Sentados de nuevo, Javier Arriaga entraría en una larga explicación –que a Brassens le pareció a veces contradictoria- sobre su tratamiento y el coste de los fármacos que le recetaban. En un momento de su larga charla, Javier le diría a su primo que, a pesar de toda la quimio que había recibido, su tumor seguía igual.
- Eso significa que no ha progresado –declaró Brassens.
- Es una manera de verlo –repuso Arriaga un tanto sorprendido.
Al cabo de un rato hacía acto de presencia Fátima, su mujer. Se encargaría ella de ofrecer algo de chorizo con un poco de pan.
Había un reader –libro electrónico- sobre la mesa de cristal. Se le había roto a Javier debido a la torpeza de sus movimientos, según explicaron a Brassens los Arriaga. Y Javier quería saber de las alternativas de compra de alguno de esos lectores: ya no se sentía con fuerzas para aguantar el peso de un libro convencional.
Llegaron su hermano Jacobo y Carmen, su mujer. Y la conversación se reconducía sobre los parámetros sociales habituales, donde el enfermo era el motivo de la visita pero no el objeto de la conversación.
Al día siguiente, Jorge Brassens telefoneaba a su editora digital y localizaba en Internet los diversos formatos de readers que ofrecían desde la distribuidora. No sin cierto espanto pudo comprobar hasta qué punto habían caído los precios de esos dispositivos.
Lo cierto era que la oferta resuktaba bastante amplia, de modo que telefoneó a Javier para señalarle la página web en donde podía encontrar los distintos libros electrónicos.
Hablaron y se lo dijo. Pero esa misma noche le telefoneaba Arriaga como si la conversación de la mañana no se hubiera producido. Pero Javier no era consciente de nada, no había tomado nota alguna y ni siquiera recordaba que hubieran hablado del asunto.
El estado de salud de su primo se iba deteriorando de manera progresiva. No sólo no recordaba las cosas, es que tampoco contestaba a sus mensajes telefónicos o a sus correos electrónicos, como si estuviera levantando una especie de dique de contención entre los dos. Pero ni siquiera eso era cierto. Javier Arriaga se estaba yendo envuelto en el silencio, porque el esfuerzo del contacto ya no dependía de él, que ya carecía de fuerzas.
Pero era necesario seguir intentándolo. Y Jorge Brassens era tozudo hasta la verdadera producción del aburrimiento ajeno. De modo que procuraba ponerle un SMS cada vez que aproximaba sus pasos a la casa de este, aunque tuviera un desigual resultado.
Llegó un día del principio de noviembre en que, acompañado por su hermano Pablo, Jorge Brassens se dirigiría a una cita con Javier previamente concertada.
Dos antiguas señoras del servicio de su madre estaban presentes, además de Fátima, su muer, y a la espera de su hermana Eugenia.
La conversación la llevarían las dos mujeres, aunque Javier Arriaga era quien –a modo de moderador- introducía los asuntos y provocaba las comentarios.
Resultaba impresionante el leve tono de voz que le quedaba. Agotado por las sesiones de quimioterapia, Alegría sólo podía expresarse desde una delgadísima dicción, de modo que a pesar del silencio de la concurrencia siempre alguien debía traducir sus palabras a una voz audible.
Pablo y Jorge Brassens fueron animados a contar sus cosas personales. A la llegada de Eugenia Alegría, fue ella la que derivaría la conversación hacia otros asuntos.
La reunión sería interrumpida por la llegada de un asistente peruano que se encargaría en lo sucesivo de vestir al enfermo, pero que en un principio no gustó a Javier dada su corta estatura. Se retiraron a una discreta despedida en el hall de la casa y saldrían de ella un momento después de saber que Alegría se había reconciliado con el latinoamericano gracias a la fortaleza física de este, que suplía con creces a su estatura.
Cuando se despedía de él, Jorge le ofrecía regalarle la última novela de John Lecarré, autor del que ambos eran aficionados.
Nuevamente le impreionaron esos expresivos ojos que saltaban de un organismo enfermo, extenuado, para decirle algo que sonaba a oficio de postrimería:
- No voy a leerlo. Me he comprometido a leer solamente unos libros religiosos.
Y aunque Jorge Brassens salvaba esa determnación categórica con un “más adelante, entonces”, supo que en el corazón de Javier Alegría ya se había instalado la firme convicción de que esa enfermedad se lo llevaría por delante.
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1 comentario:
Amigo desde que enfermaste hablas más de Dios y de religión lo que me hace temer que no tienes ninguna fe en tu futuro.
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