domingo, 12 de mayo de 2024

Los republicanos y los demócratas


Existe un trazo que recorre la política norteamericana a lo largo de su historia. Se trata de un conflicto que permanece a pesar de las medidas políticas y legales adoptadas por las diferentes administraciones y también, aunque en muchos casos, el ascensor social ha podido permitir a unos ciudadanos competir en condiciones de igualdad con otros.


El factor divisivo de la raza -más concretamente de los negros- hunde sus raíces en el desgraciado fenómeno de la esclavitud. Quizás consideremos que los políticos demócratas, en apariencia más progresistas que los republicanos, constituirían el partido más proclive a la desaparición de esa degradante práctica y, en consecuencia, a la igualación en derechos de esa parte de la población con la de raza blanca. No ocurrió así, sin embargo, y no lo fue por mucho tiempo.


Serían, en lugar de eso, los republicanos quienes enarbolarían la bandera del abolicionismo, En un discurso pronunciado en octubre de 1858, dijo Abraham Lincoln: «E1 verdadero problema en esta controversia, lo que de verdad nos preocupa a todos, es que una parte considera que la institución de la esclavitud es un error y otra parte considere que no. El partido Republicano la considera un error moral, social y político, pero a pesar de eso, igualmente reconoce su existencia entre nosotros y las dificultades que entraña su finalización de manera satisfactoria, así como las obligaciones constitucionales que la rodean. Vuelvo a repetir -insistiría el presidente- que si hay alguno entre nosotros que no crea que la institución de la esclavitud es un error en cualquiera de los aspectos que he mencionado, se ha equivocado de lugar y no debería estar con nosotros. Y si hay alguno entre nosotros que sienta tanta impaciencia por deshacer ese error que no desee tener en cuenta su implantación entre nosotros y las dificultades que entraña minarla de repente de manera satisfactoria, o las obligaciones institucionales que la rodean, se ha equivocado de lugar y no debería estar entre nosotros. Renunciamos a adherirnos a sus actuaciones prácticas». 


Un caso sorprendente, el de Lincoln, y no sólo en la política de su país. El biógrafo del presidente y premio Pulitzer, Edward Achorn (Every Drop of Blood: The Momentous Second Inauguration of Abraham Lincoln), nos ha informado acerca de la escasa experiencia previa con la que contaba el mandatario político, “La única práctica ejecutiva que tuvo Lincoln antes de llegar a la Casa Blanca fue dirigir un despacho de abogados de dos personas. A pesar de ello, coordinó brillantemente los poderes del gobierno federal y su enorme esfuerzo bélico para apoyar su misión”, recuerda.


Washington en el siglo XIX

La capital de los Estados Unidos era entonces un lugar desolador, y su población no permitía tampoco mucho espacio para la compañía. En el primero de los dos mencionados asuntos -el emplazamiento-, de acuerdo con el abogado George Templeton. “de todos los lugares detestables, Washington es el primero. Demasiado calor, malos alojamientos, mala comida, malos olores, mosquitos y una plaga de moscas que trasciende todo lo que he experimentado... Belcebú seguramente reina aquí, y el hotel Willard es su templo”. (Este hotel pasaba por ser el centro del lobbismo norteamericano). 


En cuanto a la segundo de las señaladas cuestiones -sus residentes-, en el supuesto de que diéramos crédito a la afirmación de un soldado de Michigan que visitó la ciudad en el año 1861, la encontraríamos dominada por tres grandes grupos de gentes: los soldados, los políticos y las prostitutas. Estos dos últimos “muy numerosos y aproximadamente iguales en número, honestidad y moralidad”. "Beefsteak, bourbon and blondes", eran -según Robert Caro en su “The Years of Lyndon Johnson. The path to power”- las tres "bes" que pagaban los lobbystas de Texas a los congresistas.


Lincoln no sólo debía ser un tipo de político singular, también su oratoria era distinta a la de los demás. Según Achorn, “las gentes encontraron en él a un tipo diferente de orador. No intentaba obtener crédito mediante el sistema de avivar la superioridad moral y el victimismo popular. Más bien, destacaba los valores compartidos por los estadounidenses y el poder moral de los ideales enunciados en la Declaración de Independencia. Inclinado a tratar a los demás con respeto, hacía tiempo que comprendía que la mejor manera de persuadir a la gente era respetar su humanidad y reconocer que podrían tener motivos justos para estar en desacuerdo. ‘Si quieres ganar a un hombre para tu causa, primero convéncele de que eres su amigo sincero’, había observado en un discurso en 1842. Un hombre que es amonestado por un orador ‘se encerrará en sí mismo, cerrará todas las avenidas’, a su cabeza y a su corazón; y aunque tu causa sea la verdad desnuda, transformada en la lanza más pesada, más dura y más afilada que el acero, y aunque la arrojes con más fuerza y ​​precisión que las de un Hércules, ya no podrás perforar en él’. 


