lunes, 27 de febrero de 2012

Intercambio de solsticios (329)

- Llamaba para dar una información desde el despacho del Consejero Romerales…
La voz de Román Caldera sonaba firme y convincente a las 4,15 de aquella noche interminable.
- ¿Y quién coño eres tú? –repuso la despachada secretaria de Cardidal-Sotomenor.
- Soy Román Caldera.
- ¡Atiza! ¿Quieres que te pase con alguien?
- Ponme con Santiuste –pidió el espía.
La rubia secretaria entró como una exhalación en la sala de reuniones. Todos los presentes concentraron su mirada en las torneadas piernas de la secretaria de pelo amarillento, que calzaba unos rojos tacones de aguja y corta minifalda del mismo color, pese a que la mujer ya superaba con amplitud la cincuentena.
- Quiere hablar con Román… -explicó.
- ¿Pero quién quiere hablar con Román? –preguntaría Sotomenor que estaba haciendo uso de la palabra.
- Román…
- Román, ¿qué Román?
- Será Caldera –repuso Santiuste.
- ¡Coño! ¡a lo mejor eso nos arregla la noche! –exclamaría el Viceconsejero de Interior.
Santiuste se fue corriendo hacia el teléfono rojo, detrás de él iba Sotomenor.
- ¿Qué dices, tocayo?
- Digo que estoy en el despacho de Romerales. De momento aquí no hay peligro… a estas horas no ha venido nadie por aquí…
- ¿Qué tal ha ido la operación? –preguntó Santiuste.
- Bien. Romerales ha sido herido por nosotros. Bueno, por mí. Fulgencio no ha tenido la misma suerte…
- ¿Lo han… matado?
- Sí, Romerales. ¿Qué hago?
Santiuste observó a Sotomonenor con una mirada interrogativa. Sin decir una palabra, el Viceconsejero arrebataría el teléfono a su segundo.
- Soy Juan Carlos Sotomenor –dijo.
- A tus órdenes, Viceconsejero.
- ¿Qué pasa?
- Pues que le tengo.
- ¿A Romerales?
- El mismito que viste y calza.
- ¡Tráetelo aquí!
Ahora era Caldera el que observaba al Consejero de Interior de Chamberí. Este negó con la cabeza.
- No puedo… está fuera de combate y es un peso muerto. Ya he intentado moverlo, pero no me es posible.
- Pues vamos a ver si podemos ir nosotros. Espera un momento.

viernes, 24 de febrero de 2012

Intercambio de solsticios (328)

- El siguiente capítulo de la saga daría comienzo ese mismo día 27 de abril –informó equis-. Y lo producía ahora el hermano menor, Santiago.
- Vamos a él, entonces –sugirió Brassens.
- Empezaba diciendo que había seguido con atención el intercambio de mensajes en el que creía que todos habían dado su opinión. Y, como quiera que él vivía más lejos, había preferido oír la opinión de los demás antes de dar la suya.
- Una mera justificación. Desde el momento en que no se habían reunido, estaban todos a la misma distancia unos de otros.
- Por lo menos los que no vivían en Valladolid, en efecto –aceptaría equis-. Pero continúo. Lo primero que decía Santiago era recordarles a todos que e estaba tratando del cuidado de su madre, que está muy mayor y muy bien cuidada, siempre según su opinión…
- Tan bien cuidada que no se podían reunir en un fin de semana sin que uno de ellos estuviera acompañándola.
- Bien. Pero sigamos. De esa circunstancia del cuidado habría que agradecerlo a los hermanos que vivían en la residencia materna, o sea, Pilar; y, por extensión, a quienes lo hacían en Valladolid. El tiempo que le queda debe ser lo mejor posible.
- De modo que el hermano pequeño se convertía en el máximo consejero aúlico familiar –comentó Brassens.
- Pero Santiago entraba ya en materia: había que estudiar la situación.y empezaba con la venta de la casa en la localidad contigua a Valladolid. A ese respecto decía que se disponía de una oferta de 390.000 euros, ampliable a 400.000. Nuestro objetivo realista, seguía Santiago, era vender entre 412.000 y 415.000 , porque así quedarían 400.000 netos…
- ¡Será si se puede! –exclamó Brassens.
- Sí. Y seguía que si se sacaba más era mejor, pero que no creía que fuera posible. A este respecto pensaba Santiago que la venta de esa casa estaba ya hecha en la práctica, que estaban demasiado cerca para que no se llegara a un acuerdo.
- Eso era todo en cuanto a esa casa.
- A continuación pasaba a referirse al apartamento que les quedaba en el barrio de Salamanca de Madrid. En este sentido Santiago recordaba que había presentado una oferta sujeta a condición: que todos los hermanos, sin excepción, estuvieran de acuerdo. Como la condición no se había cumplido, él retiraba formalmente su oferta. No había acritud por su parte.
- Bueno…
- La historia es más larga, pero todo llegará –dijo equis-. Pero seguimos con el correo del 27 de abril de 2.010. Santiaago pasaba a referirse ahora al capítulo de ingresos y gastos en la casa de Valladolid.

jueves, 23 de febrero de 2012

Intercambio de solsticios (327)

Bilbao, 16 de diciembre de 2005

Querida Lorsen:

Como te contaba en alguna de mis cartas anteriores hace pocas fechas que se murió Antonio Redondela. Yo le visitaba en su casa, después de que sufriera su ataque de hemiplejia, y su situación era ya un cuadro: había perdido buena parte de su consciencia, no podía andar, no veía y la comida que le daban no podía contener azúcar a causa de su diabetes –sabes que esa es una de las malas herencias de don Antonio.
Con motivo de la Navidad le ponía una carta a Mica, su viuda, a quien no conociste. Te la transcribo a continuación:

Bilbao, 12 de Diciembre de 2005.

