lunes, 26 de junio de 2023

Compartir cada vez más espacio con más gente

Decía José Álvarez Junco en su libro “Dioses útiles”: “El demos soberano no era allí, y no debe serlo en una entidad política, una etnia. Debe serlo un conjunto dispar de individuos que sólo tienen en común su aceptación de, y sumisión a, una misma estructura institucional; la cual les convierte, no en miembros de una fratría, sino en ciudadanos, en individuos libres e iguales. La Unión Europea, si ha de ser algo más que una unión de Estados, debe basarse en un nacionalismo cívico. Con cabida, desde luego, para inmigrantes procedentes de otras culturas; lo cual plantea nuevos retos, nada fáciles de superar, en un terreno en el que además carecen de experiencia”.


Pienso en esta larga cita del profesor Álvarez Junco a la vez que recuerdo las ideas de Javier, en nuestro último almuerzo en Madrid. Ya hay una larga tradición de amistad entre nosotros que se renueva de tiempo en tiempo y que inevitablemente se refiere a los años en los que Javier fue candidato en las europeas por el PP y yo le servía de una especie de secretario para todo, desde llevarle en mi coche a los actos que él debía atender fuera de Bilbao, hasta participar en una comida con el viejo director de El Correo, Antxon Barrena, en compañía también del democristiano Julen Guimón. Regresaríamos de aquel almuerzo a la sede del PP (de AP en realidad) y no había allí nadie en pleno domingo de campaña, ni se manifestaba, a pesar de que Julen arrojaba piedrecitas a las ventanas del local. Por supuesto que no se pegarían los carteles con la imagen del candidato, Marcelino Oreja, en lo que supuso un evidente boicot a su persona y a la posibilidad de que Oreja llegara a sustituir a Fraga en el liderazgo de la derecha española. También descubrimos el grado de deterioro existente en la organización de ese partido en Guipúzcoa, donde se nos informaría de la inscripción de un partido en el registro del Ministerio del Interior, por parte de las fuerzas vivas de la provincia, para el caso de no resultar atendidas adecuadamente sus pretensiones por la organización nacional. Una y otra situación -y alguna otra más- nos dejaría como a los artistas bajo la lona del circo de la película de Alexander Klüge: en un estado de creciente perplejidad.


No eran desde luego aquéllos buenos tiempos para la derecha y el centro en España. Javier no resultaría elegido entonces, y tuvo que esperar a la repesca provocada por los eurodiputados que regresaban a tareas nacionales. Estábamos en el año 1989 y todavía deberían pasar algunos largos años hasta que el PP, refundado por Aznar, consiguiera poner orden en la casa y se dirigiera hacia el poder, que obtendría en 1996. Hasta entonces, la vieja guardia conservadora, y un punto reaccionaría, de AP, actuaba generalmente fagocitando todos los elementos que no considerara propios. Política de camarillas y de vía estrecha.


Javier sería -ya digo- finalmente elegido diputado en el Parlamento Europeo. Pero antes, según me contaba, participaba en un foro privado en el que coincidía con algún nacionalista vasco que tendría larga trayectoria institucional y política, y aún empresarial. En ese debate debió acuñar la frase que da título a este comentario: “Compartir cada vez más espacio y cada vez con más gente”.


Se trata de una estrategia que separa al nacionalismo de las posiciones abiertas e integradoras -señala con no poca razón-. De unos nacionalismos locales y periféricos; y también de los nacionalismos nacionales, esos que se afianzan en respuestas populistas, desconfían de la integración europea porque temen la pérdida de soberanía, y aún de la inmigración, porque la observan como una amenaza a una determinada identidad patria.


Compartir equivale a tener la voluntad de integración, y es justo la idea contraria a la de excluir. El que excluye se aísla, muchas veces como el personaje de Alphonse Daudet -Tartarin de Tarascon-, detrás de una pretendida superioridad.


El nacionalismo -los nacionalistas- son así. No integran, excluyen; no comparten más allá de sus estrechas fronteras. Y ahí anida lo que podríamos definir como “el síndrome del extranjero”, sea éste un europeo procedente de un país arrollado por un Estado invasor, como es el caso de Ucrania, o se trate de un inmigrante latino o magrebí. Son ‘maketos’ -como les bautizara el fundador del PNV, Sabino Arana-, o metecos -como en la canción del francés de origen griego, Georges Moustaki.


Y los nacionalismos, como los extremos, se unen y abrazan. Podrán intentar confundirnos, llegarán a defender la idea de Europa o denostarla, amparados en la posición nostálgica y superada de la soberanía primigenia. Pero en ellos se aloja siempre el hecho diferencial identitario como un rechazo a cualquier instancia unificadora que extraiga sus raíces en la idea de la integración, llámese ésta política fiscal (lease Concierto Económico más Cupo que equivale al privilegio, como ocurre con el nacionalismo vasco), o la aceptación de cuotas de inmigrantes o su rechazo más o menos indignado (como les ocurre a los partidos populistas de ámbito nacional).


