martes, 15 de marzo de 2011

Intercambio de solsticios (146)

Vic Suarez se instalaba al volante de su Volkswagen Golf gris plateado. No, no había llamado a Huang. Haría la gestión ella sola. Y eso que el asunto tenía su riesgo: el Madrid de los barrios en que se había convertido la otrora capital de España era como una tela de araña que atrapaba a todos los que se aventuraban en sus redes.
Pero Vic desconfiaba de ese chinito que iba de amigo de su marido. Los chinos hablan poco español –o lo parece-, lo entienden todo y hacen lo que les da la gana, pensaba ella. Y ese “lo que les da la gana” puede perfectamente consistir en irle con el cuento a Cardidal, de modo que no sólo este conocería de las intenciones de Jorge Brassens, sino también abortaría la llegada de la información al Distrito de Chamberí… o instrumentaría la comunicación al mejor provecho propio. Según su marido, no les faltaba inteligencia.
El coche estaba aparcado en el garaje –relativamente seguro- situado en el sótano de su casa. Rápida, como era ella, subió la rampa como una exhalación.
El sentido del tráfico la obligaba teóricamente a girar a su derecha, en dirección a la avenida de Alfonso XIII, pero ella prefería evitar las calles más anchas, de modo que se lanzó hacia su izquierda para dirigirse a la embajada de Cuba, junto al Paseo de la Habana.
Tuvo suerte. No había tráfico ni patrullas que impidieran su paso.
En la confluencia de Alfonso XIII con el Paseo de la Habana torció a la derecha, en una maniobra tolerada por las antiguas señalizaciones. Volvió a torcer a la derecha con la intención de atravesar la avenida de Pío XII, y llegarse hasta la calle Génova en paralelo a los viales del Príncipe de Vergara, Serrano y Velázquez.
Pero Pío XII era una calle muy ancha, aunque jalonada de colegios y embajadas, desiertos los unos y abandonadas muchas de las otras, parecía un monumento a la construcción solitaria, algo así como una Brasilia rediviva.
Detuvo su coche un instante. Sabía que la maniobra que iba a hacer estaba más que prohibida. Miró a un lado y hacia el opuesto: no había un alma en aquel preciso momento. Así que atravesó la avenida silenciosamente, para no advertir de su presencia a nadie.
El Volkswagen Golf buscaba la primera entrada a su derecha por Pío XII. Cuando la encontró se sumó a la misma. Un viandante la observaba fijamente, con la prevención lógica de quien no sabe si ese coche constituía en realidad más un arma de agresión fatal que un instrumento de trasporte. Tampoco Vic Suárez las tenía todas consigo respecto del peatón. ¿Tendría un arma disimulada entre sus ropajes desastrados?
Aceleró. El coche respondía bien, pese a que los talleres ya no se ocupaban de su mantenimiento.
La ventaja de la decisión que había tomado Vic respecto del trayecto a seguir la constituía la falta de gente, la desventaja sin embargo la tenía la acumulación de obstáculos a sortear: desaparecido el concepto de basura en aquella ciudad, las bolsas abiertas y su contenido esparcido por las calles la obligaba a realizar toda suerte de maniobras para esquivarlas. Era una especie de carrera de obstáculos.
No supo muy bien adónde fue. Al torcer una calle le salió al encuentro una vaga forma humana, algo marrón que se plantaba justamente delante de su coche.

1 comentario:

Sake dijo...

Cuando caminamos ¿sabemos donde vamos? y cuando conducimos ¿sabemos dónde vamos?, en realidad nos transporta nuestra casa Tierra y no necesitamos ni aprender a andar ni a conducir.