Querida Mica:

Te pongo estas letras que te llegarán muy cerca de las fechas navideñas, unas navidades que estarán llenas de recuerdos de Antonio. Las navidades, para quienes hemos perdido a un –a unos- seres queridos se transforman –al menos ese es mi caso- en fechas dolorosas que te gustará pasaran cuanto antes: la sonrisa que no te apetece dibujar en tu boca, las felicidades que deseas a los demás sólo por la convención... todo eso resulta muy duro cuando te falta la persona con que pretendías compartir el resto de tu vida y que se ha ido de tu lado, a veces en la sola compañía de tus recuerdos.

Pero hay cosas que al mismo tiempo reconoces. En el caso de Antonio –también en el de Lorsen, a pesar de su juventud- estábamos en presencia de un ciclo de vida que estaba ya agotado y que su desarrollo sólo suponía un sufrimiento permanente para él. El descanso, y bien merecido, por cierto en su caso –en los dos casos, insisto- viene después de una tensa pelea por defender con entereza y con dignidad su lugar en este mundo que ya les estaba echando de él.

El recuerdo no siempre es grato, pero a veces lo es de un modo enorme. El hecho de que hayamos podido tener el privilegio de conocer a personas como Antonio –o como Lorsen- debe constituir para nosotros una parte muy importante del significado de nuestra existencia. Vivimos para compartir, para llorar con los otros... pero también para disfrutar con su compañía, para reír con ellos. Y ahí van quedando esos recuerdos que, si al principio duelen más, luego van transformándose en una especie de ser propio, nuestro. Nos apoderamos del alma de nuestros seres queridos que se han ido, hacemos nuestros sus gestos, sus expresiones, sus ideas... porque somos sus herederos espirituales y no queremos dejar de serlo nunca. De esa forma ellos nunca mueren, porque el recuerdo de sus personas aflora en todo momento, al contacto de cualquier cosa, en nosotros. “La muerte es el olvido”, decía Borges. Y a esa situación nunca podremos llegar nosotros.

Comprendo que te encontrarás fatal. Yo mismo siento una especie de orfandad con la marcha de Antonio. Yo me encontré con él hace ya algún tiempo y se me hizo enormemente simpático. Pero cuando perdí a Lorsen me encontré con alguien que había pasado muchas cosas a las que yo ahora tenía que enfrentarme –la viudedad, entre otras...- y Antonio siempre fue una lección de saber plantear batalla y no ceder nunca al desaliento. Su ejemplo es para mí, y lo será siempre, un estímulo, un camino a seguir.

Y aunque cada vez más la vida nos lleve a más seres queridos allá arriba la esperanza en el reencuentro con ellos se hace más clara, quizás porque sea más necesaria cada día que pasa. Allí están cuidando que no tropiecen nuestros pasos, allí están preparando el momento feliz en que nos podamos abrazar de nuevo.

Y hasta entonces, todos tus hijos; Pilar, mi hija, protegidos por nosotros y por ellos, nos piden, nos gritan que no abandonemos. Porque no tenemos derecho a hacerlo. Ellos, los que se han ido, tampoco lo hubieran hecho.

Estas son, más o menos, Mica las cosas que te quería decir en estas fechas.

Un beso

Y otro para ti, guapa.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Intercambio de solsticios (326)

- Espero que esta situación no dure mucho, la verdad –dijo Vic, moviendo la cabeza en señal de negación.
- ¿A qué te refieres? –preguntó Anabel Rojo, después de propinar un buen sorbo a su bebida-. ¿Tienes algún dato?
- No sé muy bien. Pero Jorge dice ahora que nos encontramos en un punto de no retorno…
- ¿Un punto de no retorno?
- Sí. Esta noche se está librando la madre de todas las batallas, según él. Ganarán unos u otros. Pero el que gane se lo llevará todo...
- - ¿Quiénes están en guerra?
- Los que lo han estado siempre, Anabel: los que están con el orden y la libertad y los delincuentes que pretenden la dictadura y permiten el desorden para hacernos creer que ellos son la solución –resumió Vic Suarez.
- En realidad eso ha pasado siempre.
- Empiezo a pensar que sí. Desde que el mundo es mundo…
- ¿Y por qué precisamente esta noche?
- Lo ves aquí –dijo Vic, señalando con el mentón de su cara hacia el organismo yacente de su marido-. Esta mañana nos despedimos los dos: él se iba a la sede el Consejo local de Chamartín. Estaba bien, es cierto que ayer nos dieron un pequeño disgusto, pero salimos de la encerrona…
- ¿Qué os paso?
- Volvíamos de Guadarrama y nos salieron al paso unos tíos para robarnos o lo que fuera… pero yo apreté el acelerador y me zafé de ellos.
- Ahora es todo como en las películas –opinó Anabel.
- Sí. Te sigo contando. El caso es que esta mañana hubo un enfrentamiento en la Junta de Chamartín. Se dieron una buena tunda; pero Jorge, que es un señor, puso la cara en medio de la trifulca…
- Y se la partieron.
- Que es lo que toca. El caso es que pudo salir del edificio, pero allí poco menos que le dieron un golpe de estado a Martos.
- Nunca me ha gustado ese tío –opinó Anabel-. Siempre me ha parecido un pusilánime…
- Sí –asintió Vic en tono reflexivo-. De hecho, Jorge y Jacobo hacía tiempo que habían dejado de ser amigos… pero les volvió a unir la puñetera política.
- Ya. La política para los que viven de ella. Yo siempre he estado a otras cosas…
- Por cierto, y ya que hablas de otras cosas… ¿qué tal está Santi?
- Hace mucho que no nos vemos. Ahora estoy muy sola –dijo con expresión amarga Anabel-. Pero, termina con tu historia, que me interesa mucho.
- El caso es que me fui a Chamberí, a ver a Cristino Romerales que es amigo de Jorge.
- ¡Qué valiente!
El soniquete del “walkie” de Vic interrumpió su narración.