No son además más modernos y progresistas los soberanistas locales que los nacionalistas de una patria que se mide ya en términos de glorias pasadas. Del “bucle melancólico” de los nacionalismos localistas -en feliz expresión de Jon Juaristi- discurrimos por la pendiente de los nuevos -antiguos, al cabo- tiempos al “Santiago y cierra España” de los populismos que reclaman un fortalecimiento de la presencia de la nación y un retroceso del estado del bienestar. Unos  y otros -y algunos más, por desgracia- agreden la Historia arrimándola a su particular molino; el del linaje de Aitor que entroncaría a los vascos y a su idioma casi con la divinidad -Juaristi ‘dixit’- o esa unidad que habría de ser reconquistada desde Covadonga.


Compartir, como dice Javier, es el verbo a declinar. Compartir cada vez más con más gente. Y la respuesta -añade- de si se pretende avanzar en esa dirección o en la contraria es lo que define un modo de pensar y de actuar. La frontera divisoria entre el progreso y el imposible regreso, la reacción, añadiría yo.


Y en ese punto, y por no caer en lo que ya predefinía Lewis Carrol como la trampa de las palabras, en la conversación que mantenía Alicia con Humpty-Dumpty, daría lugar que a ese producto -“compartir cada vez más…”- lo bauticemos como “nacionalismo cívico” -como sugiere Álvarez Junco- o con cualquier otra denominación.


Convienen, para este caso, más los verbos que los sustantivos.


viernes, 23 de junio de 2023

La Iglesia española en la transición democrática

Ponencia para el Observatorio Cubano de Derechos Humanos (22 de junio 2023)

Ya saben ustedes que en estos tiempos que corren hemos convertido a la Historia en un argumento político, que es algo así como desnaturalizar a la propia Historia. Porque la Historia no sabe de presente sino de pasado, porque bebe sus fuentes en los acontecimientos que han ocurrido antes, pero que, no por pasados, deberían condicionarnos: siempre somos capaces de modificarlos por nuestra acción (para mejor o para peor). La Historia supone, por lo tanto, una anticipación de lo que está por llegar (también para mal o para bien).


Por eso los historiadores aborrecen a quienes pretenden utilizar la Historia como justificación de sus acciones en el presente, y sólo piden que se deje hablar a la Historia, o lo que es igual, a sus gentes, a sus costumbres, a los hechos que han acaecido en ella… y que quienes conocen -quienes conocemos- que la Historia es maestra de la vida extraeremos las conclusiones que nos parezcan más oportunas, y añadiré, que sin el afán de convertir esas conclusiones en posiciones irrebatibles que se podrían convertir en armas de destrucción masiva en las contiendas dialécticas de la política actual.


Y ya que el motivo de esta ponencia consiste en referirse al papel de la Iglesia en la transición democrática que vivió nuestro país, permítanme regresar a mis recuerdos (“siéntate sobre tus recuerdos”, decía Leonard Cohen en uno de sus poemas). 


Y mis recuerdos de esa época (me refiero a la década de los años 70), se remontan al tiempo de lo que se dio en llamar el “tardofranquismo”. 


Quizás haya entre ustedes quienes no conozcan esa expresión. El tardofranquismo constituye la última etapa de la dictadura franquista que termina con la muerte del general Franco el 20 de noviembre de 1975. Se suele situar su comienzo en octubre de 1969, cuando se forma el gobierno presidido por el almirante Carrero Blanco, el principal consejero que tuvo Franco (tres meses antes, el dictador había designado como su «sucesor a título de rey» a Don Juan Carlos). Esta etapa también se identifica como la de la crisis final del franquismo, cuyo inicio algunos historiadores sitúan en el «Proceso de Burgos» de diciembre de 1970. Sólo unos meses después de la muerte de Franco, el profesor Jorge de Esteban y el magistrado y también catedrático Luis López Guerra, ya constataban que «desde los inicios de la década de los 70 se hizo evidente para la gran mayoría de los españoles que el país, tras una etapa de aparente calma, entraba de nuevo en una situación de crisis declarada, que se manifestaba sobre todo en dos datos: crecientes conflictos en el presente y aguda inseguridad cara al futuro».



Regreso a mis recuerdos. En los primeros años de esa década me encontraba terminando mis estudios de lo que entonces llamábamos bachillerato (educación secundaria), cuando un amigo del colegio me informaba de la existencia de una llamada “misa de la juventud”, que se celebraba todos los sábados a las 9 de la noche en una iglesia situada en el centro de Bilbao. La responsabilidad de esas eucaristías la tenía un cura -don Antonio- que no ocultaba sus simpatías izquierdistas. Apoyaban la organización de las misas un conjunto de grupos -o células-, que se unían por motivos de edad, y que estaban coordinados por otros sacerdotes -don Manuel, en nuestro caso.

El caso quizás sería más significativo, si cabe, en el País Vasco. Allí el nacionalismo estaba fuertemente impregnado de catolicismo, y su desvinculación con el franquismo se remontaba justo al primer momento en que se produjo el Alzamiento Nacional, al optar por el bando republicano, al revés de lo que hicieron los carlistas (recordemos que el fundador del PNV era de familia tradicionalista). Pero ésta es otra historia.

