Lo había encontrado poco más o menos igual que la última vez en su casa: esa voz débil, tanto que debía repetir sus palabras para que Jorge las oyera; esa delgadez que permitía perfilar como nunca antes sus ojos que revoloteaban por la pequeña habitación de la clínica, inquietos, para no perderse nada de lo que estuviera pasando; ese cansancio que se iba apoderando de su organismo extenuado ya de tantas sesiones de quimioterapia y que apenas habían servido para nada…
Pero había en Javier Arriaga algo nuevo que no había percibido hasta entonces Jorge Brassens, o no lo había notado en toda su intensidad: que Javier estaba tranquilo, sereno y que además sus respuestas resultaban rápidas, concisas y atinadas; como si toda la escasa fuerza de su organismo se concentrara ya en su mente, y como si su inteligencia, ante la inminencia de la muerte, hubiera llegado a conocer la realidad misma de los misterios de la vida. Despejaba así la diferencia entre lo importante y lo adjetivo y ponía en todo un ojo clínico irrefutable y clarividente.
Era así como Jorge Brassens quería recordar a su primo.
Y volvía a verle, a pesar de que las horas se transformaron en días, en un oficio que Jorge Brassens vivía con una cierta angustia. Llegaba a la clínica. Veía a la gente que se arremolinaba junto a la habitación 131 del establecimiento hospitalario. Entraba en la habitación –si no estaba dormido-. Hablaba con Javier –si otras circunstancias, un dolor, una presencia excesiva de personas…, no se lo impedían-. Se despedía de quien montaba guardia. Se alejaba de allí.
Y cuando conseguía hablar con él se sentía reconfortado. Iba –era cierto- a proporcionar cariño al enfermo, pero siempre recibía más de él. Porque Javier le entregaba toda su dignidad, su resolución, su valentía… y se lo daba sin tasa, desde ese hilo de voz que sin embargo lo cubría todo, lo abrumaba incluso.
Eran visitas que se hacían de recuerdos juveniles y hasta infantiles, donde aparecían los bocadillos de queso que los Arriaga despreciaban y que cambiaban por el pan con chorizo que recibía Jorge; los episodios natatorios en la Galea, lloviera o hiciera buen tiempo; las escapadas al cine Social de Las Arenas; las carreras de coches en miniatura sobre el parqué de la casa de los Arriaga; la colección de Tintin que Brassens entregaba a Javier para que el padre de aquel no la requisara en castigo por alguna travesura dee índole menor…
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2 comentarios:
Sabes todos tenemos que pasar por éste trance y nada podemos hacer para eludirlo, en éstas circunstancias lo único a lo que podemos aspirar es a mentener nuestra dignidad.
Me he emocionado.
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