En la semana del 15 de noviembre Jorge Brassens volvía a ponerle un mensaje a su primo. No recibía contestación, aunque eso le preocupaba relativamente. Podía tratarse de un olvido o de ese “tempo” largo que Javier Alegría le diera a las cosas que, si bien importantes, no son excesivamente urgentes.
Pero llegaba el viernes –que era la fecha en que Jorge se encontraría por la zona en que vivía su primo- y seguía sin noticias. Rumiaba a su preocupación cuando, por casualidad, se encontraba en plena calle Velázquez con otro pariente común, un Arriaga, hijo del más joven de los hermanos, que le preguntaba a sopetón:
- ¿Qué sabes de Javier?
Brassens sólo pudo contestar que lo había visto el viernes anterior. Pero ya eran noticias viejas, por lo que le dijo su primo:
- Está ingresado. Y, por lo que me ha dicho un hermano suyo, sólo le quedan horas de vida.
Se despidieron. Jorge Brassens ascendió pensativo por la calle Juan Bravo hasta llegar a la altura de la cafetería Milford, donde pedía un café. Inmediatamente telefoneó a su prima Victoria, otra de las hermanas de Javier. Victoria, una suerte de portavoz de su familia.
- Tiene restringidas las visitas –le informaría ella-. Pero tú puedes ir a verle. Puede ser que esté sedado cuando vayas, pero si es posible que te vea lo hará.
Y le dijo en qué clínica se encontraba y el número de su habitación. De modo que Jorge Brassens pedía un taxi y se iba para allá.
Le costaría dar con la habitación, porque a Jorge Brassens casi siempre le caía la cruz cuando tocaba lanzar la moneda al aire. Claro que eso tenía mucho que ver con su despiste habitual y con su corta visión.
El caso era que siempre llegaba.
Y ahí estaba. Un largo pasillo y un grupo de gente casi al final del mismo. Resultaba evidente, en dos familias de 7 hermanos –los Arriaga- y 14 –los de Fátima, su mujer- la concentración humana era más que previsible.
- Hola –saludaría Brassens cuando llegaba a la altura de las seis o siete personas que se encontraban ahí.
Beatriz Arriaga le puso al corriente de la situación. No había dramatismo en sus palabras, tampoco tristeza en su expresión. Claro que Bea era una chica animosa y extravertida que hablaba como si la hubieran rodado a cámara rápida, siempre dispuesta a la broma. Y le invitaba a entrar. Brassens dijo que no quería molestar. Beatriz insistió,
Así que Jorge abría la puerta de la habitación. Se encontró con un pasillo, el cuarto de baño a su derecha. No se veía más que el borde de la cama. Avanzó unos pasos. Allí estaba. La delgadez extrema, esos ojos que exploraban todas las cosas.
- ¿Qué tal estás, pobre? –preguntó Brassens, con toda la ternura de que era capaz.
- Regular. Pero de “pobre” nada –contestaría Javier Arriaga desde un hilo de voz que apenas resultaba perceptible.
Hablaron un rato. Corto. Las visitas le gustaban, porque… ¿a quién no le gusta que le quieran?, contaría Victoria Arriaga a Jorge que acostumbraba a repetir su hermano Javier. Pero, a la vez, le fatigaban. De modo que él mismo le pedía que se fuera.
A la salida, pudo hablar un momento con la madre de Fátima, la mujer de Javier. Le contó de manera sucinta los últimos acontecimientos de su vida y ella se despedía de Jorge con unas palabras de cariño:
- Que seas feliz. Te lo mereces.
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1 comentario:
Sabes, lo peor es éste estar y no estar, que te encuentres en ése estado calamitoso que impresiona y duele tanto a ti como a los que te vemos. Por éso deseo que te vayas pronto ¡no soporto el dolor!.
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