La misa de juventud de la parroquia de San Fernando tenía la consideración de filo-comunista en las fichas policiales, agregaría mi amigo; lo que, para aquellos tiempos adjudicaba, a la simple preparación de un oficio religioso, dosis ciertas de morbosidad y de la adrenalina que comporta cualquier tipo de riesgo.


Entre música de guitarras y versiones en español de canciones espirituales negras -el vascuence no había entrado aún en la épica pseudo-progresista de aquellos tiempos- explicábamos las lecturas del día, pretendiendo inocular algún “mensaje” indirectamente antifranquista y social a unos feligreses que, en su mayor parte, sólo pretendían cumplir con el precepto dominical y así aprovechar la mañana del  domingo para realizar otras actividades de esparcimiento. He de confesar que una hora de guitarras y contenidos político-sociales les debía parecer un tanto excesivo a buena parte de nuestro público.



Estas misas no eran, desde luego, un caso aislado: la Iglesia -algunos sectores de ésta- venía ya trabajando por el cambio político. Y la pregunta surge, creo, de manera inmediata: ¿qué había ocurrido para que en una Iglesia abiertamente profranquista -recordemos que el Alzamiento Nacional del 18 de julio de 1936 sería bautizado como una “Cruzada”-, existiera, pasado el tiempo, una posición tan contraria al régimen?


Quizás convenga explicar que esa definición de “Cruzada” no resultaba singular en el marco de los enfrentamientos religiosos vividos en España al menos desde el siglo XIX. El asfixiante principio por el que la religión católica era la única y oficial en España -un principio que resultaba intolerante e intolerable incluso para los católicos liberales- se mantuvo hasta la Constitución de 1869, estuvo entre las principales causas de las guerras carlistas y alimentaría las políticas anticlericales de liberales -como por ejemplo la de Canalejas-, republicanos y el emergente movimiento socialista. Estos últimos llevaron hasta el extremo esa idea en la frase lapidaria de Manuel Azaña (“España ha dejado de ser católica”) y dejaron pasar con indiferencia la quema de los conventos de mayo de 1931, apenas un mes después de proclamada la II República (“todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano”, dijo entonces también Azaña). A mi modesto entender, ahí acabó ese régimen, que era sólo para republicanos, es decir, sólo para la parte pretendidamente progresista de España, orillando, excluyendo, al menos, a la otra media España de la mera posibilidad de construir un proyecto compartido. La expulsión  constitucional de la Compañía de Jesús (con el pretexto de su voto de obediencia al Papa, Jefe del Estado de un país extranjero) y el hostigamiento permanente a la jerarquía de la Iglesia y a los católicos, conduciría a lo que en términos actuales calificaríamos de polarización de la vida -política y social- española y abriría el camino a la contienda (in)civil. 


Pero la sociedad española no quedaría en una especie de foto-fija en ese año 1936, por fortuna. Existió, eso sí -justo después de la guerra-, un hilo conductor que hermanaba la autarquía económica, el aislamiento político internacional y la ideología falangista, y que perduró básicamente hasta el plan de estabilización de finales de la década de los 50. A partir de entonces, España empezaría a cambiar: el desarrollo económico, la extensión de la clase media y de la propiedad (con las letras y a plazos se compraba un utilitario, una lavadora y hasta un pisito en la sierra). Eran los tiempos del “¡adelante hombre del 600, la carretera nacional es tuya!”, que cantaba Moncho Alpuente.


Y el desarrollo económico, la apertura de España al exterior y la entrada de turistas modificaría también el modo de relacionarse con el ámbito religioso y con la Iglesia Católica. La ley de libertad religiosa de 1967 -recordemos que nuestro país se encontraba ya en la etapa que hemos calificado de tardofranquista- ya expresaba que los españoles podían ser católicos, protestantes, musulmanes, agnósticos o ateos, sin que por ello fueran objeto de persecución o menoscabo público. No deja de ser cierto que esta ley se quedaba corta y que, por ejemplo, los matrimonios civiles sólo se podían celebrar en el caso de que los futuros cónyuges no fueran católicos; pero quedaba claro que el régimen aceptaba la existencia de la diversidad en cuanto a las creencias religiosas que existía en España.


Y es que se trataba ya de una nueva generación, la que no había hecho la guerra y no quería repetirla. Esa generación que a finales de los años 50 según pondría de manifiesto el propio PCE -el partido comunista-, se expresaba en términos de una reconciliación nacional (“los hijos de los que hicieron la guerra en un bando y los hijos de los que la hicieron en el otro, no quieren que vuelva a ocurrir”, decían entonces).