lunes, 20 de febrero de 2012

Intercambio de solsticios (325)

- Según decía Eugenia –prosiguió equis- ella se ocupaba de las visitas a los médicos, sus recetas, la compra de la casa…
- ¿Lo decía para justificar que ella no iba a poner un euro en la cesta común? –preguntó Jorge Brassens.
Equis lo observó con gravedad. Resultaba evidente que no le gustaban las interrupciones.
- Decía Eugenia que ella se ocupaba del control de las diarias incidencias y de las necesidades de su madre y de la casa.
- Vamos, ¡que a lo mejor había que pagarla un sueldo por su entrega!
Equis seguía en silencio, pero ahora no demostraba una contrariedad ante las manifestaciones de su amigo. Continuó:
- también apuntaba Eugenia que, ante las manifestaciones de su hermano Raúl, debía decir que su común hermano Leonardo aún ocupaba un cuarto y un armario en la casa materna…
- Hilaba fino.
- En efecto. Y se preguntaba que cuánto pensaba poner Leonardo por el uso de ese espacio.
- La estaba liando –comentó Brassens.
- La cosa estaba bastante liada, desde luego. Eugenia decía sentirse dolida ante los comentarios que se habían producido, que le daba la sensación de que no se valoraba lo suficiente su trabajo, ya fuera en horario laboral o no laboral.
- ¿Debía restar ella tiempo de su trabajo a esas tareas? –preguntó Brassens.
- No sé si lo planteas con ingenuidad o como ironía –contestó equis-. Lo cierto es que su dedicación laboral hacía tiempo que era más que reducida y que a eso se debía su traslado a la casa materna.
- Ya.
- Pero el correo continuaba. Lo hacía dirigiendo las invectivas hacia Leonardo. Decía que su propuesto respecto de ahorrar el sueldo de la cuidadora nocturna, es decir “dormir”, entrecomillando esa palabra, alerta; pendiente de si su madre se levanta, y hacerlo todas las noches, no era compatible con una vida normal de trabajo diurna. A eso –dijo equis modificando por un momento la continuidad de su explicación- debo añadir que, meses después, la señora viuda deJiménez se caería cuando se dirigía al cuarto de baño, lo cual obligó a sus hijos a ingresarla.
- ¿Quieres decir que no la atendía demasiado?
- A la vista está –contestó equis-. Y terminaba Eugenia diciendo que, en resumen, ella renunciaba a muchos aspectos de su vida personal, dedicaba horas de su calendario laboral a las necesidades de su madre y de la casa… lo cual afectaba a sus ingresos. Y que llevaba un año y tres meses haciédolo.
- Su resumen es que era una víctima de la sitiación –dijo Brasssens.
- Más o menos. Y te diré que ese correo se lo había escrito, o que lo había escrito gracias a la colaboración de su hermano Gonzalo.

martes, 14 de febrero de 2012

Intercambio de solsticios (324)

Bilbao, 28 de noviembre de 2005.

Querida Lorsen:

En el día de tu tercer aniversario, lejos de decaer tu presencia en mi corazón, esta se acrecienta; y el tiempo, que -según dicen- todo lo cura sólo va tendiendo caminos hacia tu encuentro. Hoy te decía, en la Iglesia de San Vicente, donde acudíamos los dos –sin conocernos todavía- de niños, que me dieras fuerza para resistir, hasta el día en que ¡ojalá! volvamos a encontrarnos en un espacio más grato que el que nos uniera un día. Te lo pedía por mí, pero también por nuestra hija, que aún sigue siendo feliz señoreando ese espacio vital que es para ella la Unidad de Cuidados Intensivos de un hospital.
Pienso que te equivobas al dejarme. Decías que me casaría. “Eres guapo. No tendrás problema”, eran tus palabras. El caso es que, de un tiempo a esta parte no confío en exceso en esa posibilidad. Quizás ocurra que empiezo a ser más consciente de mis limitaciones después de todo. Dejaste en este mundo a un señor con una perspectiva de vida limitada.
No creo que sea una joya para nadie, soy un producto poco apto para esas posibilidades y aunque ponga todo lo mejor que hay en mí para encarar la vida con algún estilo –lo hago por mí, por no hundirme en el pozo de la amargura- hay veces en que se nota que no estoy bien. “Estás preocupado”, me decía Jean-Pierre esta tarde. “No especialmente –le contestaba-. Pero hay días en que tienes la sensibilidad a flor de piel”.
Quizás por eso no he encontrado a nadie que pueda resultar una compañera más o menos definitiva. Y pienso que tampoco me importa tanto. Mi vida resulta tan desordenada como puedo y juego al escondite con la soledad, para que no me interpele sobre mi posición en este mundo y no sepa entonces muy bien qué respuesta darle. Quizás porque en ese momento tenga yo mismo que protegerme de mí mismo –como decía aquel capitán, amigo de Ludwig segundo de Baviera, en referencia a ese rey.
Sólo estoy tranquilo cuando estoy contigo, en sueños. Incluso cuando, como en la otra noche, soñaba que tú conducías un coche en el que viajábamos los dos, y que por culpa de la excesiva claridad del día perdías el camino y nos despeñábamos. La sola idea de compartir la muerte contigo me hacía concebir ese sueño, no como una pesadilla, sino como un hecho reconfortante.
Unas semanas se suceden a otras. Los sábados y domingos los programo para no tener un segundo de tiempo en qué pensar, más allá de los asuntos que imponen mi actividad diaria. A veces pienso que puedo llegar a enfermar, pero no me importa, ya te digo que la idea de la muerte no me preocupa -sí lo hace la idea del sufrimiento, del deterioro que me conduzcan a ella-. Sólo quiero llegar al descanso definitvo consciente de que he hecho todo lo que debía, que he bebido de la copa de la vida hasta las heces.
No me preocupa, no. No creo que necesite a una mujer que me cuide, que me acompañe, que me haga algún que otro arrumaco... Preludio todo ello de la mujer que me quite los mocos, me lea los libros y lleve los míos al ordenador, o conduzca mi coche... de ruedas. No quiero ser una carga para nadie, no lo soy aún, pero creo que lo puedo ser en un plazo no tan largo.
Son cosas que a ti te pedía. ¿Te acuerdas? “No te vayas. No me dejes ahora”. Pero te marchaste. Errada en tu diagnóstico. Porque tres años después aún puedo escribirte esta carta, sólo, en una noche más, sin que nadie me llame, nadie recuerde tu adiós –sólo mi hermana Carmen, pero sin atinar, con una semana de antelación-, sin que nadie pueda ya solidarizarse con mi pena de esta velada otra vez triste.
Grabaré esta carta. Te la mando con uno de esos besos de enamorado que te daba cuando éramos novios, cuando todo eran ilusiones y esperanzas, cuando éramos tan felices como jamás lo volvimos a ser.
Y espero -¡me gustaría tanto!- que tú misma, mi abuela Eugenia y Alfonso Zunzunegui me organizárais un buen festejo de recibimiento el día en que me toque acercarme hacia donde estéis.

lunes, 13 de febrero de 2012

Intercambio de solsticios (323)

Francisco de Vicente había desaparecido con la pesadez de movimientos que afecta a los organismos corpulentos, quizás en exceso gruesos, y cansado por la interrupción de su sueño. Romerales quedaba una vez más junto al cadáver de su agresor y en la compañía del otro.
- Bien –dijo Romerales dirigiéndose a su interlocutor-. Ahora nos vamos a otro despacho.
- ¿Y qué hacemos con Fulgencio? –preguntaría Caldera señalando con el mentón a su compañero.
- A ese lo recogerán mañana… o lo haremos más tarde nosotros, no sé -repuso el Consejero de Interior.
- Si quieres lo hacemos ahora –propuso Caldera.
- No. Todavía no fío de ti.
El agresor movió los hombros en señal de ambigua conformidad.
- Como quieras –dijo.
- Estábamos en que tienes la disposición de actuar como agente doble… -empezó Romerales.
- Sí.
- ¿Y qué me sugieres para ello?
- Dispongo del código secreto del jefe de policía de Chamartín.
- ¿Qué instrucciones tenías –preguntó Romerales.
- Hacerles una llamada tan pronto hubiera alguna novedad.
- ¿Desde dónde?
- Desde aquí mismo. Se suponía que te matábamos o te apresábamos…
- ¿Utilizaríais el teléfono rojo de contacto?
- Sí. Ya sabíamos cómo funcionaba la cosa.
- Bien. Tú le llamas. ¿Y qué le dices?
- Lo que tú quieras que le diga –aseveró Caldera.
- ¿Y cómo sé que no le vas a dar una pista?
- Es muy fácil: tú me dices las palabras que debo pronunciar y yo las digo. Eso es todo.
Romerales permaneció en silencio durante unos segundos. Dudaba.
- Mira. Yo no le debo nada a nadie. A Sotomenor menos que a ninguno –dijo Caldera en un tono que parecía sincero-. Es un tipo que carece de toda moralidad.
- ¿Y tú? ¿cómo sé yo que tienes tú eso que llamas moralidad?
- No la tengo tampoco. Pero estoy en tus manos, de modo que estoy dispuesto a hacer lo que me pidas.
“¿Qué haría?, pensó Romerales, ¿llamar a Juan Andrés Sánchez para recabar su permiso? Lo cierto es que todavía no se fiaba de Caldera.
- Bien. Vas a hacer esa llamada –resolvió finalmente el Consejero de Chamberí.
- Espero instrucciones –aceptó Caldera.
- Quiero que sepas que te voy a poner la pistola en la cabeza –dijo Romerales-. En el caso de que digas algo que me parezca inconveniente ya sabes lo que te va a pasar. Y quiero que te des cuenta de que no me importa un rábano tu vida…

jueves, 9 de febrero de 2012

Intercambio de solsticios (322)