Efectivamente, su decencia atrajo a los oyentes e influyó en el debate nacional. Perdió dos elecciones al Senado en el camino, pero se ganó una reputación nacional como un hombre que podía defender con valentía y elocuencia el bloqueo de la expansión de la esclavitud. 


Buena muestra de lo señalado sería su discurso de aceptación del cargo de presidente en su segundo mandato. Según Lincoln, la propiedad de seres humanos por parte de otros seres humanos, particularmente de un grupo racial considerado inferior, había llevado a los estadounidenses a disputar seriamente el significado mismo de Estados Unidos: que los ideales fundacionales articulados en la Declaración de Independencia -que todos los hombres son creados iguales- existía en la realidad de los hechos. "Una octava parte de toda la población eran esclavos de color, no distribuido generalmente a lo largo de la Unión, sino localizados en la parte sur de la misma.


La guerra de secesión 

Previamente llegaría la guerra de secesión. Y, con ella, el antecedente de lo que hoy constituyen las imágenes televisivas que producen la reacción de los ciudadanos de todo el mundo respecto de los conflictos bélicos y condicionan las políticas de sus gobiernos. En un revelador párrafo, señala Achorn cómo Alexander Gardner, fotógrafo británico y estadounidense, especialmente conocido por sus fotos de la Guerra de Secesión, del Presidente Abraham Lincoln y de la ejecución de los condenados por la conspiración que terminó en el asesinato de éste “se embarcó en una misión extraordinaria. Hizo que esta difícil tecnología (la fotografía) fuera portátil, de modo que pudiera grabar las escenas de los campos de batalla y los campamentos para los soldados en el frente, que el público estaba ansiosa de conocer. Transportando sus productos químicos y su cuarto oscuro en un carro tirado por caballos, desafió el abrumador hedor de la muerte y el riesgo de ser capturado por confederados errantes para tomar fotografías de los muertos, aún insepultos, en Antietam, donde doce horas de combate salvaje habían matado a más hombres en un día que en cualquier batalla jamás librada en el continente. La exposición de las fotografías de Gardner en la ciudad de Nueva York bajo el nombre de Brady causó sensación. La visión de los cuerpos hinchados de los muertos tirados en el suelo no se parecía a nada que el público hubiera presenciado jamás, acostumbrado como estaba a litografías que mostraban cargas heroicas en lugar de los residuos macabros y espantosos de la batalla. ‘A los vivos que abarrotan Broadway tal vez les importen poco los muertos en Antietam, pero imaginamos que se empujarían menos descuidadamente por la gran vía y deambularían menos a sus anchas si hubiera unos pocos cuerpos chorreantes, recién salidos del campo, tendidos a lo largo del pavimento. Habría un recogido de faldas y una cuidadosa elección del camino; la conversación sería menos animada y el aire general de los peatones más apagado’, escribió un crítico del New York Times. ‘Tal como están las cosas, los muertos del campo de batalla rara vez se nos acercan, ni siquiera en sueños. Vemos la lista en el periódico de la mañana durante el desayuno, pero descartamos su recuerdo con el café’. Estas sombrías fotografías habían cambiado esa sensación. ‘Señor Brady ha hecho algo para hacernos comprender la terrible realidad y la seriedad de la guerra. Si no ha traído cadáveres y los ha dejado en nuestros patios y en las calles, ha hecho algo muy parecido’”.


Opiniones respecto de la esclavitud

No todos los partidarios de la esclavitud mantenían las mismas convicciones, sin embargo. Aunque los supremacistas blancos estaban de acuerdo en cuanto a su objetivo, discrepaban enormemente sobre los medios que era necesario emplear. La principal división se produjo entre los racistas que adoptaron un enfoque paternalista y los que insistían en atemorizar a la población negra para que se sometiera al dominio de los blancos. Con frecuencia, los componentes del primer grupo habían llegado a su edad adulta durante el régimen de la esclavitud y su pretensión consistía en regresar a un orden que explicaban con mitos sobre amos bondadosos y negros (esclavos) felices. El segundo de los grupos lo formaban los más jóvenes y combativos, hombres que compartían la definición del escritor de diversos episodios de la contienda civil, Richard Croker, de la política como una especie de guerra. Pero para esta clase de gentes del Sur, la guerra no se trataba de una simple metáfora; la violencia era un método esencial para ganar elecciones y amedrentar a los afroamericanos para que permanecieran en su estatus inferior: en la vida pública, en la economía y en las relaciones entre los sexos.


