jueves, 27 de septiembre de 2007

¿Qué puede todavía la política?

La pregunta que se contiene en el título de este artículo se la formulaba el escritor francés Pierre Rosanvallon en el curso de la reciente campaña electoral a las presidenciales francesas. El autor de "Le peuple introuvable" vendría a plantearse si, en un mundo tan complejo como el que vivimos, sirve en realidad para algo la política. En otras palabras, ¿qué se puede hacer con ella?
Para el corifeo que forman los fundamentalistas que muchas veces anidan en los partidos, así como para todos los grupos sociales que viven de la política, disquisición como esta entra claramente en el terreno de la más peligrosa de las iconoclastias. No parece conveniente -podrían decir- que se planteen cuestiones tan básicas. Deberían más bien situarse en el plano de lo intangible, de las "verdades reveladas", de lo indiscutible. De modo que su mera formulación se convierte en anatema contra quien la hace, por lo mismo que los niños excesivamente "preguntones" hacen relativa gracia a los extraños, pero ninguna a los propios.
Y sin embargo a la gente cada vez le interesa menos la politica. Como ejemplo sirva que en la encuesta electoral, publicada por un medio de la prensa vasca, se aseguraba que en torno a un 45% de los preguntados tenían "poco" o "muy poco" interés por el asunto y el resultado de las elecciones venía a subrayarlo: a nivel nacional, la abstención aumentaba en un 4% en relación con las anteriores municipales..
Habría que deslindar el espacio de la política del espacio que le es propio a los partidos, de igual manera que una buena obra de teatro podría resultar literalmente "asesinada" por los actores que la representan. ¿Ocurre eso con nuestro asunto?.
Es más que probable. En todo caso, no sería posible desplazar la responsabilidad de ese desinterés a la ciudadanía. Máxime cuando los partidos no están cumpliendo con el mandato constitucional de servir de instrumento -"fundamental", dice su artículo 7- para la participación popular. Configuradas como meros banderines de enganche, las grandes formaciones políticas, a la manera de los malos devotos que sólo rezan a Santa Bárbara cuando truena, únicamente se acuerdan de sus afiliados cuando se trata de engrosar sus mitines, rellenar los puestos de una candidatura o nutrur las mesas para el recuento electoral. Los aparatos de esos mismos partidos, desplegados en los diferentes niveles territoriales, se constituyen en seguros garantes de la ortodoxia, en tanto que administran sus prebendas -en forma de cargos- entre sus más fieles amigos, que no necesariamente militan en el bando de los mejor preparados..
Más bien habría que analizar las causas del desencuentro entre política -políticos- y ciudadanía en la primera de las dos instancias. El agotamiento, la frivolización, la impostura de un debate político que tiene ya muy poco de ambas cosas. Urgidos por la perversa dinámica creada por los medios de comunicación, las verdaderas direcciones de los partidos -que no se corresponden casi nunca con las que dicen sus estatutos- contestan a unos titulares repletos de agravios con otros de parecido tenor, de acuerdo con las estrategias previamente diseñadas por los omnipresentes aparatos de los partidos y que exclusivamente consisten en mantenerse en el poder o en desalojarlo de él al partido que está en el gobierno.
Se ha creado así una clase política -que son al menos 18, una nacional y 17 autonómicas- que, en la nómina del poder o de la oposición, ha hecho de la política un modo de vida que vive ajeno a la vida de los demás.
Pero cuenta también lo que podríamos denominar el espacio de la poítica, el Estado nación o la región o nacionalidad. Este último no podría constituirse en espacio público ciudadano, salvo que admitamos que el poder es sólo uno -el del partido elegido- y que de él emanan todos los demás: legisla, gobierna y juzga el partido... y sus paniaguados. .
Es más seguro el Estado nación como espacio propicio a la ciudadanía. Instalados en la crítica al Estado centralista que era la organización predilecta del general Franco, nos hemos convertido en conspicuos adoradores del principio de la subsidiaridad. Para los nacionalistas -pero también para quienes no lo somos- no había competencia que no mejorara en su eficacia si se dejaba de aplicar a nivel nacional y se ejercía a nivel autonómico. Eso sí, ahí acababa la descentralización, porque los municipios eran -y lo siguen siendo- los grandes convidados de piedra en la mesa del ejercicio de las competencias.
Pero es más cierto que no todo funciona mejor en el nivel autonómico. Ocurre por ejemplo en el aspecto educativo, en el que con verdadero espanto asistimos a una ausencia prácticamente total a las referencias nacionales en materias como la historia o la geografía. La fijación de un "curriculum" básico a nivel nacional debiera constituirse en uno de los criterios a seguir en los planes educativos.
Pero es que, además de eso, el acercamiento del poder al ciudadano no lo hace más democrático Lo ha dicho el profesor Félix Ovejero con suficiente claridad:

"Porque una cosa es la agrimensura y otra la
política. Que el gobierno de mi comunidad autóno-
ma esté a un par de kilómetros de mi casa no
quiere decir que yo, como ciudadano, tenga un
mayor control sobre sus decisiones que la que
tenga sobre el gobierno de Madrid. La proximidad
métrica no siempre es buena para la democracia.
Entre vecinos es más fácil encontrarse en plazas
para mercar favores y más embarazoso decir que
no. (...) Además, como las navajas no relucen, co-
mo nadie remueve las aguas, al observador más
ingenuo le puede parecer que aquéllo es un oasis,
un remanso. Es lo que parecen las ciénagas vistas
a lo lejos".