- Y Raúl –continuaría equis- terminaba con una especie de admonición como de hermano mayor.
- Es que lo era… -objetó Brassens.
- Lo era, en efecto. Y lo aseveraba en el final de su correo.
- ¿Qué decía?
- Que si acometían el problema en aquel momento, dispondrían de una fórmula que les serviría para el futuro y que les mantendría unidos, responsables y solidarios en la solución de un problema de familia. Su última frase era: sin duda, todos nos sentiremos mejor.
- No estaba mal.
- Por su parte no estaba mal. Pero aquí no concuía la historia –indicó equis.
- Pasamos al siguiente capítulo.
- El siguiente capítulo era un correo de Eugenia Jiménez esa misma tarde.
- Me interesa lo que dijo –afirmó Brassens.
- Empezaba con una especie de justificación. Decía que antes de recibir todos esos correos y motivada por la presencia de Alberto y de todos los arreglos que se debían hacer a causa de la inundación…
- ¿De la inundación?
- Hubo una fuga de agua que afectó a la casa de Valladolid –explicaría equis-. Eugenia decía que, antes de todo eso, pensaba en convertir el cuarto de servicio en su dormitorio.
- Se refería al cuarto en que dormían las mchachas de la casa.
- Así es. Pues bien, así Eugenia dejaría libre la habitación que ella ocupaba en la actualidad. De esta manera, continuaba Eugenia, la casa seguiría abierta a todos los hermanos que vivían fuera de Valladolid.
- ¿Y no estaba abierta? –preguntó, de modo un tanto irónico, Brassens.
- Por lo visto no de manera suficiente –repuso equis siguiendo la ironía-. Decía Eugenia que lo había consultado con su madre y que esta estaba de acuerdo. Agregaba que el mobiliario iba a correr de su cuenta.
- Bien. Era lógico, ya que se había sacado a la luz la complicada situación del patrimonio materno.
- Seguía Eugenia diciendo que estaba sorprendida por las propuestas, según las cuales, los que usaban la casa de Valladolid, debían pagar –explicó equis.
- Estaba sorprendida.
- Decía Eugenia que ella no había ido a la casa sólo para vivir en ella.
- No lo había hecho para vivir. ¿Para qué lo había hecho entonces? –inquirió Brassens.
- Decía que se lo había pedido su madre, quien había tardado más de un año en convencerla, por lo que eso implicaba de renunciar a su intimidad, de recibir a sus amigos, de invitar a cenar…
- Una gran vida social, como Alaska…
- Y los Pegamoides –completó equis la frase-
- Eugenia decía ocuparse de su madre todas las noches en que la mujer que dormía en la casa no iba, los sábados y domingos por la mañana…
- Pero eso era por la pésima gestión patrimonial: demasiado dinero y, sin embargo, un dinero que no cubría todas las necesidades.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Intercambio de solsticios (321)

Bilbao, 16 de octubre de 2005.

Querida Lorsen:

No sabía muy bien si escribirte una carta o agregar el texto que luego desarrollaré a un libro de cuentos que me propongo completar, quizás con el título de “cuentos desordenados”. Finalmente lo hago como carta, porque, en realidad, se trata de eso.
Te lo decía en el poema que te dedicaba en mi última carta, cuanto más quiero alejarme de esa parte de tu recuerdo que me pesa como una losa, o me hace daño como una espada, más me acerco a ti.
He comprendido que tú estás en mis últimas decisiones personales que , no podrían nunca constituirse en una huida de ti.
Cuando decidí hacer un regalo a mi hermano Raúl y a Paula, por su boda, y nuevamente salirme del marco del regalo familiar –cosa que ya me criticó mi hermana Carmen -con la cual mi relación, como el Guadiana, aparece y desaparece-, pedí que enmarcaran una xerigrafía tuya dedicada a mi abuelo Juan Carlos. Excuso decirte lo encantados que estaban los dos. De esa manera te hice estar presente en los prolegómenos de la boda. Fijada tu obra –ves que sólo suelto cosas muy contadas tuyas y en muy especiales ocasiones- en su casa de Sitges, de la que la descolgarán para llevarla a su nuevo chalet en Madrid, según les ha pedido mi madre.
Luego tenía que decir unas palabras en el día de su boda, como padrino –o testigo- de la misma. Evoqué el momento en que conocí a Paula, en ese fin de año que pasamos en Arrechea, y cité tu nombre y el de tu padre. Después dediqué un recuerdo sin nombrar a todos los seres queridos que no podían encontrarse presentes en ese momento. Tú ya estabas citada.
La decisión de vender en Lanzarote y comprar en Sitges tiene que ver también contigo, salgo de ti y vuelvo a ti, para acercarme a la gente que te quiso –como también me quiere a mí- y que conserva tu recuerdo de esa manera tan cariñosa y grata. Por cierto que el fin de semana pasado tomé la decisión de comprar un ático situado en la mitad del pueblo, en una calle peatonal muy tranquila y a dos pasos de la estación.
El calendario me va acercando a tu tercer aniversario. Tus recuerdos a veces surgen de una manera implacable y se alzan frente a mí como si pretendieran agredirme, recordándome lo torpe que pude ser contigo. Otras veces aparecen de una manera amable, simpática, feliz. Incluso, en ocasiones –ayer mismo- surges en mis sueños acompañando mis pasos como si de verdad siguieras junto a mí, nunca como un cadáver, ni siquiera como una enferma a la que, ¡ay!, ya no es posible curar.
Ese es el recuerdo al que me aferro con todas mis fuerzas. Creo que es el más consistente de los que dispongo. Pienso que nunca podré encontrarme con una mujer que me pueda querer tanto como tú me quisiste, y quizás por eso ya no tengo excesivo interés en buscar nada. El que busca encuentra, y lo que estoy encontrando es posible que no merezca toda la pena del esfuerzo invertido en ello.
Por eso continúo en la decisión de modificar mi vida en la consecución de mi propio interés, sin pensar en la compartirla de nadie. No hago nada para evitarlo, sin embargo, pero tampoco lo persigo.
Te sigo percibiendo cerca de mí. Me gustaría que así fuera, de verdad. Quizás sea eso suficiente para colmar todas mis verdaderas necesidades de afecto.