La misma Iglesia no resultaba inmune a ese proceso de cambio. Por supuesto que subsistían muchos cientos de curas carpetovetónicos, como el “don Roque” que cantaba Cecilia. Muchos de nosotros recordamos a esos presbíteros con sotana que hacían detenerse y arrodillarse a la gente en la calle cuando pasaban detrás de un monaguillo que tocaba una campanilla avisando de que venía detrás un cura con la Sagrada Comunión que recibiría un feligrés en su domicilio; o los ejercicios espirituales que producían largas colas frente a los confesionarios, porque un figurado Juanito había muerto en un accidente, en pecado mortal y se había condenado.

Porque existieron también los llamados “curas obreros”, que bajaron del púlpito para meterse en el tajo. De la quietud noble de los recintos eclesiásticos a la algarabía empobrecida de los excluidos. Tomaron partido por el pueblo y, por esto, fueron conocidos con ese nombre. Unos 800 sacerdotes que desde los años 60 del siglo pasado lucharon por las libertades democráticas, renunciando a su salario oficial para vivir, y trabajar, junto a los más necesitados.


Tampoco resultaría inmune a este signo de los nuevos tiempos la jerarquía de la Iglesia. No en vano, alguna decisión del general Franco sería fuertemente objetada por el Vaticano, así el papa Pablo VI ordenaba romper con el régimen, lo que fue contestado por éste en el año 1964 abriendo una cárcel para curas.  Montini llamaría en junio de 1975 repetidas ocasiones al dictador para evitar las últimas ejecuciones de penas de muerte, sin que Franco se pusiese al teléfono. 



Y es que también se había producido el gran cambio en la Iglesia Católica  que había puesto en marcha el papa Juan XXIII y había culminado Pablo VI. Era el Concilio Vaticano II. Este cónclave constituyó una puesta al día o actualización de la Iglesia, renovando los elementos que más necesidad tuvieran de ello, revisando el fondo y la forma de todas sus actividades. Una adaptación que sería desbordada por quienes la llevaron al extremo de lo que se conoció como “Teología de la Liberación”, que influyó fuertemente en Iberoamérica, inaugurando un período de crisis en la que miles de sacerdotes católicos abandonaron el ministerio, entre ellos alrededor de 8.000 jesuitas.


Paradigma del espíritu del Concilio lo sería en España el arzobispo de Madrid-Alcalá, Vicente Enrique y Tarancón, más conocido como el cardenal Tarancón, que ejercería su cargo en un periodo trascendental de la historia española (diciembre de 1971 - abril de 1983), esto es, a lo largo de toda la transición a la democracia. 


El cardenal Tarancón sería denostado por las fuerzas más reaccionarias. Algunos recordarán el grito de “¡Tarancón, al paredón!” en los funerales del almirante Carrero. Pero queda también para la Historia la misa que presidió el prelado con motivo de la proclamación como Rey de Don Juan Carlos, que supondría la bendición de la Iglesia española a la transición a la democracia. Pero si el cardenal no tuvo éxito con los sectores más conservadores de la población, tampoco lo tendría con el papa Juan Pablo II, quien aceptaría su dimisión. 


La resuelta actitud del cardenal Tarancón en favor de la democracia se desprende también de las memorias que publicaría después de su renuncia -que titularía como “Confesiones”-, en las que relataría que llegó a tener la orden de excomunión del general Franco en su bolsillo.


De todo lo expuesto, podríamos concluir que la Iglesia Católica -la jerarquía y, desde luego, sus fieles- no permaneció ajena al proceso de transición emprendido por las fuerzas políticas democráticas. La Iglesia no supuso un obstáculo, sino un acicate en el mismo. Otra cosa es que el integrismo católico observara con buenos ojos esta actuación, pero habrá que reconocer que los sectores más inmovilistas serían desactivados por la inteligente actuación de quienes se situaron en el puente de mando político, bajo el apoyo cierto y constante, del Rey Juan Carlos.


Las luchas por causa de la religión, la catolicidad de España y el anticlericalismo habían quedado atrás: la relación del hombre con Dios hacía ya muchos años que había salido del ámbito público y se insertaba en el privado. España no sería tampoco, en este caso, una excepción al signo de los nuevos tiempos.

lunes, 19 de junio de 2023

Líderes que unen, dirigentes que separan

Han existido en la historia dirigentes políticos que apelaban en sus discursos a cautivar a la gente apelando a sus sentimientos, ya fueran éstos los que corresponden a su bonhomía y su espíritu solidario, o, por el contrario, y lo que es bastante peor, al odio, al victimismo o la venganza.

Edward Achorn (“Every drop of blood”) describiría al presidente republicano, Lincoln, como un orador que se refería a los valores compartidos por los ciudadanos estadounidenses, y al poder moral que emanaba de los principios expresados por la Declaración de Independencia. El citado presidente estaba convencido -siempre según el citado autor- de que la mejor manera de persuadir a las gentes era respetar sus ideas propias y reconocer así que podrían tener razones justas para estar en desacuerdo con él.


El respeto, la cortesía, la educación… constituyen, desde luego, las mejores maneras con las que un político debería dirigirse a los ciudadanos. Un tratamiento que excluye cualquier apelación al instinto, evocando, eso sí, los valores que nos hacen teóricamente superiores a otras especies: la solidaridad, la justicia, la libertad y la sujeción a la ley.


