Bilbao, 22 de febrero de 2003.
Querida Lorsen:
“Una vez más la barca del amor se estrelló contra la vida cotidiana”, escribió, poco antes de terminar con su vida, el poeta ruso Maiakovski. Es un verso que recordaba yo hace algunas noches, cuando daba vueltas en torno de mi solitaria cama antes de conciliar el sueño. Son dos historias distintas, sin duda, las de Maiakovski y la tuya. Yo ni siquiera conozco muy bien la del poeta. Pero he podido seguir de cerca la tuya y por eso intuyo la semejanza entre las dos.
El primer punto en común debe ser el de la infelicidad. Nadie se va de este mundo, ya provocando su marcha, ya sin pelear por su vida, dejándose llevar -como fue tu caso- si se encuentra un mínimo de felicidad que te haga soportar los innumerables sinsabores de todos los días.
Pero yo me agarro más a los versos, como el náufrago a la tabla que le sirve de única salvación. •”La barca del amor se estrelló contra la vida cotidiana. Una vez más”.
Porque tu vida era verdaderamente esa “barca del amor”. Eras la generosidad permanente, el alma que se abría –a veces un tanto ingenuamente- hacia el conjunto del mundo que te rodeaba. Por eso todos te querían. Podías incluso llegar a insultarles, pero jamás llegabas a herirles. Porque esa gente que debía soportar tus malos momentos sabía que detrás de ellos existía una espontaneidad, un deseo de justicia, un hálito de amor.
Pero era solamente una pequeña y frágil “barca”, la tuya. Tanto que se veía zarandeada por cualquier clase de corriente, y se encontraba constantemente en peligro de estrellarse. Esa barca tuya ha sufrido innumerables golpes, antes de irse a pique entre los arrecifes de esa “vida cotidiana”. La muerte de tu madre, cuando tenías apenas quince años –la edad de nuestra hija, precisamente-, cuando te rompieron el corazón con la ausencia de uno de los seres a quien tú más querías, y que puso en grave quiebra muchas de las cosas en las que tú confiabas, y en las que sin embargo, quizás sujeta a ese cabo ardiente, pensando que no podían venirse abajo tus convicciones como si fueran poco más que un castillo de naipes. Tu padre, por ejemplo, a quien al final culpabas por la muerte de ella, según datos que dolorosamente extraía de tu interior el psiquiatra al que últimamente habías confiado tu curación mental.
Pasó el tiempo y esa barca se reafirmaba en su fuerza, calafateada, arregladas sus hechuras, modificadas algunas de sus tablas, cuando nos conocimos. El amor es la principal fortaleza para este tipo de barcas, diría que incluso para todas las barcas, para todas las vidas humanas. Y con nuestro amor: la ilusión que tú le ponías a todas las cosas –incluso al triste fregoteo de unos platos, o los inevitables “escalopes Holstein” que me preparabas por las tardes de los fines de semana de verano, después de bañarnos en la piscina-; una ilusión que se unía a mi felicidad, apenas descubierta, después de vivir una vida repleta de desencantos, multiplicada en ausencias de confianza en mi propia persona, derivado todo ello de la ausencia de afecto, seguramente –de esa carencia sólo se escapaba mi abuela Eugenia, a la que tanto echo de menos en muchas ocasiones de mi vida; mi abuela que forma parte de mi icono de personajes sagrados, junto contigo, con Pilar, unidas todas esas mis mujeres, por el lazo egoísta del afecto, del cariño, del amor que sintieron por un pobre chico hundido en la mitad de una familia numerosa, olvidado de todos, errante sin consuelo en una vida repleta de tropiezos.