Un beso.

martes, 7 de febrero de 2012

Intercambio de solsticios (320)

Habían llegado. Finalmente el matrimonio Brassens –dos personas que parecían más bien un homenaje al desfallecimiento humano- se encontraban frente a la puerta de una casa del Paseo de la Habana.
Vic pulsaría el timbre del portero automático. La respuesta no se producía, así que tuvo que llamar al menos dos veces más.
Una cascada voz que parecía surgir de la ultratumba contestó de manera tan breve como nerviosa:
- ¿Quién es?
- Anabel. Soy Vic.
- ¿Vic? ¡Qué raro, tú por aquí!
- Vengo con Jorge. Estamos en apuros. Abre, por favor –susurró, más que dijo, la mujer de Brassens.
Esta vez contestó el soniquete del dispositivo de apertura del portal.
Subieron por las escaleras: el ascensor se encontraba definitivamente fuera de servicio. Jorge Brassens no sabría explicar nunca cómo consiguió llegar a ese cuarto piso.
Anabel Rojo había entornado la puerta. Frente a ella, unos segundos después, el matrimonio Brassens.
- Está agotado –resumía Vic-. ¿Puedes dejarle que se siente?
Sin pronunciar una palabra, Anabel abría la puerta que conducía al salón de su casa. Dando unos tumbos que hicieron peligrar la restante decoración de la casa, Jorge se desplomaría literalmente sobre el sofá.
- ¡Pobre! ¡Le han dado una paliza de muerte esta mañana! –dijo Vic dirigiendo su mirada hacia el organismo exhausto de su marido.
- Tengo aún un poco de whisky y una lata y media de Coca-cola Light… ¿Quieres un poco? –propuso Anabel.
- Bueno. Sólo mojar los labios –asintió Vic-. Esta noche está siendo muy larga.
En tanto que Anabel preparaba las bebidas, Vic encendía un pitillo.
- Y luego me explicas lo que ha pasado… Es un tanto raro verte por aquí –dijo Anabel.
Vic dio un par de bocanadas a su cigarrillo antes de contestar.
- Sí. Han pasado ya un par de años que no nos vemos…
- Por eso.
Anabel Rojo ya se había sentado, encendido su cigarrillo y bebido un amplio sorbo de su combinado.
- ¿Sabes algo de tus hijos? –preguntó Vic.
- Nada. es desesperante –contestaría Anabel haciendo un gesto dramático.
- Y ahora, ni siquiera podríamos intentarlo con nuestra policía… -observó Vic.
- Algunas veces llego a creer que se los han llevado ellos…
- ¿Pero para qué?
- No sé, Vic. Cuando dejo de hacer cosas me pongo en lo peor.

viernes, 3 de febrero de 2012

Intercambio de solsticios (319)

- Si es que eso era lo más sensato –asintió equis-. Raúl continuaba en que la postura de Gonzalo era muy buena, con su propuesta de contribuir con 200 euros por el uso de la casa de Valladolid. Alberto, según Raúl, indicó también que pensaría en una contribución, lo cual también estaba muy bien. Al mismo tiempo, Gonzalo y Carmen enviaban mensajes diciendo que Eugenia no podría contribuir. Pero esta última, Eugenia, no decía nada. Estaba como a que pasara la tormenta y regresara la calma, a su juicio.
- Buena frase.
- Raúl creía que Eugenia debería hablar claro, porque ella ocupaba una habitación y un despacho para ella sola en Valladolid. Y añadía que le parecía muy bien que hiciera cosas por su madre, pero también las hacían Alberto, Carmen y Gonzalo. Y además que las cosas que hace no suponían ningún ahorro en los gatsos fijos de su madre.
- ¡Buen tortazo! –exclamó Brassens.
- Pero seguía en que si Eugenia decía que no podía incurrir en ningún gasto, él mismo sería el primero en asumirlo. Pero entonces habría que buscar alguna otra fórmula en que todos cotizaran, en las partes que se acordaran , a fin de encontrar una solución armoniosa.
- ¿Apuntaba la solución?
- No. Por el momento –contestó equis-. Decía Raúl que la solución que proponía Alfonso, y remarcaba que con todo respeto, no le parecía realista que cada uno hiciera lo que pudiera, porque se parecía mucho a la práctica de las colectas “para los pobres y enfermos de la colecta”. Y que así al final no se solucionaba nada.
- Otro buen golpe.
- Pues sí. Daba unos cuantos. Insistía en que había que buscar una fórmula razonable en el asunto de los gastos, porque le parecía que mantener un gasto que estaba clarísimamente por encima de las posibilidades maternas, no iba a suponer sino ocasionar problemas en un horizonte no lejano, problemas que sin duda habría que afrontar en una situación mucho peor que la presente.
- Bueno. Más de lo mismo –observaría Brassens.
- Seguía en que, en cuanto a la fiesta del 90 cumpleaños de su madre, Eugenia no había dicho nada en lo relativo al reparto de los gastos.
- Es que daba siempre la callada por respuesta.
- Siempre –concedió equis-. Aunque estas alusiones tendrían su observación. Pero Raúl decía que ni siquiera se sabía a cuánto ascendían esos gastos. Y se lo preguntaba directamente.
- Estoy ansioso por saber lo que contestaba Eugenia a todo eso.
- Todo llega. Raúl terminaba su correo con un párrafo en que llamaba a la urgencia en la toma de decisiones. Que, una vez que se vendiera la casa sobre la que había una oferta, la situación se aliviaría de modo temporal. Pero que, si no se tomaba ya alguna medida, habría que tomarla más adelante y en una situación bastante más angustiosa.