Michael Kazin señala que se trataba de una visión del mundo inequívocamente conservadora, pero no elitista. Los demócratas caricaturizaron a los abolicionistas y a los de su misma ralea como figuras oficiosas respaldadas por familias adineradas que querían imponer sus “ismos” a la gente blanca común y corriente. Algunos afirmaron que los opositores republicanos a la esclavitud que atacaban esa “institución doméstica” podrían intentar a continuación “inmiscuirse en los acuerdos familiares en sus propios estados, para imponer su... credo a otros hombres”. No era un miedo irracional. Después de todo, muchas de las mismas personas que querían liberar a los esclavos también querían que las mujeres disfrutaran de igualdad de derechos en el matrimonio, la política y en todas partes. Como sugirió el novelista y cuentista Nathaniel Hawthorne en un relato distópico, aquellos que querían destruir una institución que había servido bastante bien a los estadounidenses en el pasado probablemente anhelaban quemarlas todas.


Los demócratas de los estados del Sur y la esclavitud

La relación entre la corrupción política, el partido demócrata y los estados del Sur es de larga data. Observemos el brindis en una reunión del mencionado partido en el Bergen County, New Jersey, recordado por Michael Kazin (What It Took to Win: A History of the Democratic Party): “La luz de otros tiempos, en los que la libertad tenía un rostro blanco y Estados Unidos no era negro”. 


Por supuesto que la actitud racista no era un atributo específico del Sur de los Estados Unidos. En los del Norte se produjo una potente reacción en contra de la inmigración irlandesa de mediados del siglo XIX -9 de cada 10 trabajadores sin especial cualificación eran originarios de ese país-. Creció entonces el temor a que esta clase de inmigrantes se apropiasen de los puestos de trabajo que se ofrecían en el mercado. Fue esta acusación, o el miedo, la que alimentó una ola que comenzó a mediados de la década de 1840 y alcanzó su punto álgido una década después. Prometiendo combatir el dominio “papista”, los protestantes de clase media y trabajadora se unieron a organizaciones como la Orden del Estandarte Estrellado y la Orden de los Americanos Unidos, cuyos mismos nombres significaban una ofensiva contra el peligro exterior. En el Norte, estos grupos atrajeron a miles de Whigs conservadores que buscaban un nuevo hogar político, mientras el suyo se estaba desmoronando. En 1854, las fuerzas contrarias a la inmigración y anticatólicas se reunieron en un nuevo organismo político, oficialmente llamado Partido Americano. Sus miembros se comprometieron a fingir ignorancia cuando se les inquiriera sobre la organización, que pronto fue apodada como Know-Nothings. El partido rápidamente inscribió a un millón de miembros en logias de todo el país. En 1856, sus votantes habían elegido siete gobernadores, ocho senadores estadounidenses y más de cien congresistas, y controlaban siete legislaturas estatales, todas ellas en el Norte.


Pero esta confrontación tendría también su derivada. Los trabajadores irlandeses que organizaron los primeros sindicatos en las ciudades del noreste temían la competencia potencial de los esclavos liberados. El agitador Mike Walsh, nacido en el condado de Cork, se convirtió en el ídolo de los demócratas “descamisados” de la ciudad de Nueva York en la década de 1840 al denunciar “la esclavitud del salario”, así como al “conjunto fanático e hipócrita de embaucadores imbéciles” que promovían leyes de abstinencia alcohólica. Los votantes eligieron a Walsh para la legislatura estatal y luego para el Congreso. A mediados de la década de 1850, el político bebedor que empuñaba un bastón con punta de plata se había vuelto tan prosurista como cualquier hombre del Norte de su partido. Las condiciones que padecían los negros, según Walsh, no eran peores que las de los trabajadores blancos de las fábricas. Después de todo, los negros simplemente habían heredado un amo; el esclavo asalariado se veía obligado a “rogar por el privilegio” de tener uno.


Y eran los estados del Sur, la única región donde los demócratas ejercieron el poder sin oposición, y fue también el lugar donde los líderes de los partidos se aseguraron de que la mayoría de los ciudadanos de raza negra no pudieran participar en política en absoluto. A finales del siglo XIX, casi todos los estados sureños habían consumado la privación de derechos de los afroamericanos. Para hacerlo, la mayoría dejó de lado tácticas furtivas, sujetas a fraude y vulnerables a impugnaciones legales. “Si privamos de derechos a la gran mayoría de los negros, hagámoslo abierta y sinceramente”, declaró un periódico de Richmond en 1898, “y pongamos fin a todo tipo de malabarismos”.