“Si quieres ganar a un hombre para tu causa, -decía Lincoln en el año 1842- primero convéncelo de que eres su amigo sincero”.


Los tiempos políticos han cambiado mucho. Hoy en día, los dirigentes que nos animan a que depositemos nuestra confianza en ellos no lo hacen generalmente con el afán de unirnos en una empresa, en un objetivo común; se producen, en lugar de eso, desde la descalificación del contrario, erigiendo una barricada enfrentada contra él. El nosotros entonces, engloba sólo a la parte de la sociedad que representa -o dice representar- el orador de turno, a la que instiga en contra de la otra: esa actitud conduce de manera irreversible a la polarización política y a la imposibilidad de crear posiciones intermedias que moderen el radicalismo que está inserto en un paisaje político de extremos.


Todo vale entonces para allegar recursos al particular convento de los dirigentes populistas, que lo son porque han edificado su singular imperio a bases iguales de respuestas sencillas y de enfrentamientos ciudadanos. Captada así la consideración y la influencia sobre los suyos, no sorprenderá, entonces, que la imputación delictiva de un candidato aflore en la ampliación de recursos para su campaña, o que la obscena exhibición televisiva de documentos presuntamente secretos en el cuarto de baño de un expresidente, a los que tendrían un fácil acceso los amigos que reciba éste en su residencia de Mar a Lago -según informa el semanario británico The Economist-, unos convidados que no han debido seguramente de pasar ningún control, no le supongan, sino al contrario, reducción alguna en sus expectativas electorales.


Remontarse a la mejor tradición del Partido Republicano no es sólo evocar el poder persuasivo y racionalista de Lincoln, es también recordar, más recientemente, el espíritu integrador de Reagan o la profesionalidad y la experiencia de Bush padre. Y es criticar el auge del populismo y de sus nuevos representantes en la escena política. Porque, además de estos arrogantes dirigentes, hubo otros que pretendían devolver el protagonismo a una América fuerte, la lucha sin desmayo contra la corrupción que supuestamente corroía a la ciudad de Washington DF (donde las tres “b”, beefsteak, bourbon, & blondes, imperaban), y la representación de la gente común y corriente, desplazada por el sistema. Se trataba de Andrew Jackson y fue el séptimo presidente de los Estados Unidos.


Por supuesto que el sistema democrático produce este tipo de elementos, pero también genera sistemas reactivos suficientes para curar estos excesos. Si el liberalismo representativo perdura es precisamente porque, junto a dirigentes divisores, existen líderes integradores, y, además de unos y otros, existe una sociedad civil potente que vigila los comportamientos de los políticos. Ya Alexis de Tocqueville se asombraba de su pujanza y describiría sus características en su obra seminal, “La Democracia en América” (1835).


Es verdad que muchos sociólogos y ensayistas en general nos vienen advirtiendo del progresivo debilitamiento de la conciencia cívica organizada, pero la suma de think tanks, clubes de opinión, asociaciones y otros se encuentran a una abismal distancia de la atomizada organización social que vivimos, por ejemplo, en España. Aquí existe muy poca gente que esté dispuesta a entregar una parte de su tiempo libre en el apoyo de iniciativas que promuevan el bien común o pretendan advertir a la política de la mejor manera de ordenar la convivencia y encarar los objetivos que son comunes a todos.


Además, el margen para la política resulta bastante estrecho. Sujetos a la negociación permanente con instancias de las más diversas intensidades y procedencias (asesores del partido, la institución en la que se encuentran, las superiores nacionales y europeas, los medios de comunicación, las redes sociales…), los representantes públicos deben afanarse en gestionar la contradicción hasta tal punto que el nivel de éxito muchas veces nada se parece a lo por ellos pretendido, y eso sí se consigue. La melancolía y la frustración son las respuestas que generalmente reciben.


Dicho lo cual, es preciso permanecer atentos a las incidencias políticas, apoyar los aciertos y criticar los yerros. Y, sobre todo, contribuir a que se establezca un ámbito político de unión y no de confrontación y polarización. Y esa tarea no debería admitir excusa.



jueves, 15 de junio de 2023

Política y justicia

Humberto Calderón es un comunicador de esos que producen con no rara frecuencia las tierras iberoamericanas; de Venezuela, en este caso. Calderón habla sin notas, mira a los ojos a la gente y dedica en muchas ocasiones algún que otro comentario personal que está conectado con el hilo de su discurso. Sin lugar a dudas, diría de él que se trata de un político con carisma.

Humberto fue presidente de PDVESA, la petrolera estatal venezolana, así como ministro de Relaciones Exteriores de su país. Más recientemente, el presidente encargado, Guaidó, le nombró embajador en Colombia. Para él, el esfuerzo que la oposición debe acometer en Venezuela se describe en tres palabras: ganar (las elecciones), cobrarlas (conseguir alzarse con el poder), y tercero, y ultimo, gobernar (en un país extraordinariamente deprimido en todos los sentidos).

