miércoles, 1 de agosto de 2012

Intercambio de solsticios (414)

El día de San José, del padre, regresamos de Arrechea para poder dar un beso a nuestra hija. Lorsen ha comprado dos cosas en la tienda de recuerdos de Roncesvalles, para que Pilar pueda regalar algo a su padre en ese día. El panorama de la UCI en ese día es pavoroso. El hijo de Julio, trasladado a la sala de los crónicos, aguanta contra todo pronóstico, pero puede morir en cualquier momento. Y David, chilla como un poseso hasta cuando le toman la tensión. Pero Pilar está feliz. Mañana recibirá su primera comunión. Llega el día en que Pilar va a recibir sui primera comunión. Su madre se despierta particularmente nerviosa. No quiere desayunar. Como siempre se le acumulan las tareas: Tiene que dejar a los perros en casa de mi suegro, volver a casa para arreglarse y recoger a mi madre, antes de llegar al hospital. En todo caso le conmino a que se tome una taza de leche. Mis tareas son más livianas. Sólo tengo que comprarle una corbata al cura. Cuando llego a la UCI, Pilar se encuentra tranquila, aparentemente. Quizás es que ha heredado ese carácter que tengo yo, en el que la procesión siempre va por dentro pero las emociones apenas se exteriorizan. Pero mi hija quiere que vaya a buscar a Jacobo Larrea, con quien me he citado cinco minutos antes de las doce, en la entrada. Le parece que en cuanto venga el cura todo el resto de los concurrentes se harán presentes como por arte de magia. El cura aparece. Se ha vestido con un traje gris oscuro, el más elegante de los que dispone. Lleva un maletín en la mano, en el que por lo mismo que se contiene el Santísimo podrían acumularse formularios médicos o pólizas de seguros. Mientras esperamos a los siempre lentos y nutridos ascensores del la zona central de Cruces, Jacobo me hace las preguntas de rigor: ¿Quiénes van a estar presentes?, ¿cómo hay que llamarle al abuelo, que es alemán?, ¿a la abuela? Cuando entramos a la UCI mi suegro ya está presente. Se saludan él y el cura, que ya se conocieron el día en que Jacobo habló con Pilar. Mi hija ya sólo tiene la atención puesta en él. Parece sorprendente que la niña haya comprendido de forma tan notable lo que significa ese día para ella. Que ese Dios al que tanto le cuesta hacerse presente en los asuntos cotidianos de los hombres ha llegado allí en la forma de unos de sus ministros, en la imagen de un hombre canoso, vascote, sencillo, de un párroco de Maruri tan vasco como español, y por eso relegado a una segunda división en el rango eclesiástico vizcaino. Por fin se hacen presentes las mujeres. No hay otra excusa salvo la recurrente del tráfico. Pero apenas importa. Ese día los relojes sirven solamente para marcar la jornada, como si pudieran detenerse en un momento mágico que pudiera envolver esa mañana, esa semana, la primavera entera que está naciendo sobre Bilbao, sobre Barakaldo. Y Pilar es además muy fácil de arreglar. Todos sus vestidos son como de figuración, se muestran hacia el exterior y sólo se recogen levemente por detrás de sus hombros. Pero el traje es precioso. Blanco, de lino, sencillo, con unas tablas en la pechera y que la cubre por completo. Lorsen coloca sobre una de las repisas contiguas a la cama de nuestra hija una imagen de la Virgen de Roncesavalles, que a partir de ese momento preside el acontecimiento. Mi suegro extiende la cortina que proporciona una cierta intimidad en la sala, esa cortina que se usa para que los demás niños y sus visitas no noten la intervención urgente que se le hace a un paciente, esa cortina que abre hoy un espacio de belleza, de profundidad en la emoción. Un terreno que es Pilar, a pesar, o por causa de esas horripilantes máquinas que le permiten a pesar de todo seguir conectada a la vida. Y empieza la ceremonia. Jacobo no es un hombre difícil. En un pedazo de papel lleva escritas unas ideas que ni siquiera consulta. “Estás muy guapa, Pilar. Estás rodeada de tus padres, de tu abuela, de tu opa, de la gente que te quiere. Tienes unos ojos muy grandes, muy bonitos. Pero lo más grande, lo más bonito que hay aquí eres tú misma, Pilar. Porque toda tú eres bondad, amor...” A veces Jaime le dice eso de “polita, neska polita”, pero yo estoy convencido de que el vascuence no es lo que importa hoy, que la comunicación entre Pilar y Jacobo está hecha, con o sin palabras. Y Pilar no sabe mirar a nadie más. Yo le tengo la mano derecha cogida, y Jacobo se encuentra a su izquierda. “Jesús viene siempre a estar con los que le quieren, Pilar. ¿Quieres tú estar con Jesús?” Y Pilar dice que sí con la cabeza. Como todos esos días en que le damos de comer, Lorsen y yo organizamos el recipiente, el tubo, y abrimos ese cierre que tiene Pilar en la tripa. Yo sostengo el envase y Jacobo extrae de ese maletín de ejecutivo misional una botellita de esas que venden con agua de Lourdes, con la figura de la Virgen. En ella hay un vino consagrado que Jacobo derrama suavemente. Luego pide un poco de agua para diluir la solución. Alguien enciende la luz, esa luz que cae con fuerza sobre la cama de Pilar, y yo miro hacia atrás. Todas las enfermeras, los celadores, los médicos que atienden a la unidad están presentes, formando como un ejército de amantes de Pilar, firmes y respetuosos, sintiendo que hay algo especial que se está cerniendo esa mañana sobre una sala que tanto sabe de lágrimas, de dolor, de sufrimiento, de muerte. Jacobo reza un padrenuestro y pide por todos los presentes, por todo el personal de ese hospital que ya era desde hace mucho tiempo nuestra familia extendida a través de Pilar en un trato de afecto que no va en el seguramente exiguo sueldo que reciben. Y la paloma del Espíritu, de ese Dios que apretábamos muy fuerte en nuestros sueños infantiles se hace presente en Pilar, y con ella, en todos los presentes. Ha sido un día para creer, un día para la esperanza, para el cariño. Ha caído un pedazo de cielo que nos unía a todos, sin perjuicio de nuestras convicciones particulares. Uno de esos momentos en que nosotros mismos somos capaces de transformarnos en lo mejor que tenemos, que somos. Que nos hacemos dioses a imagen de ese buen Dios que al fin ha querido hacerse presente en esa sala de hospital, donde un chico de dieciséis años se está muriendo, donde Pilar recorre un trayecto seguramente irreversible, pero donde su sonrisa, su bondad y su amor nos ha permitido reducir un poco nuestras miserias de aquí abajo. Hoy nuestra niña-Pilar nos ha hecho más niños, más puros, mejores. Y el paréntesis de su comunión sobre las pesadas sombras que nos rodean es una luz cegadora. Pero, ¡ay! ¿cuánto tiempo duran esos momentos de felicidad?

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