A pesar de todo, los demócratas del Sur prefirieron jugar -según Kazin- un juego tramposo. Oficialmente, aceptaron el sufragio negro y criticaron a los republicanos por aumentar los impuestos para pagar gobiernos, tanto estatales como federales, plagados de corrupción. Al mismo tiempo, no protestaron cuando el Ku Klux Klan y otros grupos, compuestos mayoritariamente de ex soldados confederados, atacaron a los votantes afroamericanos y a los funcionarios, blancos y negros, que habían elegido. A medida que los republicanos temían cada vez más hacer campaña y chocaban sobre cómo responder, los demócratas, algunos de los cuales pertenecían al KKK, comenzaron a tomar el control, condado tras condado y estado tras estado. En 1872, facultado por leyes del Congreso, el ejército había reprimido al Klan. Pero el daño político ya estaba hecho y perduraría. Los demócratas volvieron gradualmente a dominar en Dixieland (los Estados del Sur) con la inestimable ayuda de hombres armados que hicieron imposibles unas elecciones verdaderamente democráticas.


Por consiguiente, dado el papel fundamental del Sur blanco en la política americana, los líderes de los partidos nunca pensarían en alentar a los trabajadores blancos a aliarse con los negros para su beneficio mutuo.


Abrumadora victoria de Ike

Ya en la predecible victoria de Eisenhower (que fuera presidente de los Estados Unidos entre 1953 y 1961), asegura Kazin que la rotundidad de su éxito electoral resultó  sorprendente. El republicano obtuvo el 55 por ciento del voto popular y ganó en todos los estados fuera del Sur, salvo un par de estados fronterizos donde el sindicato de trabajadores mineros era fuerte. Pero Eisenhower también ganó en Tennessee, Virginia y Florida, una señal de que muchos sureños blancos no habían perdonado a su partido tradicional por adoptar una postura audaz en favor de los derechos civiles. 


Mientras tanto, las ineficaces campañas del ex-gobernador de Illinois (se presentaría en dos ocasiones contra Eisenhower), Adlai Stevenson, desanimó a los votantes urbanos cuyo gran giro hacia los demócratas había llevado al partido a la mayoría bajo Franklin D. Roosevelt. Ni siquiera logró la victoria en el condado de Cook, sede de la industria de la máquina de Chicago, y perdió en su propio estado por diez puntos. La aplastante victoria electoral de Ike también generó estrechas mayorías para el partido republicano en el Congreso.


No deja de sorprender, en estos tiempos de polarización política, que la rotunda victoria de Eisenhower no aumentó en absoluto la fuerza de su partido en el Congreso. Los demócratas mantuvieron su escaso margen de dos escaños en el Senado y obtuvieron otros dos en el Capitolio. Una explicación para este caso inusual de votación dividida es que el presidente se negó a hacer campaña por sus compañeros republicanos. Ike temía que, si su partido recuperaba el control del Congreso, el partido republicano haría retroceder programas del New Deal como la Seguridad Social y la Ley Wagner (o National Labor Relations Act, promulgada en julio de 1935 para limitar las reacciones de los empleadores contra los trabajadores que fundasen sindicatos, ofertasen colectivamente sus servicios, se unieran a huelgas, o realizaran similares actos de defensa de sus derechos), que favorecían a la mayoría de los estadounidenses.


JFK

Michael Kazin indica que la “coalición demográfica” que llevaría al poder a Kennedy constituyó un presagio para el futuro del partido. Por segunda vez en la historia, un demócrata ganó la Casa Blanca y perdió los votos de la mayoría de los blancos, generalmente protestantes -Harry Truman fue el primero, en 1948-. Pero la coalición de Kennedy era muy diversa: sólo alcanzando márgenes del 70 por ciento entre los afroamericanos, así como del 82 por ciento entre los judíos y casi el 80 por ciento entre sus compañeros católicos, JFK superó a Richard Nixon en estados indecisos como Nueva Jersey, Michigan y Missouri, así como en Illinois.


Según Robert D. Putnam y Shaylyn Romney Garrett (The Upswing: How We Came Together a Century Ago and How We Can Do It Again), era, el de Jack Kennedy, un discurso que presagiaba la transformación que estaba por llegar, porque su retórica idealista fue, en retrospectiva, proclamada desde una cumbre a la que habíamos ascendido con esfuerzo, pero de la que estábamos a punto de caer. Y aunque esa cumbre ciertamente no fuera tan alta como la que Estados Unidos podría aspirar a alcanzar en términos de igualdad y de inclusión, estuvo más cerca de lo que nunca habíamos estado hasta ahora en cuanto a implementar la visión de los Fundadores de “una nación”… con libertad y justicia para todos”.


