ha sido Sánchez el único responsable del mal olor que exhala el organismo nacional, aunque -todo habrá que decirlo- es de los pocos que se complacen en ajustar las piezas del Frankenstein sin comprender -o sí- entre tanto que el cuerpo es ya una suma de componentes muertos y que ya nada de vida cabe extraer de ellos que no sea su ticket de prolongación en el hotel de 5 estrellas al que han puesto por nombre “complejo de la Moncloa”.


Me resisto a sumar nombres y apellidos a la gloriosa lista de los responsables de este destrozo. Seguro que cualquiera de ustedes será capaz de allegarlos. Pero en este capítulo que se escribe hoy, una vez que el parlamento ha convalidado dos de los tres Reales Decretos presentados por el gobierno, cabe reflejar a tres protagonistas, dos de los cuales se han declarado a sí mismos incompetentes para asumir tareas de responsabilidad para lo porvenir.  


Empezaré por la más irrelevante, Yolanda Díaz. La vicepresidenta, autora principal del estropicio consistente en el ninguneo y aislamiento de Podemos, ha declarado que "es muy difícil gobernar así". Más difícil será seguramente pensar en que los 5 podemitas iban a continuar manteniendo la mansedumbre del escaso pesebre que les había reservado la gallega. ¿No tenía siquiera en su mano alguna secretaría de estado de menor importancia -y de roto menos dañino que el infringido con la ley del "sólo sí es si"?-. En todo caso me es igual, ya decía Napoleón que "si el enemigo -perdón, el rival- se equivoca, no lo distraigas".


Más me preocupa la segunda declaración de incompetencia que tuvimos la oportunidad de escuchar en la noche de autos, la de Alberto Núñez Feijóo: "Si lo hubiera sabido, no me hubiese (sic) dedicado a la política ". Llegado desde la domesticada Galicia a la máquina de picar carne que es Madrid, el orensano no ha encontrado su sitio, no cabe encontrar en él otra estrategia que la de sustituir al actual presidente, ha seleccionado al más incompetente de los equipos posibles, no sabe qué hacer con Vox, y cuando se le produce una crisis… simplemente le estalla. Más le valdría empujar alguna de las puertas giratorias que aún le quedan y desaparecer de la escena.


Quedan aún los inevitables corpúsculos que acompañan a todos los procesos de descomposición orgánica. Se trata de los nacionalistas, empezando desde luego con los xenófobos -racistas y supremacistas- que forman la hueste del prófugo Puigdemont, pero no sólo éstos. Se les observa como hienas que se complacen en el hedor del cadáver a plazo fijo de lo que fue España y hoy habría que rebautizar de Expaña. Hunden con delectación sus fauces sobre músculos exánimes y muñones apenas unidos a un tronco común, inconscientes quizás de que el único sustento que les queda es ése, y que sin él sólo les resta servir de plato a otros, más radicales en sus posiciones extremistas que ellos, que haberlos haylos.


Y llegados aquí, ¿no existe nadie que resuelva el desastre, alguien que mande parar? No lo es el Rey, desde luego, porque carece de atribuciones constitucionales. Tampoco lo hará la UE, ya se nota el escaso interés que ha puesto el comisario Reynders ante el insólito encargo que le ha formulado el PP -otro más- para que medie en el desbloqueo del CGPJ. Quizás venga del propio PSOE -¿Page?- que esté dispuesto de una vez por todas de pasar de las palabras a los hechos.


Entretanto no se inquieten ustedes demasiado. Cobrarán sus pensiones, ajustadas ahora al IPC, aunque los jóvenes no puedan siquiera soñar con ellas; harán sus compras en temporada de rebajas, aunque la inflación ha disparado los precios de referencia; podrán disfrutar de apetitosos menús del día en restaurantes y de apurar alguna que otra caña en los bares, aunque deberán pagar más por lo mismo. Otra cosa será la calidad de los servicios públicos en una administración que ha engordado tanto que hasta ha dejado de proporcionarlos. Y de la España del turismo y de la fiesta... tampoco existe desenganche posible, aunque con 45⁰ de temperatura serán sólo algunos osados valientes los que se atrevan a visitarnos; lo mismo da, ha nevado en Navacerrada y hace frío, el verano se antoja hoy por hoy lejano.


A España no es preciso explicarla, basta con sentirla, con olerla. ¿No percibe usted una vaga pestilencia a cieno como el que se dice que desprendían los antiguos cementerios?

lunes, 8 de enero de 2024

Jaime Larrínaga

 No hace mucho tiempo, un periodista de "El Imparcial" me entrevistaba para contrastar mi presunta experiencia como integrante de eso que se ha llamado la "diáspora vasca", un término que se utiliza para describir a quienes debieron abandonar sus domicilios en aquel territorio para afincarse en otros lugares de España.  En puridad, yo no me considero miembro de ese grupo, y así se lo dije a mi entrevistador. Mi salida de Bilbao se produjo como consecuencia de la extinción en esa época de la familia que había constituido y del agotamiento que en mi opinión se había producido del proyecto político al que había contribuido desde el año 1982 en torno al Partido Popular. 


Al término de esa entrevista, el autor del trabajo me contó que tenía la intención de entrevistar a Jaime Larrínaga, ese cura bueno, esa magnífica persona, que ha atravesado el curso de la vida armado siempre de la buena fe y del cariño hacia los demás, sin que de él brotaran expresiones de desaliento o críticas hacia quienes han empedrado con dificultades de todo tipo su devenir por este difícil mundo en que vivimos. En especial el del País Vasco y, de manera muy señalada, cuando se ostenta la doble condición de sacerdote y no nacionalista.