Para Calderón es importante también diferenciar dos conceptos en relación con los actores políticos en presencia. De manera enfática declara que quienes hayan sido responsables de cualquier delito deberán ser perseguidos; en otro caso -viene a decir-, nada hay que les impida participar en el proceso democrático que quizás se pueda abrir pronto en ese tan complicado país.

Y le doy la razón, No son palabras equivalentes política y justicia, aunque deberían resultar compatibles. Pero operan en ámbitos diferentes la una respecto de la otra. La primera establece una identificación con el poder -obtenerlo o retenerlo-, se supone que para emprender reformas que mejoren la situación social y económica de un grupo o país determinado, y para unirlo hacia la consecución de objetivos que no siempre tienen una correspondencia económica precisa; actúa en el ámbito del derecho la segunda, y define en los diversos códigos normativos -civil, mercantil, penal…- lo que resulta factible realizar y lo que no; lo que es punible o -al contrario- forma parte del ámbito de la libertad individual de cada uno.

La política y la justicia tienen también tiempos y métodos diferentes de trabajo. Definida por los procesos electorales, la política pretende obtener los votos ciudadanos que le permitan gobernar; el tiempo de la justicia lo miden los procedimientos y las garantías que se encuentran asociadas a éstos. Si la justicia es, por definición, bastante lenta -incluso hasta llevarnos en ocasiones al borde de la desesperación-, la política exige de resultados rápidos, en mayor medida -si cabe- en estos tiempos líquidos y evanescentes que nos presiden.

No es imaginable que esos dos mundos pudieran resultar equivalentes, por lo mismo que no cabría que se dicten sentencias por la mayoría de una asamblea legislativa o expresar opiniones políticas con el fin de rascar algún que otro voto en una sentencia judicial.

Otra cosa es que la política deba estar siempre sometida a la justicia; la política -los políticos-, lo mismo que la empresa o los particulares, y, también, desde luego, los propios servidores de la justicia. No hay exención posible a esa norma general.

Dejando actuar a la justicia con su propio paso y de acuerdo con sus sistemas de actuación, la política debe establecer su propia agenda. Y Calderón se refería al caso de Venezuela, un país en el que los defensores de la libertad han sufrido, por esa misma causa, una presión exorbitante y han debido pagar un precio siempre injusto en términos de vidas humanas, libertad perdida y aún estrechada, expolio y exilio.

Mi admiración personal por todos ellos no admite tampoco excepción. Y debo decir que a su defensa he dedicado buena parte de mi agenda política de antes y de mis preocupaciones de siempre. Quizás por eso pueda expresar aquí mi opinión respecto de la aplicación de estos ámbitos -justicia y política- en la realidad social de ese país. 

Y permítanme para ello que me refiera a la transición española a la democracia, una vez que concluía la vida del dictador. Me pregunto a veces qué habría ocurrido si, por ejemplo, Felipe González y Santiago Carrillo, hubieran adoptado la decisión de no sentarse a negociar con Adolfo Suárez, porque éste había sido el principal responsable del partido franquista -el Movimiento Nacional-; o si Suárez se hubiera cerrado a la oportunidad de una negociación con Santiago Carrillo, como presunto ejecutor máximo de los asesinatos de Paracuellos del Jarama.

España vivió también incontables episodios de sufrimiento que, en la consecuencia fratricida que tantas veces hemos cultivado los españoles a lo largo de nuestra historia, nos habrían llevado a repetir la guerra (in)civil entre los hijos y aún los hijos de los hijos de los que se enfrentaron en la contienda. Felizmente, ya desde la generación de quienes sucedieron a los que se enfrentaron, no se quería ni oír hablar de su repetición.

Todo eso se materializaría en el proceso de la transición democrática española en nuestra ley de amnistía de 1977. Y amnistía es olvido, es algo así como condenar al ostracismo a los hechos que resultaron tan tristes y penosos que más habría valido que no hubieran existido. La amnistía es el producto de la generosidad de unos y de otros; y supone la expresión más genuinamente contraria de su principal rival, el odio, y su habitual acompañante, la intolerancia.

En parecidos términos a los que acabo de señalar, se ha manifestado el doctor Humberto Calderón, en un vídeo que tuvo la amabilidad de enviarme:

El gobierno -declara- no puede acabar con la oposición, ni la oposición con el gobierno. Es necesario entonces el entendimiento. Hacer una transición civilizada para poner fin a un entramado político que se ha desarrollado durante 23 años.

Por eso -me permito añadir-, no debería excluir la oposición venezolana a nadie que se encuentre dispuesto a unir sus fuerzas y su inteligencia a esa tarea constructiva. Todas las contribuciones deberían ser integradas.