Robert Caro (“The Years Of Lyndon Johnson) ha descrito en cuatro abigarrados volúmenes la contribución del demócrata sudista a la política de su país, su indudable capacidad de obtener los votos Dixies en favor de Kennedy y su innegable trabajo en favor de la igualación de derechos de la población negra, toda vez que obtuviera la presidencia de los Estados Unidos. Pese a lo cual, y a las palabras de su vicepresidente, Hubert Humphrey en una convención de su partido, no todos estaban de acuerdo: “Amigos míos -afirmó Humphrey-, a quienes dicen que estamos apresurando esta cuestión de los derechos civiles, les digo que llegamos con 172 años de retraso. Las personas, los seres humanos, éste es el problema del siglo XX". Continuó asegurando a la audiencia en la sala sofocante, a los sesenta millones que le seguían por la radio y a los diez millones que le observaban por televisión (era la primera reunión nacional demócrata retransmitida en directo) que conceder una libertad real a los negros también beneficiaría a los Estados Unidos en la Guerra Fría. “Como líder del mundo libre”, la nación se enfrentó “al mundo de la esclavitud”, es decir, al imperio soviético. "Para que podamos desempeñar nuestro papel de manera efectiva", enfatizó, "debemos estar en una posición moralmente sólida". Humphrey y sus compañeros liberales harían de ese asunto una parte central de su arsenal retórico, hasta que el Congreso finalmente aprobara los históricos proyectos de ley de derechos civiles de la década de 1960. Como ocurre con muchos discursos célebres, el momento de la oración, que duró sólo nueve minutos, importó más. que las palabras mismas. Humphrey estaba pidiendo a los delegados que adoptaran un plan minoritario que garantizara a todos los ciudadanos el derecho al voto y la igualdad de oportunidades en el mercado laboral y en el ejército. Incluso los líderes de los partidos que compartían sus puntos de vista, incluido el propio presidente, se resistieron a incluirlos en la plataforma porque sabían que enfurecería a los sureños que casi siempre habían sido esenciales para que los demócratas ganaran las elecciones nacionales. El líder de la minoría del Senado, Scott Lucas, oriundo de Illinois, espetó que Humphrey era un “pipsquek” (un cero a la izquierda), cuyo programa “dividiría al partido por completo”.



Johnson

Es muy conocido que Johnson se producía con más frecuencia quizás que otros políticos de los Estados Unidos con expresiones más que soeces. A propósito del hombre que figurara en su ticket electoral, comentaría en privado que cualquier persona que eligiera para vicepresidente tendría que abandonar todo ápice de independencia. Como le gustaba decir: "Quiero que su polla esté en mi bolsillo".


Frente a Johnson se había presentado el senador por Arizona Barry Goldwater. Según Rick Perlstein, (Before the storm. Barry Goldwater...), el senador entregó brócoli demasiado cocido a una multitud que pedía carne cruda. Goldwater dejaría para la historia, sin embargo, una interesante frase: “La gente no se da cuenta de que existe una diferencia en los tipos de dinero. Hay dinero viejo y dinero nuevo. El dinero viejo tiene poder político, pero el dinero nuevo sólo tiene poder adquisitivo”.


Como había escrito el sociólogo neoyorquino y profesor emérito de la universidad de Harvard, de ascendencia judía, Daniel Bell (nacido Bolotsky, en el año 1919), “cada partido es como un gran bazar, con cientos de vendedores ambulantes clamando por atención”. Para ganar el liderazgo del partido, el vendedor ambulante que pretenda obtener el éxito debe demostrarse un hábil negociador, dividiendo la mayoría de los temas por mitades”.


Y llegaría el momento de Richard M. Nixon, el presidente republicano que debió abandonar el puesto como consecuencia del escándalo Watergate. Perlstein (Nixonland), recuerda la táctica que aconsejaba el marrullero político californiano para vencer en los debates: “No tienes que atacar. Mejor, mucho mejor, para darle algo a la marca: haz sentir a tu rival que tiene una ventaja sobre ti. Deja que se aproveche de tu "error". Eso le lleva a la agresividad. Luego cierras la trampa, generando lástima al hacer que el enemigo parezca un moralista e hiperintelectual del sentido común. Has atacado al estilo jiujitsu posicionándote cómo injustamente atacado, inspirando una extraña especie de amor protector entre los votantes cuyos resentimientos heridos crecen junto con tu actuación de verte atacado. Tus enemigos parecen haber muerto por su propia mano”.


Sin embargo, el político que había dejado dicho que "el mayor error que puedes cometer en política es enfadarte", convirtió su debate televisivo (y por radio) con Kennedy en el año 1963, en un caso de estudio. Ganó el telegénico JFK para los que le siguieron por televisión, pero el californiano lo hizo para los radioyentes, 


Pero no sería ése el caso de su posterior contendiente en el partido demócrata, George McGovern. Nixon advertía -con razón- que existe un dicho en política: si tienes que explicarlo, es que, estás perdiendo”.