Y en esa felicidad te quedaste en estado de nuestro primer hijo. El pronóstico no resultó sin embargo excesivamente feliz: infarto de placenta, y una rigurosa permanencia en cama, durante casi siete largos meses, hasta que lo perdías definitivamente. Pero la barca resistió ese golpe. Te comprabas un traje de baño espectacularmente “sexy” –tú no lo eras habitualmente- y paseabas conmigo por las playas de Ibiza antes de tomar una hamburguesa bien preparada y de bailar en las discotecas de moda de la isla.
Pero la vida cotidiana permanecía al acecho e incluía sus peores presagios. Tuviste un segundo embarazo, aparentemente perfecto, aunque a los pocos días de su solución te decían que había que provocar el parto, que “veían algo raro”. Lo que no veían era movimiento en el feto. Y nació Pilar, con el cordón umbilical enroscado al cuello. El bebé no podía respirar y sus músculos no recibían las órdenes que emitía su infartado cerebro. Yo me acuerdo de cuando esperaba con mi hermana en el hospital de Basurto a que llegara mi hija, y le decía que si no salía bien era preferible que muriera. Supongo que se trataba de una reflexión bastante brutal, que hoy para nada pronunciaría después de quince años de vida y de lecciones recibidas por parte de ella.
Ese golpe si resultó muy duro, casi diría que terminal, para tu barca. Y empezaba con ello esa simbiosis que tanto tiempo tardé en reconocer: depresión y alcohol. Y una sucesión de psiquiatras y médicos que te iban enderezando, solamente durante un tiempo, hasta que un nuevo golpe de mar te situaba frente a los farallones de la costa.
La vida truncada de Pilar fue para ti el principio del fin. Tu barca ya no tenía timón, y los remos poco podían contra la fuerza de la tempestad.
No sé si supe ayudarte lo suficiente. Tampoco esta carta quiere profundizar en eso, porque estoy tratando de cerrar la herida de tu ausencia, y no quiero plantearme ninguna pregunta que además ya no tiene respuesta útil.
Te sumiste en una depresión profunda, la primera de las que te afectarían en lo sucesivo. Aún así, dedicaste todos tus esfuerzos a preparar de nuevo tu barca para que hiciera frente a los embates de esa durísima vida cotidiana. Y lo conseguiste. Vivimos entonces alquilados en un apartamento frente al hotel Indautxu. Lo recuerdo como una temporada feliz. Allí concluyó mi etapa como responsable de una compañía de seguros y daba comienzo una etapa de mi vida que dentro de muy poco cumplirá los ocho años: una existencia protegida por escoltas, restringida.
Pero nuestro matrimonio te daba fuerzas para todo, o casi: para ocuparte de la casa, para cuidar de nuestra hija, para aguantar los destrozos del nuevo cachorro –que acabara en la sociedad protectora de animales, después de un fuerte enfrentamiento conmigo-, para concluir nuestro gran proyecto común –la casa de Arrechea. Por cierto, recuerdo que la última vez que estuvimos juntos allí, quizás en el mismo mes de noviembre en que te fuiste, me decías: “Esta casa no la venderemos nunca, ¿verdad?”
Luego nos compramos un bonito apartamento en el Casco Viejo, y eso era seguramente algo que nuestros “amigos” terroristas no serían capaces de soportar. En muy poco tiempo detectaron nuestra presencia y empezaron con el acoso sobre tu persona: las llamadas, las amenazas, hasta llegar al seguimiento personal.
Recuerdo aquella fase de nuestra vida con una mezcla de nostalgia y desazón. Fueron tus recaídas, otros médicos, otros sistemas a veces alternativos. Porque tú tenías toda la razón, cuando decías: “¿Y qué quieres que le cuente al psiquiatra, que convierta a Pilar en una niña sana, que acabe con ETA?”
Al final tuvimos que salir de ahí, con rumbo a la casa de tu padre. Ese fue el peor de los períodos que vivimos –si a eso se le puede llamar “vivir”-: Temporadas interminables sin levantarte de la cama, quizás salvo para adquirir alguna botella de alcohol de la peor calidad. El año 2002 resultó una etapa muy triste. Ya ni siquiera Arrechea te servía de antídoto, y nuestros viajes a Lanzarote –incluso una vez que compramos el apartamento ahí- te resultaban muy difíciles, siquiera en el momento de levantarte de la cama para subir al avión.