Conocí a Jaime en una cena en casa de unos amigos. El religioso nos hablaría de la existencia del Foro El Salvador, que él presidía, creado en el año 1999. De su propósito fundacional constituyen inequívoco testimonio las siguientes palabras:


 “Como cristianos y personas libres, nos sentimos alarmados por la grave hegemonía del nacionalismo en la Iglesia vasca y el uso perverso que hoy se hace de la doctrina de la caridad y del perdón para amparar al nacionalismo de ETA y a sus cómplices políticos. Lamentamos lo desatendidos que hoy se encuentran por nuestra Iglesia los fieles que no son de ideología nacionalista y las propias víctimas del terrorismo. Y reclamamos con urgencia de esa misma Iglesia, a la que pertenecemos, un discurso que por fin concilie los valores cristianos con los derechos ciudadanos”.


La vinculación entre la iglesia católica vasca y el nacionalismo es de ‘longa data’. No en vano el PNV, que no ocultaba sus orígenes carlistas, exhibió -y aún lo hace en la actualidad- su reclamación del "Jaungoikoa eta Lege Zarrak" (Dios y Leyes Viejas). Y un partido puede reclamarse con las referencias que quiera, siempre que en su práctica no utilice métodos ilegales (lo que, por cierto, no era el caso de los antecesores ideológicos de don Sabino Arana, los carlistas). Otra cosa es el sectarismo de esa misma capilla religiosa que expulsa de su seno a quienes tienen la osadía de no compartir sus postulados.


Y ése ha sido el caso de Jaime. Párroco de Maruri en Vizcaya (una localidad que no suma ni siquiera los 1.000 habitantes), este sacerdote recibiría amenazas escritas en papel timbrado del ayuntamiento y firmadas por munícipes de ese consistorio, conminando -a él y al episcopado responsable- a que abandonara ese cometido. 


Fue entonces cuando circularía la consigna del apoyo a Jaime, asistiendo a sus celebraciones dominicales, a las que sus feligreses, por miedo o por militancia de facción, ya no asistían. Se trataba de un singular gesto, ya que la mayoría de los asistentes que llenaban su iglesia estaban muy alejados de las prácticas religiosas y aún de las creencias que allí se defendían. Jaime sería entonces una especie de "cura de los ateos".


Escandalizado entonces por la gestión que de ese asunto hacía la diócesis, y conocedor de la cercanía que con la conferencia episcopal mantenía mi primo Alfonso Zunzunegui (q.e.p.d.), le hice ver la injusticia que se estaba cometiendo con Jaime.  Alfonso me prometió que se interesaría por el asunto. Poco tiempo después me informaba de que no había advertido un excesivo interés por parte de sus interlocutores.


Pero antes de aquella fallida intentona, ocurría que mi primera mujer quiso que nuestra hija Eugenia recibiera la primera comunión. El hospital en el que ella vivió toda su vida disponía de un capellán, pero se trataba de un hombre, sin duda superado por las urgencias administrativas sacramentales, que había adquirido unos hábitos de índole burocrática que le desviaban un tanto de la profundidad emocional que debería acompañar este tipo de prácticas. Además a Eugenia no le caía bien este religioso, de modo que no quedaba otra solución que encontrar otra alternativa. 


Se daba el caso de que a Eugenia le encantaba oír hablar en euskera, una circunstancia que no tenía mucho que ver con sus orígenes familiares, porque ni la estirpe materna ni la paterna disponían de vascoparlantes. Había, eso sí, una encantadora enfermera, Begoña -Iseko Begoña- que desde su encanto natural le chapurreaba expresiones en vascuence que la niña recibía desde la más cálida de sus sonrisas.


Fue entonces cuando pensé en Jaime. A mi mujer le pareció bien y concertamos una visita de este sacerdote al hospital. El encuentro resultó más que grato, y es que -he sostenido siempre- que las buenas personas se atraen entre sí por lo mismo que se refractan respecto de las malas: el encantamiento entre Eugenia y Jaime, en medio de expresiones dichas en lengua vasca, se había producido.


Y llegaría el día. Nada, ningún signo externo, hacía presagiar que aquella sala de la unidad de intensivos pediátricos se iba a transformar en una especie de capilla católica.  Fuimos muy pocos los familiares presentes, pero muchas enfermeras y médicos nos rodearon, atentos al desarrollo de la básica ceremonia. Y al igual que en su parroquia de Maruri, Jaime administraba la fe hacia un rebaño descreído, cuando no ateo o agnóstico. Mirando hacia atrás, en algún momento creí entrever a una especie de Espíritu Santo, en forma de paloma con la que lo han representado los pintores, sobrevolando sobre los asistentes.


Frecuenté después en muchas ocasiones a Jaime. Y recuerdo sus palabras en la misa que ofició este hombre bueno en memoria de Anneli, la madre de Eugenia y mi primera mujer, fallecida un día del final de noviembre, "Ella está ya viviendo la Navidad". Esas fiestas que nos han sido arrebatadas en el recuerdo de los que se han ido, en los niños que un día fuimos, en los que también nos dejaron…


Y Jaime sigue rotando entre el País Vasco y Madrid, hablando con Dios en euskera y sin ningún resquemor ni crítica hacia quienes, desde la desidia o el enfrentamiento, le han hecho la vida tan difícil. Quizás cuando le llegue el día -cuanto más tarde mejor- no exista nadie que promueva un proceso de beatificación. No hace falta seguramente, pero aquella mañana en un  hospital, perdido en el incesante tráfico de enfermeras y médicos, entre respiradores y aparatos de precisión, había un hombre y una niña que consiguieron convocar al mismo Dios, y hacernos creer, al menos por un momento, que la vida no acaba en las penalidades que sobrellevamos y que el premio de nuestros sinsabores de hoy está en el reencuentro con las personas que nos quisieron y a las que quisimos.