McGovern

El senador demócrata por Dakota del Sur, según Michael Kazin, había elegido para el puesto de director de campaña a Gary Hart, (más tarde senador por Colorado, Hart sería aspirante fallido a la nominación demócrata para las elecciones presidenciales de 1984 y 1988); se trataba entonces de un carismático abogado de unos treinta y tantos años, que reclutó lo que pretendía ser un “ejército masivo de voluntarios”, activistas contra la guerra en todo el país. Un ex becario Rhodes de veintiséis años llamado Bill Clinton encabezó la organización en Texas. Como candidato con posibilidades remotas, McGovern fue inicialmente rechazado por todas las figuras de referencia del partido. Pero incluso antes de comenzar a ganar una serie de elecciones estatales en abril, había obtenido el apoyo de veteranos de la administración Kennedy, como Arthur Schlesinger Jr. y John Kenneth Galbraith, así como de celebridades como el de la actriz Shirley MacLaine y su hermano, Warren Beatty; el comediante Dick Gregory; la cantante Barbra Streisand; y el trío de música folclórica Peter, Paul and Mary.


Una ola de regeneración recorrió a los Estados Unidos después del Watergate, la misma que llevaría en volandas a Jimmy Carter a La Casa Blanca. El bastante singular político georgiano, a decir de su asesor (y ex Vicesecretario del Tesoro), Stuart Eizenstat, señaló que: “Un presidente no puede establecer una ruptura tajante entre la política de su campaña y la política de su gobierno, si pretende fomentar una coalición nacional eficaz. Esto último Carter no sólo no lo logró, sino que no quiso hacerlo”. Walter Mondale, su propio vicepresidente, dijo de él: "Él pensaba que la política era pecado".


Llegaría a continuación a la presidencia Ronald Reagan (1981-1989). Perlstein (The invisible bridge.  The fall of Nixon and the rise of Reagan) nos cuenta un chiste sobre el ex gobernador de California. Un suicida le pide: "No me rescates, quiero morir". Reagan responde: "Bueno, tendrás que posponerlo, quiero medallas".


Pero Reagan contaba con una habilidad: conocía al público. Fue un elemento clave de su genio político. Una de las cosas en las que los políticos brillantes son mejores que los mediocres consiste en oler las nuevas preocupaciones públicas que aparecen en el horizonte antes de que sean reflejadas en las encuestas, previamente a que la misma ciudadanía siquiera sepa llamarlas "problemas". 


Bush padre, Bush hijo, y, entre ambos, Bill Clinton. Según el ya citado Robert Caro, James Carville, uno de los artífices de la victoria del ex gobernador de Arkansas, en 1992 declaró: "Pienso que podríamos elegir a cualquier actor de Hollywood a condición de que tenga una historia que contar; una historia que diga a la gente lo que es el país y cómo lo ve". Porque, “los republicanos hablan de la contención del terrorismo y la protección ante los homosexuales; los demócratas se refieren al aire puro, mejores escuelas, una sanidad más eficaz. Ellos nos cuentan una historia. Nosotros recitamos una letanía".


Esa tarea recaería, años más tarde, por defecto, en los insurgentes críticos de un presidente -Obama- cuya elección en 2008 casi todos habían aplaudido. En cierto sentido, la izquierda que prosperó durante los años de su mandato y siguió creciendo después de la elección de Donald Trump en 2016, se diferenciaba de sus progenitores que habían obligado al partido a modificar su misión y construir una nueva mayoría. A diferencia de los miembros de los sindicatos de la década de 1930, el movimiento por la libertad de los negros de la década de 1960 o el movimiento contra la guerra de esa misma década, la nueva izquierda norteamericana –dirigida en gran medida por hijos de profesionales que se enfrentaban a un futuro precario– no se unió en torno a ningún tema único que fusionara sus partes e inspirara su crecimiento. Los defensores de Black Lives Matter, el Me Too o el Green New Deal, y una militancia sindical más sólida, aplaudieron las demandas de los demás al tiempo que se organizaban por separado. A pesar de sus diversas posiciones, casi todos los activistas coincidieron en que décadas de pensamiento y políticas conservadoras, bajo presidentes y congresos de ambos partidos, habían convertido Estados Unidos en una nación más injusta en la que los ricos invariablemente se salían con la suya. La igualdad, en todos sus significados, era su deseo común.


Por las mismas razones los demócratas también se han vuelto más intransigentes. El descontento con la globalización y la desigualdad han impulsado el populismo en ambos bandos -republicano y demócrata-. El sistema mayoritario del “winner takes all” (va todo al ganador) de Estados Unidos y el aumento de distritos no competitivos han reducido los beneficios de la moderación. 


