martes, 31 de julio de 2012

Intercambio de solsticios (413)

- Y ya sabes -advertía Bachat a Sotomenor-. Como hagas el menor gesto, estas fuera de juego... Sotomenor no musitaba palabra alguna. Pero, en su interior meditaba la mejor manera de desprenderse de la incomoda captura que ejercía sobre él su homologo. Claro que no era fácil: el saharaui estaba dotado de una considerable envergadura, se le veía ágil -a pesar de todas las contrariedades y privaciones que sin lugar a dudas le habría supuesto la dura vida que había llevado hasta entonces, y que las extremas condiciones de ese 2.013 imponían sobre cualquier sujeto que no se hubiera escapado de la gran urbe para alojarse en los siempre cómodos reductos rurales-. Debería aprovechar un descuido, preparar un plan para cuando llegaran los suyos... hacerles una seña, tal vez. Pero, como era habitual en él, Sotomenor negaría con la cabeza ante esa sola idea. No, esa gente la había tenido que reclutar entre la peor ralea posible. Tipos de aluvión, viejos policías corruptos que se unían a los delincuentes de antaño... Solo se movían por una buena causa: el dinero, el sexo. En todas las demás tareas eran prácticamente nulos. Unos vagos. Bachat observaría el gesto de Sotomenor. - Veo que te queda aún alguna duda -le espetó-. No la tengas. Para el éxito de la causa que representamos, tu muerte seria una buenísima noticia; y yo, ya sabes, soy perfectamente sustituible. Estaba dispuesto a morir matando. Era de esos viejos guerreros que valoraban por encima de todo su condición de componentes de un grupo, su integración a una causa en la que creían por encima de todo, a la que se abandonaban enteramente. "El éxito de la causa", le había dicho. ¿Se podía luchar contra esa clase de gente? Ellos no, Sotomenor y los suyos eran partidarios de otra reflexión: su causa no era la deChamartín, ni la recuperación de la civilidad, tampoco su consecuente abandono de la barbarie. Su causa eran ellos mismos. Y su lema, el mismo que el padre Sieyès, a quien, preguntado qué había hecho durante los largos y turbulentos años de la revolución francesa, respondía con una sonrisa: "J'ai vecu". A una seña de Jacinto Perdomo -Cristino Romerales había resuelto no separarse un solo segundo de Damián Corted- descendían del Porsche todo terreno los tres ocupantes que restaban. Y con un paso relativamente vivo se llegaban a la otrora sede del Partido Popular. - Óyeme, Cristino -le dijo Perdomo, toda vez que los Brassens y Paco de Vicente habían entrado al "hall" de la oficina central de Chamberí-. ¿Crees que este es un lugar seguro para Jorge? - Quizás no -contestó eñ aludido-. Pero da más o menos igual. Si salimos de esta tenemos una oportunidad. De lo contrario, no hay quien nos salve.. ¿No crees? - No lo sé -repuso el militar-. La vida me ha enseñado a limitar los riesgos. Y que estemos todos juntos aquí no deja de ser un riesgo... - ¿Y qué me sugieres? - Llevármelos a casa. - No lo sé. Deben estar al llegar...

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