jueves, 2 de febrero de 2012

Intercambio de solsticios (318)

Lanzarote, 3 de septiembre de 2005.

Querida Lorsen:

Bien sabes que la reducida cadencia de mis cartas nada tiene que ver con la comunicación que mantengo contigo, que es permanente. En realidad, vengo a pensar que estas cartas constituyen más bien una especie de actas notariales en que se fijan episodios de tu ausencia. Precisamente, de lo que quería escribirte hoy es acerca de tu presencia en mi vida cotidiana.
Pero lo haré a través de episodios concretos, más allá de las filosofías que son las conclusiones generales que producen esos hechos.
Empezaba este verano de 2005. Yo volvía de Florencia –por cierto, no pude ver a Bona, su teléfono no contestaba- y me esperaba una petición de cita de mis hermanas para hablar de Pilar. Hablé con ellas. Me decían que, precisamente durante mi ausencia en Italia, habían conectado con un antiguo compañero mío en el colegio que es especialista en llevar casos de gente discapacitada. Una chica dependiente de este podía encargarse de visitar a Pilar. Y es que mi hermano Raúl se casaba, por fin, con Paula, después de un largo proceso de divorcio, y durante los días en que viajábamos a Sitges para asistir a la boda, Pilar carecería de visita familiar. Sin cortarse un pelo le habían presentado a nuestra hija a mi ex compañero de estudios y a su pupila. Te puedes imaginar cómo me puse. Luego hablé con ese chico, que me dijo que esas visitas vendrían a costar –Seguridad Social incluída- 350.000 de las pesetas antiguas al mes –por diez horas semanales, una ganga.
Mi amigo Jean Pierre, a través de su hija Paula, que está estudiando enfermería, me daba la solución para esta necesidad, con un desembolso bastante más reducido. Yo les había dicho a mis hermanas que lo que Pilar necesitaba, en todo caso, eran visitas, no una técnica diplomada para nada. Claro que Pilar prefería a la otra, siempre ha sido así nuestra hija.
Noté, sin embargo esa aparición estratégica tuya que se hace presente en estos momentos difícles para mí. Inés Obieta me llamaba para hablarme de Pilar. Me hizo un diagnóstico muy similar al que yo había hecho y se ofreció para que tuviéramos una reunión en la que suavizar el asunto. Según ella –y según yo mismo-, Pilar estaba llegando a la obsesión con el asunto de las visitas, producida en primer término por mis hermanas y asumida por ella de tal manera que se proyecta ahora sobre Carmen y Eugenia como una obsesión que es ya suya. O sea que, en pocas palabras, nos estábamos volviendo todos locos.
Y eso que, una vez que Paula Gómez empezaba a visitar a Pilar, tanto Eugenia como Carmen estaban allí. De modo que ni siquiera era necesaria semejante fórmula -hubiera bastado con tres o cuatro días.
En todo caso, para desagobiar el asunto recurriré al voluntariado en tiempo normal –Fede Albízuri, con el grupo de amigas de sus hijas: sabes de la eficacia del Opus y la Cruz Roja, a través de una cuñada de Jean Pierre.
Luego fui a Sitges. Durante mis paseos por la playa llegué a la conclusión de que debía cambiar de población costera para mis vacaciones. La proximidad con la familia a la que quiero –mi hermano Raúl, quizás la única referencia que me queda en este sentido.
Sobre este particular escribí un poema que me gustaría transcribir:

REMAIN

Siento como si me cubrieran
Brochazos de aire,
Una fina capa blancagris
Sobre mi cabeza.
Me libero por el aire
Para decirte
Otra vez
Para preguntarte
Más bien
¿Por qué?
Pero algo me dice
Que empiezo a desconfiar
De las mujeres

Altas y bajas
Tontas y listas
De clases altas-medias de todos los segmentos-clases populares
Gordas y delgadas
Tetas altas y bajas
Pechugonas y fláccidas
Tristes y alegres

Desconfío de ellas
Porque después de ti
Se impone el fracaso
Y las hay que me piden
Lo que no les puedo entregar
Y a veces soy yo quien demanda
Lo que no me pueden dar.