Esta situación ha sido descrita por los profesores Thomas E. Mann, de la Brookings Institution, y Norman J. Ornstein, del American Enterprise Institute (It's Even Worse Than It Looks: How the American Constitutional System Collided With the New Politics of Extremism), ensayo de análisis político publicado en el año 2012. En la obra detallan temas controvertidos en torno al Congreso de los Estados Unidos y determinan que la institución se ha debilitado hasta el punto de convertirse en prácticamente inútil. La polarización política general y el aumento específico de puntos de vista ideológicos extremos han creado, en opinión de los autores, tal división social que el sistema federal de la nación en su conjunto se encuentra esencialmente incapaz de gobernar. En especial, los autores critican al Partido Republicano de los Estados Unidos por haber sido capturado por una franja dogmática de derechas y funcionar como "un insurgente atípico" en términos del espectro político estadounidense general.


Estos mismos autores han desarrollado el concepto, denominado por ellos como “polarización asimétrica”, y que ha sido utilizado en una conferencia de prensa por el presidente del gobierno español para reprochar la conducta de los partidos de derecha. Volviendo a los Estados Unidos, el centroizquierda todavía dirige al partido demócrata, cuya ala izquierda apoya la mayoría de los objetivos más moderados, aunque sea a regañadientes.


En la revista Foreign Affairs de mayo-junio de 2022, Tanisha M. Cazalla (The return of conquest?), afirma que el extremismo es mucho mayor entre los republicanos, lo que refleja una coalición y filosofía diferentes. Los demócratas son una alianza multiétnica de grupos de interés, cuya diversidad y compromiso con los objetivos políticos fomentan el pragmatismo. Los republicanos son mucho más homogéneos racial e ideológicamente, lo que les convierte en un grupo más unificado y reaccionario. Los conservadores tradicionales rechazan las políticas progresistas, mientras que los populistas trumpistas desconfían de los inmigrantes; sin embargo, ambos grupos se unen en el combate por contener la marea liberal.


Matt Grossmann, politólogo y director del Instituto por las Políticas Públicas y la Investigación Social Public Policy and Social Research (IPPSR, en sus siglas en inglés) y  profesor de Ciencia Política de la Michigan State University, ha afirmado que, mientras que los demócratas ven la política como una oportunidad para implementar políticas, los republicanos la ven como una batalla existencial entre derecha e izquierda. 


Cita Cazalla el conocido caso de Brad Raffensperger, Secretario de Estado de Georgia, que saltó a la fama nacional tras las elecciones presidenciales estadounidenses de 2020, en las que perdió el actual presidente Donald Trump. Trump se negó a aceptar la derrota, realizó acusaciones falsas de fraude y lanzó una campaña para anular los resultados electorales. Como parte de esta campaña, Trump realizó una llamada telefónica grabada el 2 de enero de 2021, en la que intentó persuadir a Raffensperger para que modificara los resultados de las elecciones en Georgia a favor de Trump. Raffensperger se negó a hacerlo y dijo que las afirmaciones del presidente saliente se basaban en falsedades.


A pesar del trato recibido por él, Raffensperger no tiene reparos en seguir siendo republicano: "Soy  conservador y por eso siempre estaré en el partido conservador". Ésta es la razón por la que tan pocos republicanos consideran que la incapacidad de Trump sea un factor decisivo. Utilizando para terminar la rotunda afirmación que Franklin D. Roosevelt hizo de Tacho Somoza, y que luego emplearía Kissinger respecto del segundo Somoza (“Sí, es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta"), puede que Trump sea un mal tipo, pero es de ellos.


Lo cual explica también por qué el partido republicano es tan bueno en la oposición. En el gobierno, su desinterés por la política queda expuesto: ante la oportunidad de “derogar y reemplazar” el Obamacare cuando, después de la elección de Trump, controlaban la presidencia y ambas cámaras del Congreso. Los republicanos ni siquiera entendían la política de atención médica. La oposición es su estado natural (y el actual). Mientras los demócratas están consumidos por su agenda legislativa, los republicanos se ven muy cerca de definir a Biden como un peligroso bolchevique.

domingo, 5 de mayo de 2024

¿Pactará Feijóo con los nacionalistas?

 Resulta difícil escrutar los designios que se ocultan detrás de los enigmas. Se parece a los envoltorios que disfrazan los verdaderos rostros en las máscaras en los Carnavales; en los de Venecia, por ejemplo, con esas inverosímiles narizotas y sus sarcástica sonrisas. ¿Quién está detrás de la careta?


Alberto Núñez Feijóo no es tampoco uno de esos políticos que actúan desde la más absoluta transparencia en sus intenciones. Tiene esa actitud una cierta explicación. Llegaría a la política nacional desde su Galicia de origen en la que el espacio de centro derecha se encuentra unido, sin que le hicieran sombra ni el centro de Ciudadanos ni la derecha extrema de Vox, a un Madrid -dicho como referencia capitalina de España- en la que ambas opciones partidarias existían y tenían posibilidades de representación electoral.  La ambigüedad de la indefinición ideológica le resultaría útil para desarticular los restos del naufragio de Ciudadanos provocado por Rivera, unida esta actuación a la integración de algunos de los efectivos humanos que chapoteaban en torno de la balsa antes de su definitivo hundimiento. 