Sabias palabras, las del doctor Calderón, que señalan el mejor de los caminos a recorrer por los luchadores venezolanos por la libertad. Seguramente el único, de lo contrario el resultado más probable navegaría entre el baño de sangre o la frustración permanente.

lunes, 12 de junio de 2023

La esperanza en una nueva generación

Se llama Ali Addé y es un refugiado -no importa a los efectos de esta reflexión cuál sea su país de origen-. Ha llegado a algún país europeo poniendo en riesgo su vida, y a costa de un dinero que ha debido pagar a las mafias que operan en el negocio de transportar seres humanos como ganado estabulado en unas pateras, o como hacían los nazis con los judíos, embutidos en los trenes que les conducían a los campos de concentración o de exterminio.


Ali piensa en su futuro y declara:


“El hombre no vive sólo de la comida y el agua, sino de la esperanza. Mi esperanza se ha ido, pero la traspaso a la siguiente generación”.


Traspasar la esperanza, cuando la propia abandona el campo, devastada por los sufrimientos que te han acompañado en tu vida; dejar atrás a buena parte de tu familia, tus amigos, tu medio de vida… aunque la ciudad o el pueblo en el que vivías no sea apenas ya más que un amasijo de cascotes, y la casa que representaba tu cobijo y el de los tuyos no la podrías siquiera reconocer si volvieras por allí.


El refugiado, el emigrante a veces también, el que decide romper amarras con su vida pasada e iniciar una nueva, actúa como si operase en él una nueva reencarnación: porque él no volverá a su ciudad, porque no se reencontrará con los que alguna vez fueron parte de su vida; pero es consciente también que tampoco en su nuevo destino encontrará la felicidad. Al cabo, la felicidad no es una situación permanente, algo así como alcanzar el estado de gracia, el nirvana… botar sobre el asfalto como un nuevo Mercurio, que eso decía Proust que era el amor. Decididamente sí, el amar y sentirse amado debe ser la quintaesencia de la felicidad.


Por eso Ali pasa el testigo a una nueva generación, porque el amor de los padres a sus hijos prevalece sobre cualquier otra prioridad vital. Los engendramos, los cuidamos y les vemos crecer con la idea cierta de que sus éxitos y sus fracasos lo son también nuestros. Entregar el testigo a las nuevas generaciones no es un acto de generosidad, es sólo un síntoma de humanidad, o si se prefiere, una actitud animal, porque no hay especie que no lleve inscrita en sus genes que la función reproductora constituye una de las obligaciones más esenciales de casi todos los seres vivos. De manera que, en la cadena de la existencia, no somos más que un mero eslabón.


Procede Ali de un espacio inhabitable, y llega a un continente que mantiene respecto de la inmigración crecientes recelos. Europa está sumida en el egoísmo que es condición habitual de la riqueza, y esa situación se resuelve en una ecuación harto compleja: no queremos tener hijos, pero exigimos que se nos paguen nuestras pensiones. ¿Quién financiará entonces nuestro estado del bienestar, un muy amplio repertorio de prestaciones sociales a las que ninguno estamos dispuestos a renunciar? 


De modo que Ali viene a Europa formando parte de una de las respuestas a una ecuación que sin él -sin ellos, los refugiados, los inmigrantes- resultaría imposible. Pero no todos los europeos son del mismo parecer. Muchos creen que los inmigrantes constituyen más una amenaza que otra cosa, que consumen recursos sociales, que traen consigo las reyertas y los desórdenes, que no son susceptibles de integrarse en nuestros modos de convivencia… pero al final son los que cuidan de las personas mayores, nos atienden en los establecimientos de restauración o disponen los andamios para construir nuestras casas.


La llegada de Ali no es para él tampoco ninguna sinecura. Deberá trabajar duro para sacar adelante a su familia y sus hijos se verán obligados a competir en un mercado laboral difícil en el que la especialización se ha convertido en el primer activo laboral. Y en ese punto, los hijos de los inmigrantes parten en clara desventaja: será preciso que transcurran generaciones para que la igualdad de oportunidades les alcance.


Pero tendrán -los hijos de Ali- una ventaja importante sobre los nuestros. Consiste ésta en que ellos serán educados en la austeridad y habrán contemplado la escasez desde muy cerca; sin embargo, los hijos de los europeos nativos lo están en la abundancia. Nada se les ha negado, nada les impide llevar adelante sus proyectos; y, por lo mismo, llegados a una edad madura, cuando el manto protector de sus padres se desvanezca, les resultará muy difícil comprender que un mal sueldo es preferible a una espera indefinida y sin perspectiva de cumplimiento de lo que pensaron que sería su destino profesional. Los hijos de Ali, no; para ellos cualquier sueldo, no importa qué puesto de trabajo, será adecuado. El principio será para ellos encontrarse dentro del mercado, no fuera de él.


Entretanto Ali sigue trabajando para pasar el testigo. ¿Qué otra cosa podría hacer cuando la vida le ha robado la felicidad?


sábado, 10 de junio de 2023

Siéntate sobre tus recuerdos

Leonard Cohen escribió un poema que decía:


“Siéntate sobre tus recuerdos cuando sientas dolor.

Cuando sientas placer siéntate también”.


