martes, 24 de julio de 2012

Intercambio de solsticios (408)

El caso es que yo no sé ya muy bien si quien tiene más ilusión por la primera comunión de Pilar es ella misma o mi mujer. Ese sábado por la tarde la visitamos y afortunadamente aún no ha tomado su merienda. Como de costumbre soy yo quien debe introducírsela a través del receptáculo habitual. Pero la comida –que es natural, como nos previene la enfermera- no pasa, y hay que ayudarla comprimiendo el tubo. Invierto un tiempo bastante largo en la gestión. Una vez que acabo, me advierte Lorsen que hay una persona conocida que me quiere saludar. Se trata de un compañero de la Junta Local del PP de Getxo. Es médico. Tiene un niño que va a cumplir 15 años el próximo lunes y que se está muriendo. Me cuenta la evolución del caso con esas palabras técnicas que utilizan los médicos –tumor, quimioterapia... entre las pocas que conozco-. Mi amigo no puede desprenderse de su condición de padre, pero está animoso en medio de todo, dice que estaba más o menos previsto, que es mejor que Dios se lo lleve cuanto antes, que no sufra... Y entonces, como es habitual en mí, yo no sé decir nada que pueda confortarle desde ese punto de vista. Porque no sé qué cosa es esa de Dios, Yo no lo he visto nunca junto a la cama de mi hija, de mi madre. No he sentido su presencia en los momentos dramáticos que he tenido que atravesar a lo largo de 46 años de brega difícil en esta tierra. Ese Dios que se lleva y trae a la gente como si fuera una especie de grandísimo barquero que atraviesa un caudaloso río y luego se despreocupa de su carga. Lo mismo que no se encuentra nunca para aliviar nuestro dolor, también es posible que no esté en esa otra orilla del río, la del cielo. Y cuando ese otro gran barquero que sí existe de verdad y que se llama la muerte, te deja en la parte negra de tu vida, un profundo agujero fabricado de nada, que es de donde en todo caso venimos. Le doy una palmada a mi amigo y le digo que por lo menos parece que lo está llevando bien. Y le cuento entonces lo que le pasa a Pilar. En ese mismo momento mi hija protesta y su madre avisa a las enfermeras: tiene mal color. Una médico la ausculta y Pilar tiene la tripa hinchada y le duele la parte izquierda. La recetan un jarabe y a lo mejor le practican una solución para provocarle las cacas. Pensamos que se le ha quedado atravesada alguna burbuja de aire y que Pilar, inmóvil como está, no es capaz de expulsarla. Le introducen gran parte del jarabe por la boca, no le cabe en la tripa una sola gota más. Pilar pide un poco de tranquilidad y nosotros salimos del hospital. Según Lorsen es que ya el organismo empieza a fallar por la parte menos pensada. Yo le contesto que posiblemente se trata de otra cosa, la comida estaba muy densa, no pasaba, la burbuja de aire... Quizás esa misma burbuja de quien no quiere ver que estamos viviendo solamente la prórroga -¿la última parte de la prórroga?- en la vida de Pilar. Y sentado ante el ordenador pienso que se están cerrando demasiadas puertas detrás de mí en este año de 2002. Esta de Pilar es una puerta que se cierra de forma irremisible, porque no creo que detrás de esta se abra otra o que mi hija atraviese después el umbral de otra nueva. Y entonces pienso en mi amigo del PP, que seguramente no podrá celebrar el décimo quinto cumpleaños de su hijo, y no sé muy bien si lo que me dice es lo que piensa de verdad. Siento que compraría esa fe allá donde se vendiera, al precio que fuera, como le decía el socialista Prieto a un sacerdote amigo suyo. Esa mañana de domingo Pilar se encontraba mejor, aunque aún no había hecho sus cacas cotidianas, la hinchazón de la tripa se le había reducido. Y estaba relativamente contenta, De pronto aparece Julio, el padre del chico que se está muriendo. Lorsen quiere verle así que yo le sigo. Es un hombretón que parece salido de “Black Hawk derribado”, una vez vendado por todas partes. Luego hablamos con los padres, y ella se pone a llorar: “Quiero que se muera cuanto antes, que no sufra más”, dice. Y es que su mismo hijo se había dado cuenta de la inminencia de su muerte, y el dolor hacía presa en él como un ejército de sanguijuelas que te devoraran por todo tu interior. Y el mismo chico quería morir... cuanto antes. Las madres y los hijos sienten por el mismo poro de la piel, dicen las mismas palabras, lloran al mismo tiempo y de la misma manera... Regresamos junto a la cama de Pilar, mientras que Julio nos informa del accidente de tráfico que le ha costado la vida al hijo de Julián, el segundo de los jefes médicos de la unidad. Ayer mismo trataba a mi hija de su acceso. Hoy ya es un padre más que entierra a su hijo, como Julio, como yo mismo. Lo malo que no ha tenido tiempo para prepararse psicológicamente. El funeral será mañana, en Deusto. Y yo le introduzco la comida a Pilar, que luego habla con su madre y con la madre del chico que se está muriendo, que recupera por un momento la sonrisa. ¡Estos hospitales del mundo en que algunos enfermos sanan las angustias de los sanos, aunque sea porque una sola de sus sonrisas es la demostración palmaria de que la felicidad puede abrirse paso hasta en los lugares más difíciles!

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