Feijóo arrojaría al mar un flotador a fin de recoger a esos náufragos e incorporarles después a su heterogénea marinería; una operación que ha completado en su candidatura europea. Le bastaría para ello el doble concurso de la imprecisión en los objetivos a seguir y la ambición de los rescatados del ahogamiento político.


Pero esa ausencia de definición no le está siendo útil con Vox. Entre otras cosas porque el partido que preside Abascal, pese a todas sus radicalidades y equivocaciones -que son muchos- no ha cometido por el momento el "error Rivera", consistente en traicionar su proyecto fundacional -el de Cs, servir de bisagra entre la derecha o la izquierda, impidiendo así que los nacionalismos continúen avanzando por estas yermas tierras de España-. Vox sigue, por lo tanto, campando a sus anchas en el terreno que el PP le deja, el de defender la españolidad -demasiado patriotera desde luego- y el combate sin contemplaciones a los nacionalistas... un discurso que ha trufado ahora del recelo ante el inmigrante, procedente de sus socios populistas en Europa y en los Estados Unidos.


Las recientes autonómicas vascas constituyen un buen ejemplo de lo que afirmo. El posicionamiento electoral del PP, enfocado de manera principal en asuntos de gestión (la Y vasca, la sanidad pública…), no ha intentado siquiera servir de dique de contención a un avance del soberanismo que no tiene parangón en la historia de esa región. Y ante la nueva *esquizofrenia vasca" (más del 80% de parlamentarios soberanistas, frente a sólo un 23% de ciudadanos que se declaran independentistas) el PP vasco no tiene otra política que ayudar con sus escaños al PNV.


La estrategia seguida por Feijóo en el País Vasco no le ha servido de mucho, sin embargo; el corto avance de sus gentes allí -un solo escaño- y la irrelevancia en el destino de las políticas a seguir en aquellas tierras. Para Cataluña parecen dispuestos a mudar de comportamiento.  Donde antes era mejor referirse a la gestión ahora es preferible hablar de Constitución. Porque, en el País Vasco, se trataba de tender la red para pescar a los nacionalistas insatisfechos por el apoyo de su partido a Sánchez -tentativa condenada de antemano al fracaso-; ahora se trata de convertir al PP en el partido de los españoles que en Cataluña están aburridos de la permanente labor destructiva del independentismo supremacista y de su catastrófica gestión de los asuntos.


En esta España de hoy, el partido que dice presentarse como el de todos los españoles no hace sino practicar una política diferenciada en cada región de España: en Galicia, asume un nacionalismo light; en el País Vasco, el apoyo al PNV; en Cataluña, el constitucionalismo; en Madrid, un liberalismo chulapo... ¡todo vale si es útil para el convento!


¿Y cuál es el factor aglutinante de todos estos elementos regionales? Habrá que convenir que ausente de unas políticas concretas, el centro derecha -o lo que sea- de Feijóo consiste solamente en diluirse en una operación electoral que pretende obtener el gobierno vertiendo en un partido vasija todos los contenidos que sean políticamente correctos, esto es, que no puedan resultar objeto de descalificación por sus contrarios socialistas a causa de su ubicación en la extrema derecha.


Y en ese envase de lo que parece ser políticamente correcto, caben también los partidos que han venido sometiendo a chantaje permanente a las formaciones políticas nacionales, que ya han sido identificadas como susceptibles para la suscripción de pactos. El más deseado objeto del deseo del PP parece ser el PNV, según ya hemos advertido; más complicado será el pacto con Junts, aunque inexplicablemente ya hablaron con el partido del prófugo con ocasión de la fallida investidura de Feijóo. ERC estaría fuera de radar, debido a que se les escapa a los populares por la izquierda; y Bildu también, porque hay un río de sangre entre los dos.


El problema de todo esto no son sólo los pactos, que también; el problema es la renuncia que éstos conllevan. La renuncia a que, en la práctica, Cataluña y el País Vasco continúen formando parte de España, la consolidación de éstos como territorios exentos; y, con ella, la renuncia al principio constitucional de igualdad de los españoles respecto de la prestación de servicios, de unas cargas fiscales equivalentes, de unas infraestructuras similares...


No cabe invocar la Constitución de 1978 como único aglutinante de un discurso que carece de perfiles, cuando se pretende convenir con quienes están comprometidos a destruir esa impresionante obra de ingeniería política que fue el consenso. 


Cuando llegue la hora de despojarse de la máscara, seguramente nos encontraremos con un hermano siamés del PSOE al que pretenden sustituir. Quizás algo más arreglado y menos insolente que aquél, pero hijo de los mismos padres y perteneciente a la misma camada. Y si no, al tiempo...