Leoncio Cardidal abría la puerta de plástico que daba acceso a un exiguo despacho en el que su ocupante se sentaba a una mesa que carecía de papeles y en la que un cenicero atiborrado de colillas demostraba su inequívoca condición de fumador.
Juan Carlos Sotomenor aspiraba entonces el humo de su pitillo antes de saludar al responsable de interior de la Junta. Lo hizo de la manera breve y displicente que acostumbraba. Porque Sotomenor era persona a la que la experiencia le había advertido de lo importante que resultaba mostrarse indiferente a las opiniones de los demás. Era evidente en él su actitud por no resultar simpático. Por el contrario, sus puntos de vista debían por fuerza elevarse a categoría, de modo que catequizaba sin cesar, demostrando que donde no tuviera razón era como si su inveterada inteligencia probara lo contrario. Y ese juego le había salido bien en las viejas –y actuales- lides de la política.
- ¿Cómo así encuentras tabaco con tanta facilidad? –le preguntó Cardidal.
- A no decir… -escabulló Sotomenor la respuesta.
No resultaba extraño, porque el mercado negro en Chamartín era apenas una proyección de las fuerzas policiales del distrito. Los agentes requisaban todo tipo de mercancías, pero no para retirarlas totalmente sino para volverlas a vender por el procedimiento de esa red de comerciantes que se componían de las mujeres, hermanos y aún los hijos de los agentes. Estos mismos indicaban la mejor manera de llegar a ellos, los lugares en los que operaban, los precios aproximados de la transacción y la forma de financiarla si se diera el caso de una dificultad de pago. En ocasiones hasta llegaban a proporcionar alguna que otra partida al detalle: un paquete de cigarrillos, un botellín de ginebra, una piedra de hachís…
Y la organización de la policía había establecido un sistema de control por el cual todas las ventas resultaban afectadas por una suerte de impuesto –algo así como el IVA de los nuevos tiempos- del que el mismo servicio encargado de velar por la “transparencia” del comercio percibía una comisión aleatoria. De esta forma, los precios de los productos –algunos de ellos básicos: una botella de aceite, una bombona de butano, incluso una barra de pan- podían triplicar el precio que tendrían en el caso de operar en una economía de mercado.
¿Y qué pasaba cuando no se podían pagar esas cantidades? Pues que todo resultaba posible: desde el pago en especie, a través del trueque: oro, plata, joyas… el trabajo como fontanero, carpintero, electricista o jardinero en la casa de un agente. Y si se trataba de una mujer en edad de merecer, el puro y duro ejercicio de la profesión más antigua del mundo.
El sistema estaba sin duda bien organizado porque a quienes más beneficiaba era a los elementos más altos en el nivel de mando.
Y Juan Carlos Sotomenor era el cerebro que lo había diseñado. Desde aquel despacho del que entraban y salían gentes de la más diversa condición con todo tipo de objetos que este clasificaba y reconducía a otros mercados o simplemente guardaba en alguna caja fuerte cuya ubicación y clave sólo él conocía.
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2 comentarios:
Porqué si falta la motivación si nada merece la pena rápidamente todo degenera y se llega a la corrupción pura y dura. Luego para regenerar la situación se necesita el doble de esfuerzo.
Parece una película del futuro.
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