Después de ti
Suenan mis “sonidos del silencio” particulares.
Hay una permanencia en los luchadores
Como me pasa a mí también.
Por lo que he resuelto,
-Aunque provisionalmente-
Que voy a hacer solo el camino
O en compañía de alguna chica alegre
Y pensaré en ti
Que cuando te fuiste
Empezaron tus recuerdos
Mis añoranzas
Por eso dije que no te encontrabas
En estos –aquéllos- momentos
-Cuando se casaba tu amigo
Y tu cuñado-
Que no te encontrabas ya
Porque quería decir que sí
Que estabas
En esos momentos
Aunque ya te hayas ido
Mucho antes
-Es evidente que mucha gente no me entendió-.
Doy por terminada esta fase
Ya no voy a obsesionarme
No voy a pretender
Buscar en las mujeres
Hechuras de mi personalidad
Si llega algo
Bien
Si no
También
Y me voy de Lanzarote
Para encontrarme con mi hermano
Al cabo
La familia que me queda
Quizás porque huyo de ti
Para encontrarme otra vez contigo
Como siguiendo el camino gris
De la pólvora
De los fuegos de artificio
Un camino que
¡Ay!
Me podría llevar a ti
Quizás demasiado rápidamente.

Cumplió Pilar sus años –18- con la felicidad que acostumbra y me fui para Lanzarote. Pensaba en alquilar el apartamento para pagar con ese importe la hipoteca de Sitges. Pero me esperaban ahí, como escondidos permanentemente entre las rendijas de la casa, tus recuerdos como fantasmas que se hacían presentes nada más que abría las ventanas, recorría la playa que paseábamos juntos y se sentaban junto a mi en los restauranes donde comíamos juntos. Así que me fui hacia una inmobiliaria para preguntar por el mercado de venta. Al volver a casa, esa noche, se presentaba el propietario –figúrate, desde octubre de 2001 no lo habíamos conocido- para pedir mi consentimiento para realizar alguna mejora en la vivienda. Tú te hacías presente otra vez para hacerme la vida más fácil, para subrayar con tu consentimiento las decisiones que tú crees que son correctas –lo mismo que me ayudas a encontrar mi lugar en los casos en que he metido la pata, que han sido algunos.
Así que te escribo para decirte no sólo que me acuerdo de ti, lo que es más que obvio, sino que sé que no te has ido. Recuerdo que te decía que no me dejaras nunca. Y me decías que no. Luego te reprochaba que te hubieras marchado. Ahora debo rectificar una vez más: estás aquí, me ayudas, me acompañas. Te siento –quizás un poco lejos- pero estás, como bullendo allí donde te encuentres, inquieta todo el rato para que las cosas me vayan bien, a mí, a Pilar, hasta que llegue el momento en que también nosotros tengamos que partir. ¿Nos encontraremos entonces? No consigo ¡ay!, creerlo, pero nada me gustaría más.
Y también esa presencia me tranquiliza en relación con las mujeres, como si ya no hiciera falta cubrir una ausencia que, en realidad, no lo es tanto. O que simplemente no lo es ya.

Un beso.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Intercambio de solsticios (317)

Literalmente arrastrado por su mujer, Jorge Brassens debía levantarse del pútrido sofá que ocupaba –una más incómoda alternativa a su siempre grata cama- para salir de aquel apartamento.
Tomaron nuevamente la calle Francisco de Goya y, amparados por las sombras de una noche que estaba más negra que la boca de un lobo –la iluminación nocturna ya hacía tiempo que había desaparecido en los barrios del antiguo Madrid-, el matrimonio Brassens-Suárez describía una curva hacia la derecha, toda vez que llegaban a la avenida de Alfonso XIII.
Afortunadamente no se veía un alma. Vic tuvo entonces la duda de si sus perseguidores habían abandonado esa tarea, pero ya no cabía volver hacia atrás.
Torcieron nuevamente hacia la derecha, por una calle paralela y más estrecha que el Paseo de la Habana, que le servía de referencia. El silencio de la noche podía resultar tranquilizador, pero Vic Suárez se encontraba muy preocupada y el miedo se había adueñado de ella. Temblaba como las ramas de un sauce movidas por el viento, pero no era sólo su organismo friolero el que se resentía en el frescor de la noche, era además el temor por lo desconocido.

- No contesta –informó Cristino Romerales.
- A lo mejor es que está en peligro. Voy para allá –expresó resuelto Francisco de Vicente.
- Ten cuidado –le aconsejó Cristino.

Entretanto, Juan Carlos Sotomenor, una vez que su jefe dirigía sus apesadumbrados pasos hacía el antro que alojaba a las prostitutas de la otrora sala “VIP” de la estación de Chamartín, agrupaba sus papeles antes de poner una comunicación telefónica interna.
- ¿Román?
- Díme, Juan Carlos.
Román Santiuste era el número tres en el Departamento de Interior del Consejo de Chamartín.
- Reúne a todos los efectivos que tengamos y ven con ellos –ordenó Sotomenor.
- ¿En cuánto tiempo, jefe? –preguntó Santiuste.
- Son ya las tres y media de la madrugada… Si te das un poco de prisa a lo mejor podemos descabezar un sueñecito antes de que todo esto empiece.
- Vale, vale. Espero que nos podamos ver en… ¿un cuarto de hora?
- Vale. Me parece bien.

Y el matrimonio avanzaba pesadamente por las calles de Madrid. Algunos bultos en algunos rincones denotaban la presencia de vagabundos que dormitaban al escaso abrigo de los soportales y los apenas entreabiertos portales de las casas. Vic los evitaba, conduciendo a su marido ora hacia la calzada, ora hacia la acera. Lo auguraba la letra del tango argentino: “Silencio en la noche/Ya todo está en calma/El músculo duerme/La ambición descansa”.
La ambición sí, pero ellos no: tenían todavía algo que hacer.