Los recuerdos constituyen desde luego una base fundamental -sedimento, podríamos decir, utilizando una palabra que tiene la misma raíz que la empleada por el poeta canadiense-. Y están cada vez más presentes en la medida en que los años pasados pesan más en nuestras vidas que los años por venir.


Recuerdos y remembranzas como los dos últimos conciertos del viejo cantor en Madrid. El primero, cuando Cohen se decidía a efectuar una gira mundial, debido a los por él declarados “inconvenientes financieros”. Lo decía el cantante en su concierto de Londres, en 2009, y había sido poco explícito en la mención, porque los “inconvenientes” no eran otra cosa que su ruina, provocada por la cesión de la administración de sus intereses económicos a una apoderada con escasos escrúpulos: una estafa, por decirlo de forma más rápida; el segundo concierto lo haría en plenitud de fuerzas para presentar su álbum “Old Ideas”. Pero en los dos, el artista nos dedicaba lo más interesante de su repertorio, todas sus canciones más conocidas, en una actuación que a veces parecía no tener fin, y eso que querías que el concierto no terminara nunca.


Pensábamos que tal vez Leonard había adquirido una cierta inmortalidad. La voz cada vez más grave, dulcificada por los coros de las Web Sisters y la incomparable voz de Sharon Robinson; una dicción que era, más que música, un susurro. Viviría Cohen dos, tres, cuatro vidas… errantes, como estos pájaros, por los mundos de la canción, la poesía, la mujer, el sexo y la religión que, al cabo, sublimaba -religaba- todas esas categorías.


Eran, los suyos, unos conciertos imborrables para el recuerdo, y los administraba como si constituyeran una ceremonia clásica, la del comunicador con su público. Con una excepción: cuando interpretaba “Marianne”, una canción que había dedicado a su pareja de otros tiempos, Marianne Ihlen; se recogía el cantante aún más de lo habitual sobre su encogido cuerpo y se ponía literalmente en trance conectivo con ella -hubo alguna vez que el poeta debió renunciar a esa interpretación porque era incapaz de alcanzar ese estado de cercanía con la que había sido, quizás, su principal musa.


Pero el público reconocía sobre todo las primeras notas de la que fue su canción más conocida, Suzanne. Debió ser esa chica una mujer enigmática, con sus trapos y plumas del ejército de salvación como vestido, su té y naranjas chinas, la Señora del Puerto.


Y existen desde luego otras Suzanne en la vida de la gente. Son mujeres inalcanzables, que sumergen a las gentes en su longitud de onda hasta el punto de que llegan a pensar que están dentro, por ejemplo, en la casa donde vivía la Suzanne real -no la de la canción-, una azotea con derecho a terraza, en la que invitaba a cenar a alguno de sus amigos. Sí, estaba cerca del río esa casa -aunque no se podían oír las sirenas de los barcos-; pero no, no era ella la Señora del Puerto (the lady of the harbour), ni la cena era una merienda con una taza de té.


Aún así, ese amigo estaría dispuesto a viajar con ella, viajar a ciegas, porque creía en ella, porque le había envuelto sólo con su mente… y él seguía pensando que la envoltura era para los dos.


Y eso que tenía ella su punto de locura, pero por eso justamente él quería estar allí…


Y allí estaban los dos, en efecto. En su casa o en la de él. O en algún bar en el que ella consumía cervezas sin cesar, a la vez que apostrofaba contra todo lo divino y lo humano, en especial contra la guerra de Irak; la guerra que decidió Bush hijo para completar la tarea de su padre, y a la que convocó a Blair y a Aznar con la excusa de que Hussein tenía armas de destrucción masiva dispuestas a ser empleadas.


Y era verdad lo que decía esa Suzanne. Se trataba de una guerra ilegal, de acuerdo con el Derecho Internacional -aunque fuera legalizada “a posteriori”-. Pero no era eso lo más importante para él. Lo que él quería era… estar dentro, sentirse parte de algo, del mundo de ella, por ejemplo. Pero él era consciente de que, si había entrado en su longitud de onda, ella no quería otra cosa que preservar su independencia, la soledad de quien se toma un café los domingos a la vez que devora las páginas de “El País”. No, ella no tenía ningún amor que darle.


De modo que él se quedaría con parte de su discurso y ella permanecería sola. Y ya en la distancia, él la llamó un día para despedirse. Ella bebió sus cervezas a la vez que seguía las explicaciones de él. Se dijeron adiós como dos amigos. Y él pensó que esa historia había terminado, aunque no lo tuvo muy claro después: no supo si sus palabras habían llegado a ella, desbordando la empalizada que construía el alcohol.


Aún así, Suzanne, junto a los niños de la mañana que buscan ser queridos, sigue sosteniendo el espejo. Quizás porque su mundo se refleja en ella en ese va y viene de una imagen. Al cabo, el mundo en el que él jamás pudo entrar.


Sentados sobre nuestros recuerdos, los felices y los tristes. Recuerdos que forman parte de nuestras vidas como las canciones del poeta, evocadoras… tanto que tienen la cualidad de encajarse en la vida de todos nosotros.