Y si el espacio nacional es más propicio para el ejercicio de la ciudadanía, lo sería más aún el espacio supranacional: las comunidades de Estados, la Unión Europea, por ejemplo. Estamos lejos, sin embargo de llegar a eso. No hemos conseguido fijar un principio de ciudadanía europea -que es elemento esencial de cualquier Constitución- y Sarkozy llega dispuesto a reubicarnos en la realidad: ni lo que aprobamos los españoles era una Constitución europea ni, por lo visto, hace falta más que un mini-tratado.
Pero la globalización exige de respuestas democráticas, precisas y estables en el nivel en que se produce. Respuestas más ágiles que las decididas por los lentísimos organismos internacionales de que disponemos y que se encuentran carentes de poder ejecutivo: el cambio climático, la hambruna en África, el SIDA, la competencia de precios mediante la explotación infantil y tantos otros problemas que amenazan la vida presente y la continuidad del planeta.
Y los gobiernos nacionales son incapaces de generar siquiera las dinámicas económicas que luego ellos sí que deben afrontar. En este mundo de "iguales" en, que, como diría Orwell, los "más iguales", al menos están en condiciones de huir de la quema antes de perecer carbonizados.
La polítuca es entonces el espacio impreciso, ambiguo, en que los partidos compiten por un botín igualmente ambiguo e impreciso al que le han puesto por nombre "poder". Esa cosa que a veces ni siquiera sirve para resolver los problemas, por lo altos y lejanos que se encuentran; menos aún para reformar la realidad, que padece el síndrome del eterno retorno. A veces confunden el poder con el dinero o con la fama, pero son asuntos bien distintos.
Con la política -especialmente con los políticos- habría que establecer espacios de cautela, de control. Eso que se llama ciudadanía y que es algo más que la más bella de las palabras que se contienen en las más perfectas de las Constituciones.
Una ciudadanía que, parafraseando a Bernard Crick, afiliada o no a algún partido, sería algo así como el partido... del antipartido.
Y no habría que llegar tan lejos como Stendhal cuando se confesaba "un ateo de la política". Nos debería bastar con ejercer una especie de escepticismo; eso sí, implicado en la solución de los problemas, activo.
Porque si la guerra es demasiado importante como para dejársela a los generales, tampoco habría que dejar a los políticos la sola responsabilidad de conducir los asuntos públicos.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