El final de ese año y el principio del siguiente constituyeron las últimas e inmensas dedicatorias de tu amor por mí: las organizaciones de la presentación de mi libro “Sin perder la dignidad” en Madrid, Bilbao, Lanzarote y algunas juntas locales del PP en Madrid. Todas ellas supusieron un éxito arrollador.
Y yo tenía grandes -¿fundadas?- esperanzas- después de este último verano, aun teniendo en cuenta el estado en el que llegabas a la isla de Lanzarote en los últimos días del mes de julio: una nueva medicación y mi proximidad con tu psiquiatra te pusieron otra vez en órbita. Visitabas a Pîlar, pintabas –eso sí, no pudiste con Musqui, el hijo de Bècaud, lo cual te produjo una nueva depresión.
El final, sin embargo, se acercaba ya. Mi reciente nombramiento como miembro de la Real Orden de Caballeros de San Fernando produjo en ti una gran ilusión. Lo mismo que te condujo al abismo el hecho de que yo no asistiera a la misma después de verte tumbada en la cama, las piernas hacia el suelo y una botella de whisky “Dyc” junto a tu cama.
Yo no me fui a Madrid, y tan pronto como eras consciente de eso te dedicabas a llamar a tu padre, a mi madre, para mostrarles tu disgusto contigo misma. Esa misma tarde creo que tomaste la decisión de dejarte ir, hacia la muerte. También me pediste perdón. Ya no volviste a despertar. La mañana de tu partida sólo recuerdo unas frases inconexas de un sueño profundo y una honda respiración –muy parecida a la de tus tan habituales ronquidos-. Después sólo había un cuerpo frío y una mirada vidriosa mirando al infinito. Pero no hubo una sola queja, un solo estertor. Únicamente la muerte.
Te fuiste porque pensabas que tu caso era imposible. Quizás tenías razón. La fórmula ideada por tu psiquiatra no resultaba necesariamente eficaz. Pero lo que te dolía en el alma, más que nada, era que pensabas que te habías convertido en un ser definitivamente incómodo para mí, y que me hacías un favor largándote con viento fresco de este mundo cabrón, dejando “estrellar tu barca del amor contra esa vida cotidiana” que ya no podías soportar y que pensabas que nos hacía sumamente infelices a los que convivíamos contigo, especialmente a mí.
Y este triste –una vez más- sábado por la tarde, despues de verle a Pilar, de comer con mi madre y con mi hermana, he querido salir de mi narración habitual para decirte –lo sabías- que yo ya estaba dispuesto a aguantar todo el tiempo que hiciera falta, pero que tú tenías al cabo la intuición certera de que tu ciclo vital había terminado ya. Era posible tal vez estirarlo un poquito más, como se hace con los chicles, pero todo tenía su límite.
Y tu final, el 28 de noviembre de 2002, no fue una muerte absurda, incomprensible. Fue un adiós con un beso de amor infinito. “No quiero ser por más tiempo una carga para ti”, parece que me decían esos ojos verdes acristalados, tranquilos. Pensando que hacías lo que pensabas que debías.
En alguna ocasión he oído una frase que decía que pocas personas pueden elegir el momento de su muerte. Tú sí lo hiciste. Estoy convencido.
Sabes que te seguiré queriendo siempre, que tu recuerdo me acompañará en todo momento, y que a veces siento una punzada en el corazón y un líquido formándose en mis ojos. E insisto: no es por ti por quien lloro, lloro por mí. Porque nadie me va a querer jamás como tú me quisiste.
Un beso.
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1 comentario:
A veces la vida nos catiga con tanta intensidad que pensar en un futuro para cosa imposible.
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