De encuentro y desencuentros

Veinticinco años después de que formalizara mi candidatura al Senado por Guipúzcoa en aquélla coalición bautizada como la "sopa de letras" -AP, PDP, PDL Y UCD- y en representación del Partido Demócrata Liberal que presidía Antonio Garrigues, inicia sus tareas un nuevo partido político auspiciado por los responsables de la plataforma "¡Basta Ya!" y la ya ex dirigente del PSOE Rosa Díez.
Ese cuarto de siglo ha pasado para mí cuajado de acontecimientos y emociones diversas. Después de aquéllas elecciones del '82 fui elegido concejal en el Ayuntamiento de Bilbao por el partido liberal entre 1.983 y 1.987; participé en el intento -fallido- de crear un partido de centro en el País Vasco que preconizara Jaime Mayor Oreja; me sumé después a la refundación del Partido Popular en esta Comunidad Autónoma, desempeñando el cargo de Secretario General, fui codirector de la campaña de las autonómicas del '90 con Mariano Rajoy y he sido parlamentario vasco por ese partido hasta la actualidad, puesto desde el que tuve el honor de presentar una moción de censura al lehendakari Ibarretxe en el año 2.000.
Más allá de los cometidos y de los avatares he tenido siempre la obsesión en de colaborar en la construcción de un centro político que para mí se encuentra representado en la ideología liberal.
El Partido Popular, producto de la unión de AP con democristianos y liberales, ha tenido desde su origen dos almas diferentes: la derechista -básicamente representada por los primeros- y la centrista -en la que hemos venido trabajando los segundos.
Consciente de que las elecciones se ganan en el centro, José María Aznar orientó el partido desde su refundación al objetivo de ocupar ese espacio. Lo consiguió y ganó las elecciones de 1.996, realizando una gestión admirable que le llevó a obtener la mayoría absoluta en las generales de 2.000.
Ahí empezaría una deriva hacia la derechización del PP. Desconozco las causas de ello -habrá historiadores que las investiguen y expliquen- pero en esa época el Presidente del Gobierno introdujo a España en una guerra, en contra del derecho de gentes en una decisión que se justificaba en la doble impostura de la existencia de armas de destrucción masiva en Irak y la connivencia del régimen de Hussein con Al Qaeda.
Ha habido quien me ha reprochado personalmente el no haber hecho público mi disgusto ante el hecho, una vez que -como dicen los andaluces- iban cayendo los "palos del sombrajo" de las mentiras sobre las que descansaba la operación militar. Bien es cierto que en el País Vasco me ocupaba y preocupaba más en aquéllos tiempos el velar los cadáveres y asistir a los funerales de los compañeros asesinados por ETA, colaborar en los actos de "¡Basta Ya!" y formar parte de los órganos de encuentro entre socialistas y populares en la Fundación para la Libertad, además de algún doloroso duelo familiar. Por otra parte, una vez concluída la penúltima tregua de la banda asesina, la política antiterrorista del Gobierno fue la más adecuada de las posibles.
Pero la deriva derechista ha proseguido, condenando al alma centrista de la organización al ostracismo. Veamos algún ejemplo de lo que digo. El Partido Popular no circunscribe su tarea de oposición al ámbito de las instituciones y ha escogido la calle como el terreno privilegiado para el desgaste del Gobierno -en alguna ocasión para manifestar incluso su discrepancia con resoluciones judiciales-. Sin perjuicio de su opinión respecto de las uniones entre homosexuales -que comparto- riza el rizo elevando recurso de inconstitucionalidad respecto de la ley. Y practica un seguidismo, digno de mejor causa, respecto de la jerarquía de la Iglesia en lo que se refiere a la asignatura de educación para la ciudadanía.
No es necesariamente derechista, aunque sí errática, su actitud en materia autonómica, y no vale para Cataluña lo que parece ser bueno para el País Valenciano.
Hay quien me ha formulado una reflexión en clave familiar -aunque esa persona no proceda precisamente de mi familia-. Según esta, quienes llevamos apellidos de larga trayectoria política nos veríamos obligados a hacer honor a su memoria, trabajando en su mismo campo, ¡como si a las numerosísimas trabas que nos impiden ser libres, hubiera que añadir el lastre que arrastra de las generaciones precedentes!
Pero es que, además, yo no sé muy bien a quien debería parecerme. ¿A mi tío Jorge Semprún, ex comunista y ex ministro de Felipe González? ¿A mi prima Luisa Isabel Álvarez de Toledo, más conocida por "la duquesa roja"? ¿A mi también primo Ramiro Pérez-Maura, cofundador del Partido Liberal? O más atrás, ¿a mi tío abuelo Miguel Maura que, sin dejar la derecha, abandonaría el campo monárquico, adhiriéndose al republicano? O aún más atrás, ¿a mi bisabuelo don Antonio Maura, que cuando pasaba del Partido Liberal al Conservador dijo que "hoy, la libertad se ha hecho conservadora"? -Con razón el hispanista Hugh Thomas ha dicho de nosotros que somos una "peculiar family".
No podría tener la petulancia de afirmar que hoy, la libertad se ha hecho progresista. Liberal bilbaino, como me siento, sé que el liberalismo se ha forjado entre nosotros en contra del carlismo. No podemos por lo tanto caer en la tentación reaccionaria. Liberales -no "neo liberales", que son realidad "neo conservadores"- que han pactado con socialistas en contra de los nacionalistas, como hiciera mi tío abuelo Gregorio Balparda con Indalecio Prieto.
Hasta aquí mi particular árbol político-genealógico. Estoy seguro que ningún ancestro se levantará de su tumba para afear mi actitud. También puedo decir que todos ellos hicieron en su momento lo que consideraron más coherente con su criterio.
En cuanto a mis desencuentros personales y políticos y de la marginación sistemática de que he sido objeto por la cúpula del Grupo Parlamentario a lo largo de esta legislatura, prefiero no extenderme. Forman parte de la lamentable mezquindad que tantas veces se produce en las relaciones humanas. En todo caso diré que siempre he estado dispuesto al acuerdo y a la recomposición de las relaciones. Habrá que pensar, con lógica, que quienes practican el "mobbing" no tienen precisamente un excesivo interés en componer los vidrios que ellos mismos han roto. Lo que aquí escribo se lo he contado a todo el que ha querido escucharme.
Veinticinco años después, y prestados innumerables servicios a ese partido, no hay en mí amargura pero sí consciencia; no hay tristeza, pero sí una voluntad inequívoca de actuar desde lo que entiendo más correcto: colaborar ahora a entregar el testigo a la generación futura desde un proyecto sugestivo o simplemente marcharme a casa. Ese es mi dilema.